El camino de regreso fue horrible. Cada hora que pasaba, Fernando se sentía cada vez más vacío por dentro y pasaba todo el tiempo fuera de las habitaciones del barco, mirando hacia España en todo momento. No comía mucho durante el viaje, lo que preocupaba sobremanera a doña Lorena, pues no sabía de qué mal padecía; pero Perla comprendía la causa.
Cuando el barco llegó a la bahía de la que habían zarpado, Fernando contempló de nuevo la tierra que llamaba su hogar, pero ¿de qué sirve un hogar si no está la persona con quien compartirlo? Cuanto más pasaban los minutos, más profundo se sumía en su tristeza y, durante todo el camino de regreso a Santiago de los Caballeros, no dijo ni murmuró una sola palabra. Todo el trayecto estuvo mirando hacia afuera del carruaje, lo que comenzó a molestar a doña Lorena.
Al llegar a la ciudad, su padre salió a recibirlos con mucha alegría, y fue la primera sonrisa que Fernando mostró durante todo el viaje.
A pesar de la gran tristeza que sentía, no la mostró frente a su padre; sabrá Dios por qué. Quizá fue miedo, quizá la alegría de volver a verlo, pero eso alivió a Perla. Cuando llegaron a su casa, Don Lorenzo comenzó a preguntar sobre el viaje, pero Fernando salió a los jardines para evitar la charla. Afuera, vio a lo lejos a un trabajador de su padre en el establo, alguien a quien estimaba, y se dirigió hacia él.
—Joven Fernando. Pensé que estarían ausentes mucho más tiempo.
—Para nada, Manuel. Tengo que asegurarme de que hagas bien tu trabajo.
—De eso puede encargarse su padre —replicó, corriendo a darle un cálido abrazo de bienvenida.
—Creí ver a tu padre, no a ti. ¿Le sucedió algo?
—Cayó enfermo hace dos días y vine a hablar con su padre para cubrirlo mientras se recupera.
—Espero que se recupere pronto.
—Gracias por sus buenos deseos. ¿Qué tal le fue en España?
—Un poco de todo —dijo Fernando con una pequeña sonrisa—. Conocí gente interesante y también a la mujer que amo.
—Duro caso. A un conocido lo enviaron al sur y su esposa embarazada quedó aquí. El pobre hombre no verá a su hijo nacer.
—Por ese y otros motivos, mi padre odia la esclavitud. Es inhumano despojar a una persona de su vida por el bien de otra.
—Casi le pasó también a la hermana de mi prometida. Un maldito inglés iba a llevarla a Nueva Granada, pero gracias a Dios el barco desapareció en el mar.
—No sabía que te habías comprometido. Me alegro por ti.
—Muchas gracias, y sí, me comprometí hace una semana. Espero que puedas asistir.
—¿Cuándo se llevará a cabo?
—En dos semanas, en la iglesia de la ciudad. No fue sencillo lograr que se casara conmigo.
—Supongo que así es con las mujeres —dijo Fernando riéndose un poco—. Espero en algún momento tener la oportunidad.
—La tendrás, pero no te precipites. Espero que no te resulte tan difícil como a mí. Las mulatas son complicadas.
—Si así son ellas, no quiero ni imaginarme a las indias. Ha de ser una pesadilla —comentó Fernando.
—Tuve el privilegio de cortejar a una y créeme, es muy difícil persistir, pero son buenas mujeres. Solo observa el ejemplo de mi madre.
Justo entonces, Perla llegó a interrumpir de manera muy educada. Tomó a Fernando, le susurró algo al oído y luego se despidió de Manuel, prometiéndole que asistiría a la boda. Ya dentro de la casa, Fernando comenzó a hablar con su padre sobre lo sucedido en España. Habló de sus amigos, de la fiesta de “El inglés”, pero en ningún momento mencionó a Luisa ni a Rachel. Las risas y las bromas se escuchaban por toda la casa entre Don Lorenzo y Fernando.
Al notar esto, Perla creyó que su hermano estaba bien y, al caer la noche, primero se retiró a su habitación. Leyó un poco, sacó la ropa de las maletas y, a la media hora, se quitó la ropa quedándose en su camisón blanco. Luego se sentó frente al espejo a cepillarse el cabello durante unos segundos. Después, alguien llama a la puerta. Era Fernando así que lo dejó entrar.
—Sé que me has notado muy extraño estos últimos días, y es obvio por qué, pero no quiero que te preocupes demasiado por mí.
—Eres mi hermano, Fernando. Y por más que peleemos o pase lo que pase, no dejaré de preocuparme por ti, así que no me pidas cosas de ese tipo —respondió, viéndolo por el espejo.
—No es una petición, Perla. Te lo digo porque si tú estás tratando de hacerme sentir mejor, mi agonía se hará más notoria y no quiero que se note.
—Fernando —dijo Perla, dejando el peine en el mueble y suspirando mientras lo volteaba a mirar—. Nuestra madre estuvo insistiendo en saber qué te pasaba y, para ayudarte, no le dije nada.
—Eso te lo agradezco, pero…
—Fernando, no me pidas que guarde un secreto que ni tú mismo puedes guardar. Sé que te duele haber dejado a Luisa en España, pero te ama y seguirá amándote aunque tardes mil años en regresar. Además, tienes la solicitud del rey; deberías dejar que mi padre la vea.
—Ese es otro miedo que surge… que mi padre no quiera aceptarlo.
—Por el amor de Dios —dijo, poniéndose de pie—. No llevamos ni un día aquí de regreso. Mañana se lo dirás sin objeciones.
—Quiero que me digas solamente una cosa.
—No quiero que divagues, dímelo sin tapujos —dijo volviéndose al espejo.
—¿Qué fue lo que hiciste en España? Y si realmente soy alguien de tu confianza, me lo dirás.
—¿Prometes no decirle nada a nadie?
—Nunca he revelado un secreto, Perla. Y lo sabes.
—Bueno, verás… En la fiesta donde conociste a Luisa, conocí a un joven. Era agradable y muy bueno para platicar. Se llama Francisco. Nunca creí que un hombre podría hacerme sentir lo que él hizo con sus palabras, pero le dejé muy en claro que no era de España y que nuestras visitas no eran frecuentes.
—¿Entonces, mientras yo averiguaba sobre Luisa, tú estabas con ese tal Francisco?
—Claro, así es —respondió Perla, nerviosa.
—Supongo que tenías que habérmelo dicho. Te hubiera podido ayudar en algo.