Una colombiana en Mauthausen

Capítulo 2

Medellín, 1938

Medellín en 1938 era una ciudad en crecimiento, donde las fábricas textiles marcaban el ritmo de la economía y el eco de las campanas de las iglesias recordaba la fuerte influencia del catolicismo. Las mujeres, en su mayoría, estaban destinadas a ser amas de casa, costureras o maestras. Los hombres lideraban los negocios, la política y la educación superior. Para alguien como Sofía, con sueños de ser artista, la sociedad ofrecía pocas opciones.

En la pequeña casa del barrio Boston, Sofía se despertaba con el sonido de los vendedores ambulantes pregonando frutas y verduras en la calle empedrada. Su madre, Beatriz, ya estaba en la cocina, preparando café y arepas mientras revisaba telas y patrones para sus clientas. Su padre, Alberto, un hombre de rostro severo y manos curtidas por el trabajo en una empresa de construcción, leía el periódico con el ceño fruncido.

Hernán, su hermano mayor, se preparaba para ir a la oficina de ingeniería donde trabajaba como auxiliar. Sofía, en cambio, tomaba su cuaderno de bocetos y se perdía en sus dibujos antes de ayudar a su madre con los encargos de costura.

—Siempre con ese lápiz en la mano —comentó Beatriz con una sonrisa cansada—. ¿No te cansas de dibujar?

—No, mamá. Me hace sentir libre.

Beatriz suspiró. Aunque amaba a su hija, le preocupaba que su pasión por el arte la alejara de un futuro estable.

La Graduación y el Sueño de París

La ceremonia de graduación había sido sencilla. En una pequeña sala del colegio femenino, sin toga ni birrete, Sofía había recibido su diploma de bachillerato.

Manuel, su mejor amigo y uno de los pocos que comprendía su ambición, la felicitó con entusiasmo.

—¡Lo hiciste, Sofía! —dijo entregándole el diploma—. Eres una de las mejores de la clase.

Sofía sonrió, pero en su mente solo existía un pensamiento: París. Había leído sobre la École des Beaux-Arts en los libros de la biblioteca pública y había visto fotografías de sus aulas llenas de luz y de obras maestras.

Cuando llegó a casa esa noche, supo que tenía que hablar con su familia.

Después de la cena, se armó de valor. Su padre leía el periódico, Hernán revisaba una carta, y su madre tejía.

—Mamá, papá… Tengo algo que decirles.

Beatriz levantó la vista.

—¿Qué pasa, hija?

Sofía respiró hondo.

—He decidido que quiero ir a París a estudiar en la Escuela de Bellas Artes.

El silencio cayó como un peso sobre la sala.

—¿París? —repitió Hernán—. ¿Sabes lo que estás diciendo?

—Claro que sí —respondió Sofía—. Es mi oportunidad.

Alberto dejó el periódico sobre la mesa.

—Sofía, no sé de dónde sacas esas ideas. ¿Cómo piensas costear un viaje así?

—¡Puedo ganar una beca! He estado investigando, y hay programas para estudiantes extranjeros.

Beatriz dejó las agujas de tejer sobre su regazo.

—Mija, eso suena muy bonito, pero nuestra vida está aquí. No somos ricos. ¿Cómo piensas vivir en otro país?

Sofía sintió que su pecho ardía.

—Mamá, papá… Tengo talento. ¡Puedo demostrarlo!

—Eso no es suficiente —intervino Hernán—. La vida en Europa no es fácil. No sabes lo que pasa allá.

—Débora Arango también es de Medellín, y ella logró ser artista —insistió Sofía.

Su padre se cruzó de brazos.

—Débora Arango es una excepción. Tú necesitas algo seguro.

Sofía sintió lágrimas ardiendo en sus ojos, pero no podía rendirse.

—Siempre me han dicho que debo ser práctica, pero nadie pregunta qué quiero yo.

Beatriz miró a su esposo, esperando una respuesta definitiva. Alberto suspiró.

—No digo que no puedas intentarlo, pero debes ser realista.

Sofía se sintió frustrada, pero no derrotada.

—Voy a encontrar la manera.

Esa noche, se encerró en su cuarto. París seguía pareciendo inalcanzable, pero no podía permitir que sus sueños murieran.

Se sentó frente a su caballete.

Pensó en Débora Arango, en sus cuadros que escandalizaban a la sociedad. Pensó en la libertad de expresar su verdad sin miedo.

Tomó un pincel y comenzó a pintar.

Los colores se mezclaban en el lienzo mientras su mente viajaba a París, a los grandes estudios donde algún día perfeccionaría su arte.

Cada pincelada era una promesa:

Haré que me escuchen. Haré que me vean.

Comienzos de 1939

Meses después, Sofía se encontró con Manuel en la plaza central de Medellín. El sol iluminaba la fuente de piedra donde solían sentarse a conversar después de clases.

—Entonces… ¿cómo estuvo la conversación con tu familia? —preguntó Manuel mientras sacaba una manzana de su bolso y le daba un mordisco.

Sofía suspiró, abrazándose las rodillas.

—Como lo esperaba. Dicen que es un sueño imposible. Que no tenemos dinero, que la vida en Europa es difícil.

Manuel frunció el ceño.

—Pero no es imposible. Si hay una beca, ¿por qué no intentarlo?

—Eso mismo les dije —respondió ella—. Pero no lo ven.

Manuel guardó silencio por un momento. Luego sacó un recorte de periódico doblado y se lo tendió.

—Tal vez esto ayude.

Sofía lo tomó con curiosidad. Era un artículo sobre la Escuela de Bellas Artes de París y cómo algunos artistas latinoamericanos habían logrado estudiar allí gracias a financiamientos internacionales.

—¡Manuel! ¿Dónde encontraste esto?

—En la biblioteca. Sabía que no te darías por vencida, así que lo busqué.

Sofía sintió un nudo en la garganta. Tener un amigo que creyera en ella significaba más de lo que podía expresar.

—Eres el mejor.

—Lo sé —respondió él con una sonrisa.

Mientras releía el artículo, la idea de la beca se hizo más real. Tenía que intentarlo.

Esa tarde, fue a la biblioteca pública.

El aire olía a papel viejo y tinta, y el sonido de páginas pasando llenaba el ambiente. Se dirigió a la sección de arte, donde buscó libros sobre la Escuela de Bellas Artes.




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