Hacia otro punto del país, más precisamente en Córdoba, Víctor cortaba otra llamada extraña que mantuvo con su hija Adela. La notaba extraña, como apagada, y ella insistía que no tenía nada. Su intuición no fallaba y por eso la gente solía "odiarlo" por decirlo así. Quería llamar a Rosario, pero no quería molestarla sabiendo que estaba en medio de los preparativos para sus vacaciones. Sin embargo, iba a dejar que las cosas "fluyeran", tal como siempre le decía su buen amigo Fran cada vez que lo veía con una idea en la cabeza y con intenciones de meterse en donde no le llamaban.
Unos golpecitos lo interrumpieron de sus pensamientos. Su mujer entraba al despacho con una carpeta y bolso en mano.
-Ya llegué, amor. ¿Cómo está todo?
-Muy bien. Hace media hora que Alejandro tomó algo con la medicación.
-¿Sigue en su habitación?
-Sí.
-¿Ha llamado alguien?
-No.
La mujer suspiró. Si bien el peligro del corazón era tiempo pasado y con la medicación iba todo de maravillas, el fantasma de la depresión se hacía presente. Alejandro aceptó buscar ayuda en la terapia. No había dudas de que era hijo de Víctor Montero cuando sacaba las garras; le costaba mucho pedir ayuda y para ello tuvo que doblegar su orgullo.
-¿Por qué no vas a cambiarte mientras yo hago un poco de jugo para unos tererés?
-Te la jugaste, Vico -le dijo ella y, por primera vez en mucho tiempo, le sonrió feliz.
Le lanzó un beso al aire y subió las escaleras. Lo más seguro es que primero iría a ver a su hijo y luego se ocuparía de ella misma. Él, por su parte, estaba por levantarse de su asiento cuanto el teléfono sonó. Levantó el tubo.
Era su sobrino mayor. Sonrió y le contestó el saludo con el mismo amor que el chico le dedicaba a él. Sin duda, ese joven era su adoración, casi su primer hijo, por el que aprendió de la manera más insólita a ser paciente, compañero, solidario. Gracias a su nacimiento, de manera milagrosa, cambió su comportamiento y dejó de ser un ogro con su hermana, aunque no se salvaría "del castigo del villano", como pasaba en las novelas.
Diego estaba buscando trabajo como profesor de apoyo en un centro de aprendizaje y, como requisito, le pedían que armara un CV. Víctor entró a su email y siguió las indicaciones dadas por su sobrino para que abriera el archivo, leyera el documento y le diera su opinión. Así hizo, entró a su correo de Hotmail y abrió el documento.
Observó todo con atención. Le parecía mentira que haya pasado tanto tiempo y que su sobrino estuviera a un año de finalizar su cursada. Era muy inteligente, bueno y seguro sería un joven muy trabajador y responsable como para ocupar un puesto en el lugar que pretendía aplicar.
-Está muy bien, hijo. Espero que tan pronto cómo te acepten me avises así celebremos. Claro que estoy seguro.
Al cabo de unos minutos cortó la llamada y volvió a leer. Tanto él, como su hermana Tatiana, sentían que sus vidas estaban bien pero que el rumbo que buscaban era distinto. Uno de ellos sugirió la idea de ir a Villa de Merlo, empezar de nuevo. Había una historia que los había marcado en su juventud. Dado a que los años pasaron, sabían que aquello de huir de ciertas personas no era lo más sano y sensato, más tratándose de personas que ahora eran adultas. También era momento de poner todo sobre la mesa y dejar en claro cómo estaban las cosas, de contar algunos secretos que podían causar dolor, pero, a la vez, saber que la vida de cada persona es un mundo lleno de infinitos caminos y decisiones que uno es libre de tomar... con todo y sus consecuencias.
Víctor releyó el CV de su sobrino que abarcaba la pantalla de su PC.
Diego Rosales Montero, nacido el 4 de septiembre de 1986...
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Editado: 07.07.2024