Una colombiana en Mauthausen

PARTE 1: INICIO DE UN TESTIMONIO DE UNA PINTORA FRUSTRADA

Capítulo 1

Bogotá, 1965

La ciudad que nunca duerme

El aire frío de la noche bogotana se filtraba por las rendijas de puertas y ventanas, arrastrando consigo el aroma del café, el ron barato y el humo de cigarrillos a medio consumir. Las calles adoquinadas de La Candelaria reflejaban el resplandor de los faroles antiguos, mientras sombras alargadas deambulaban entre la bruma.

Los cafés y bares bullían con la misma melancolía de siempre: la de una ciudad que nunca dormía del todo, donde los ecos de la radio traían noticias de un mundo que seguía cambiando demasiado rápido. Los buses se están circulando en las vías y los periódicos del día, arrugados en las aceras, anunciaban las tensiones políticas en Latinoamérica, la guerra en Vietnam y los cambios en Europa.

En una de esas esquinas, el cartel de madera de un café-bar oscilaba levemente con la brisa. El Rincón del Rosario era un refugio de almas extraviadas: artistas frustrados, bohemios sin rumbo y hombres que buscaban compañía efímera. Las paredes, cubiertas de cuadros de pintores olvidados, parecían absorber las historias susurradas en la penumbra.

Detrás de la barra, Aníbal servía tragos con la indiferencia de quien ha visto demasiados sueños marchitarse. Entre las mesas, mujeres de vestidos ajustados y miradas furtivas deslizaban bandejas con licor, encendían cigarrillos con los labios pintados y ofrecían sonrisas ensayadas.

Fue en ese ambiente que Martín, un periodista argentino de mirada inquisitiva y gesto cansado, empujó la puerta del bar.

-¡Buenas noches! -saludó con acento porteño, acercándose a la barra-. ¿Qué me recomiendas?

Aníbal lo miró sin mucho interés antes de servirse su propio trago.

-Un tinto, extranjero. Aquí no servimos cosas complicadas.

Martín tomó el café negro entre las manos, dejando que el calor le recorriera los dedos. Observó con detenimiento a las mujeres que se movían entre las mesas, algunas riendo, otras con la mirada perdida en la música de fondo. Entonces la vio.

Sofía Reyes.

Su cabello oscuro caía en ondas desordenadas sobre sus hombros. Sus labios rojos se curvaron en una sonrisa a medias cuando se acercó con una bandeja en la mano.

-¿Te gustaría un poco de compañía, caballero?

-Nunca es mala idea tener buena compañía -respondió Martín, esbozando una sonrisa.

-Sofía -se presentó ella, extendiendo la mano.

-Martín -respondió él, estrechándola con firmeza.

A diferencia de otras mujeres en el bar, Sofía no parecía estar allí solo para entretener a los clientes. Había algo en su mirada, una mezcla de cansancio y desafío, como si escondiera un secreto bajo cada palabra.

-¿Eres escritor o algo así? -preguntó ella, señalando el cuaderno que él llevaba bajo el brazo.

-Periodista -contestó Martín-. Busco historias que valgan la pena contar.

Sofía sonrió con ironía.

-Este lugar está lleno de historias... algunas de las cuales nunca salen de aquí.

Conversaciones en la penumbra

Se sentaron en un rincón apartado, donde el bullicio del bar se convertía en un murmullo lejano. Martín notó la forma en que Sofía encendía un cigarrillo sin prisa, inhalando el humo como si cada bocanada le diera un momento más de calma.

-¿Y qué historia buscas? -preguntó ella, exhalando el humo en un suspiro.

-Las que nadie quiere contar -respondió Martín-. Las que se esconden entre líneas.

Sofía rió, un sonido bajo y amargo.

-Eso suena peligroso.

-A veces lo es. Pero es lo único que vale la pena.

Ella jugó con el cigarrillo entre los dedos, su mirada clavada en la mesa por un instante.

-¿Sabes lo que pasa con las historias que nadie cuenta? -dijo finalmente-. Se convierten en fantasmas.

Martín la observó con más atención. En su tono no había simple coquetería. Había algo más. Algo enterrado.

-Y tú, ¿eres un fantasma?

Sofía no respondió de inmediato. Sus ojos oscuros se fijaron en los de él, sosteniendo la mirada más tiempo del necesario.

-Supongo que depende de quién mire.

El reloj del bar marcó las dos de la mañana cuando la botella de ron estaba a medias y las palabras flotaban con más facilidad. Martín le habló de Buenos Aires, de cómo había llegado a Bogotá buscando algo que ni él mismo sabía definir. Ella, por su parte, habló del arte, de cómo en otra vida habría sido pintora.

-Quiero mostrarte algo -dijo de pronto, poniéndose de pie.

Martín la siguió a través de una puerta trasera que daba a un pasillo angosto, iluminado por una única bombilla amarillenta. Al final, una pequeña habitación servía como su refugio. Lienzos inacabados descansaban contra las paredes, pinceles manchados de óleo se esparcían sobre una mesa, y el olor a trementina flotaba en el aire.

-Bienvenido a mi mundo -susurró ella, encendiendo una lámpara de escritorio.

Martín recorrió los cuadros con la mirada. Eran perturbadores. Mujeres de ojos vacíos, figuras atrapadas en sombras indefinidas, rostros a medio desvanecer.

-¿Son autorretratos? -preguntó él.

Sofía se giró hacia él con una sonrisa amarga.

-Tal vez. O tal vez solo sean fantasmas.

III. Los secretos de Sofía

Ella dejó caer su saco sobre una silla y desabotonó lentamente la blusa, deslizándola por sus hombros hasta dejarla caer al suelo. No había prisa en sus movimientos, ni vergüenza. Solo una certeza silenciosa.

-Dibújame -susurró, colocando un carboncillo en su mano.

Martín se acercó, trazando líneas sobre el papel, capturando la historia grabada en cada sombra de su piel. Pero no era solo su imagen lo que quería guardar. Era todo lo que no se decía.

Cuando sus manos se encontraron, el carboncillo rodó al suelo. Un instante después, sus labios se unieron en un beso lento, cargado de algo más que deseo. Bajo la penumbra, se buscaron con la urgencia de los encuentros que importan.




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