Hacía tanto frío que los chicos no encontraban modo de calentarse. A modo de broma dijeron que debían hacer como los rebaños, de ponerse todos juntos y así darse calor. Amontonaron todas las mesas y conformaron un solo grupo, en medio del salón. Los profesores les dejaron hacer, entendían que las bajas temperaturas acobardaban a más de uno que, incluso, se permitían llevar café caliente y tomarlo mientras daban la clase, aunque no era buena opción puesto a que la bebida se enfriaba en minutos.
—¿Pasa algo, Santiago? —preguntó el profesor Gutiérrez, que le vio levantar la mano con insistencia.
—Tengo que ir al baño.
Algunos empezaron a reírse y otros a quejarse puesto a que, al estar todos amontonados, Santi estaba sentado en medio y eso implicaba que varios tenían que levantarse de sus sillas para que él pudiera salir.
—No te demores.
Santi salió del curso. Los demás volvían a sus asientos. El profesor Gutiérrez cerró la puerta y lanzó una exclamación, sorprendido del frío. Se cerró el camperón y se puso aparte un gorrito antes de continuar con la clase.
Al cabo de unos minutos, desde el centro del patio, se escuchó el grito de Santiago que decía "¡Está nevando con todo!".
Los chicos se miraron y el profesor, incrédulo abrió la puerta para ver como gruesos copos de nieve caían a un ritmo bastante considerable, como nunca antes se vio en Villa de Merlo.
Las vacaciones de invierno empezaron con una histórica nevada en todo el país. Después de diecisiete años, incluso, se vivía una nevada en plena Capital Federal.
El 9 de julio, Día de la Independencia, se tiñó de blanco en casi todas las ciudades del país con temperaturas récord bajo cero. Y digo casi porque en Santiago del Estero, donde vive la que está contando esta historia, no nevó nada, pero sí que hizo un frío de la miércoles.
Los primeros días de vacaciones las temperaturas eran muy bajas. Sin embargo, y más tratándose de la juventud que buscaba divertirse a toda costa, nunca faltaban las salidas, aunque la noche invitaba a congelarse. Juanchi estaba chateando con algunos compañeros, a ver si alguno proponía una juntada, cuando Agustín entró a su habitación sin golpear, listo como para salir de paseo.
—Juan, vestite que nos vamos al hiper. Acordate que quedamos en hacer una atención muy especial para todos.
—¡Están organizando una pizzeada en la casa de la Clari y yo quiero ir! —hizo pucheritos.
—Yo te voy a comprar una pizza entera para vos solito si me acompañas a hacer las compras —propuso Agustín.
—Y una Coca.
—Sí, sí, una Coca también.
—Enseguida estoy listo.
Se despidió rápidamente del chat con sus amigos y se cambió de ropa. Agustín bajó a la sala a esperarlo. Sus hermanos estaban tan entretenidos con los preparativos para la llegada de los jóvenes universitarios que ni siquiera tomaban en cuenta los movimientos extraños ni los "secretitos" que mantenía con su hijo lo cual, sin duda, levantarían toda clase de sospechas. Puchero y Mazamorra empezaron a rodearlo, creyendo que los sacarían a pasear.
—Ahora no, chicos. Para compensar, van a tener mucha gente con quién jugar... eso si no me sacan a mí a pasear al cementerio —comentó Agustín mientras los acariciaba.
Juanchi bajaba las escaleras de dos en dos y, casi llegando al final, le erró a un escalón y bajó sentado hasta el suelo.
—¿Qué fue ese ruido? —preguntó Nacho desde el lavadero.
—Juanchi se cayó de nuevo por las escaleras —contestó Agustín mientras lo ayudaba a levantarse. El chico, entre quejidos silenciosos, trataba de mantenerse en pie—. Si digo que parece el hijo no reconocido de Marley.
Salieron de la casa. Fueron a un supermercado, de los más grandes y surtidos de Merlo, con Agustín dispuesto a gastarse una buena plata a pesar de ser muy cuidadoso con los gastos. Según él, todo valía la pena con tal de aminorar la bomba que iba a lanzar en la cena del día siguiente.
—Busquemos algo como bombones o unas gomitas —sugirió Agustín mientras empujaba el carrito hacia la parte de las golosinas. Se detuvo frente a unos estantes que contenían una gran variedad de cajas. Tomó un par—. Este es para tu prima y este es para tu hermana. Como ella no va a venir se la voy a mandar con tus hermanos cuando regresen a Buenos Aires.
—Al revés, Tin, que si Fanny se entera que le vas a regalar una caja de bombones más barata que la de Romi se te va a armar un quilombo aparte.
—Carajo —se quejó el hombre y revisó de nuevo los precios—. Ah, mirá, aquí hay una buena oferta. Si llevo dos de éstos y uno de los grandes puede ligar Milena también.
—Yo diiiigo que no le compres nada a la tía porque cualquier cosa que le des te lo puede partir en la cabeza —comentó el chico.
—No me estás ayudando, mijo.
—¡Pero si te estoy ayudando, viejo! Sinceramente, ¿vos crees que haya algo, aparte de los perritos, que a mi tía la haga sonreír?
—Puedo regalarle otro perrito más. O un gatito. Habrá que preguntarle al Capi si tiene gatitos para regalar o si sabe de algún vecino que tenga.
—O mejor sigamos dando vueltas hasta que se me ocurra algo para calmar la ira de mi tía.
Siguieron por los pasillos. Al llegar a la parte de la carnicería vieron en exhibición unos pocos pescados congelados que había. Agustín, de inmediato, evocó la imagen de su padre y de cuánto le gustaba cocinar pescado a la parrilla, su especialidad.
—¿Qué te pasa? —preguntó Juanchi al verlo pensativo.
—Nada, mijo, nada —señaló la vidriera—. Estaba pensando que, cuando todo esto se aclare y hagamos la reunión familiar para presentar a Matías, podemos hacer una parrillada.
—Seguro que al abuelo le va a encantar la idea —contestó el chico, también evocando la figura de su abuelo asando como el mejor, feliz de ver a su familia reunida en torno a una larga mesa, su proyecto de vida que lo tenía hinchado de orgullo.
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Editado: 07.07.2024