Dos semanas casi completas desde el inicio de clase. El ciclo de diagnóstico estaba cerrando y los profesores ponían manos a la obra para la primera reunión de padres. Al armar el listado, el rector se dio cuenta que el curso del noveno b había una ausencia, justamente, de siete días por parte de una alumna apellidaba Montero. Comparó con el de los llamados ocurridos y dio con la debida notificación de que la alumna no se encontraba en condiciones físicas pero que pronto se reincorporaría con la debida visita de sus tutores.
—¿Qué me puede decir de la alumna Montero, profesor Arizmendi ? —preguntó el rector hacia el docente.
—Es una chica encantadora, un poco seria tal vez. Es muy educada y tiene muy buena relación con todos sus compañeros. En mi materia siempre se ha mostrado responsable, aunque le cueste algunos temas. No puedo decir lo mismo de su hermana, Verónica Pereyra. Esa niña está en séptimo año y, por lo que me saltó en su informe de nivel primario de su escuela anterior, no mintieron —comentó con gracia—. Es vivaz, extrovertida... un poquito desenfadada, pero ha demostrado ser tan buena alumna como Adela.
—Lleva faltando muchos días seguidos y encima a inicio de año —remarcó.
—Sí. El secretario me comentó que sus padres llamaron para justificar dichas inasistencias.
—Exacto. Bueno. Esperemos a que la alumna Montero regrese y, si todo está en orden, asunto zanjado —asintió mientras firmara el informe general del curso.
—Pregunto, señor Trejo. ¿Tiene alguna inquietud sobre esta alumna en específico?
—Mire, profe —dijo el rector, poniéndose más serio—. Me llegó una información sobre otro colegio de Merlo que expulsó a una alumna por quedar embarazada. Sabe que, por más que la villa ha crecido y que cada vez su población se expande, uno no deja de enterarse cosas. En un ambiente educativo bastante cerrado, uno conoce los pormenores. Personalmente, lo hubiera manejado de otra forma, teniendo como última alternativa la expulsión, sobre todo, porque tenemos un mando religioso, aunque no seamos tan estrictos como otros establecimientos que sí lo son. Si me llega una orden de arriba no podré hacer mucho. No obstante, si surge un caso así, o de otro tipo, me gustaría saberlo primero antes que se sepa públicamente.
—Entiendo, señor. Y no podría estar más de acuerdo.
—Reconozco que a veces me gustaría darme la cabeza contra pared, diciéndome a mí mismo en qué estaba pensando cuando decidí dedicarme a la docencia y dedicarme a los chicos. Sin embargo, a pesar de todo lo que reniego a veces con ellos y que hay uno que otro que no veo la hora de que se gradúe y termine preso, amo mi trabajo y no deja de preocuparme algunos asuntos que les perjudique.
Ambos quedaron un momento más conversando, intercambiando opiniones e impresiones de otros alumnos que necesitaban más observación y control. Acordaron realizar un análisis con respecto a la próxima reunión de padres y estar atentos a cualquier indicio del ambiente familiar de ellos.
El toque de timbre determinó el fin de la jornada. El profesor de dibujo ordenó que cerraran las carpetas y fueran a formar. El ritual del arrío de la bandera se hizo normalmente y así se dio por terminado el día en el colegio.
Juanchi caminó con algunos chicos hacia la parada. El colectivo lo dejó donde siempre. Caminó su misma ruta de siempre, de forma lenta. Casi llegando a la vuelta de su casa vio que la casa del vecino estaba abierta. Fiel a su costumbre, en vez de abrir la verja bajita que la rodeaba, saltó por encima de ella y avanzó confiado. Sin esperarlo se vio de frente con un perrito que parecía ser cruza de ovejero alemán. Este, al verlo, empezó a moverle la cola y dar pasitos cortos hacia él mientras jadeaba de manera graciosa.
Don Sebastián, mejor conocido como "el Capi", se alzó de su mesa de trabajo donde tenía un pedazo grande de cartón y unos marcadores. Meneó la cabeza, esperaba a su escandaloso y jovial vecino con el que, además, formaba una extraña amistad.
—¡Está lindo y bien gordito! ¿Es tuyo, Capi? —preguntó Juanchi mientras alzaba al cachorro y le hacía cosquillas en la panza.
—No —respondió el señor que tenía más o menos la misma edad que Agustín. Dio un sorbo a su mate antes de continuar—. Es tuyo.
—¡No, no, no, no! —se espantó Juanchi—. ¡No, que mi tía me va a matar!
El perrito, juguetón, daba saltitos y saltitos, ladrando de forma graciosa. Juanchi, que por años había pedido una mascota y los adultos se habían negado, agudizó la vista hacia la mesa donde, prestando más atención a lo que decía el pedazo de cartón, leyó "Regalo perritos. Pregunte".
"Ay, don Capi" Se quejó internamente.
—¿A qué no está lindo? Se llama Puchero. Si no te gusta puedo mostrarte los otros —dijo el hombre dispuesto a levantarse e ir hacia su patio trasero a buscar a los demás.
—¡Deje nomás! —bajó el tono de voz, convencido de que el perrito ya era suyo—. Gracias, Capitán.
Don Sebastián se puso firme e hizo una seña militar, una venía a la que Juanchi contestó del mismo modo, aunque no tan perfecta como la del ex combatiente de Malvinas.
—Rece por mí porque seguro me matan.
—Deciles que el perrito los va a acompañar muy bien. Aunque conociéndolos como son ustedes creo que será mejor que les dé otro más. Hay uno que se llama Mazamorra y ya tiene pinta de bravo. Ése les va a cuidar muy bien la casa porque con tu padre, después de lo sucedido con los papeles de tu inscripción, no vaya a ser que un día se le olvide la llave puesta en la puerta.
—Gracias, don Capi, pero mejor que llevo este nomás.
El adolescente iba pensando cómo convencer a los adultos de la nueva mascota, además de saber cómo es que don Sebastián se había enterado de su fallida inscripción si no le había comentado nada al respecto más que el cambio de colegio. Alzó los hombros, desconcertado. Dio la vuelta la cuadra, llegando a casa. No tenía ni una razón convincente. Desesperado, antes de entrar, abrió su mochila y metió al cachorrito rogando que no llorara ni ladrara hasta llegar sanos y salvos a la habitación. Toda una misión imposible.
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Editado: 07.07.2024