Junio de 1940 – La llegada a Lyon
El tren avanzaba con lentitud por la campiña francesa, sorteando las vías colapsadas por convoyes militares y columnas de refugiados que huían del avance alemán. Desde la ventanilla, Sofía observaba los campos dorados de trigo, inclinándose suavemente con el viento, ajenos a la desesperación que se extendía por el país. El traqueteo del vagón y el murmullo apagado de los pasajeros llenaban el aire con una sensación de inquietud contenida.
Lucile, sentada a su lado, sostenía su bolso con ambas manos, los nudillos blancos de tanta presión. Murmuraba una oración en francés, apenas audible, con los labios temblorosos.
—¿Crees que Lyon será segura? —preguntó Sofía en voz baja.
Lucile tardó en responder. Su mirada se perdió en el paisaje hasta que finalmente susurró:
—Pour l’instant… mais rien ne dure en temps de guerre. (Por ahora… pero nada dura en tiempos de guerra).
El viaje había sido agotador. Sofía y Lucile llevaban días en movimiento, deteniéndose en estaciones saturadas de refugiados. En cada parada, el tren se llenaba aún más: mujeres con niños aferrados a sus faldas, ancianos con maletas improvisadas, soldados con miradas perdidas. Algunos hablaban en susurros sobre la rendición de París, otros preferían guardar silencio, como si poner en palabras la derrota la hiciera más real.
Cuando el tren llegó a la estación de Perrache en Lyon, un murmullo de alivio y desesperación recorrió el vagón. Al bajar, el andén estaba atestado de gente. Los gritos de los vendedores ambulantes se mezclaban con llantos de niños y el sonido de pasos apresurados. La multitud se movía como una marea caótica, cada uno buscando su propio refugio en la ciudad.
Lucile se giró hacia Sofía y le tomó la mano.
—Ne me lâche pas. (No me sueltes).
Sofía asintió, sintiendo el sudor en la palma de su amiga. Juntas avanzaron entre la gente, esquivando maletas y cuerpos extenuados. Al salir de la estación, un aire caliente y cargado de polvo las recibió. Lyon no era París, pero su arquitectura imponente y sus calles adoquinadas parecían resistir con dignidad el caos que la guerra imponía sobre Francia.
Caminaron por la ribera del Ródano, siguiendo el camino hacia un barrio modesto donde vivían los padres de Lucile. Las calles estaban más silenciosas de lo esperado, como si la ciudad contuviera la respiración. Algunos transeúntes lanzaban miradas fugaces, sospechosas, como si intentaran descifrar quién llegaba a la ciudad en tiempos tan inciertos.
Al llegar a una pequeña casa con persianas de madera azul gastada, Lucile llamó a la puerta con insistencia. Tardó unos segundos, pero pronto se escucharon pasos apresurados. La puerta se abrió con un chirrido y una mujer de cabello encanecido y delantal de lino apareció en el umbral.
—Mon Dieu… —susurró antes de envolver a Lucile en un abrazo apretado—. J’ai cru que je t’avais perdue. (Dios mío… Creí que te había perdido).
—Nous sommes bien, maman. (Estamos bien, mamá) —respondió Lucile, su voz ahogada por la emoción.
Sofía, de pie junto a ellas, sintió un nudo en la garganta. Madeleine Laurent se separó de su hija y la miró con ojos curiosos pero amables.
—Et qui est cette jeune fille? (¿Y quién es esta joven?)
Lucile se apresuró a responder.
—C’est mon amie Sofía, une artiste colombienne. Elle m’a beaucoup aidée. (Es mi amiga Sofía, una artista colombiana. Me ha ayudado mucho).
Henri Laurent, un hombre de cabello canoso y gafas redondas, apareció en la puerta con una expresión seria. Observó a Sofía por un instante antes de preguntar con voz grave:
—Vous êtes espagnole? (¿Eres española?)
Sofía sintió la intensidad de su mirada y respondió con respeto:
—Non, monsieur, je suis colombienne. (No, señor, soy colombiana).
Henri inclinó levemente la cabeza, como sopesando la información. Antes de que pudiera decir algo más, Madeleine tomó las manos de Sofía entre las suyas, transmitiendo calidez con el gesto.
—Peu importe d'où tu viens, tu es la bienvenue ici. (No importa de dónde vengas, eres bienvenida aquí).
Sofía sintió una punzada de alivio. Después de días de incertidumbre, finalmente tenía un techo seguro sobre su cabeza.
—Merci, madame… (Gracias, señora…) —murmuró con esfuerzo en francés.
Madeleine le dedicó una sonrisa suave.
—Tu dois être épuisée. Entrez, vite. (Debes estar agotada. Entren, rápido).
Dentro de la casa, el aire olía a pan recién horneado y a café. La sala era modesta pero acogedora, con muebles de madera oscura y una chimenea apagada. Henri cerró la puerta tras ellas y se quedó de pie, observándolas con la prudencia de un hombre que ha visto tiempos difíciles.
—Les choses sont compliquées en ce moment. (Las cosas están complicadas en este momento) —dijo en un tono neutro—. Beaucoup de réfugiés, beaucoup de peur. (Muchos refugiados, mucho miedo).
Lucile asintió y tomó asiento en un sillón desgastado. Sofía, sintiéndose aún una extraña, permaneció de pie hasta que Madeleine le hizo un gesto para que se sentara.
—Vous avez faim? (¿Tienen hambre?) —preguntó la mujer, ya dirigiéndose a la cocina sin esperar respuesta.
Lucile y Sofía se miraron con complicidad. La última comida decente que habían probado había sido días atrás.
—Oui, maman. Très faim. (Sí, mamá. Mucha hambre).
Madeleine desapareció en la cocina mientras Henri se sentaba en un viejo escritorio, encendiendo un cigarro.
—Alors, Sofía… Tu es artiste? (Entonces, Sofía… ¿Eres artista?)
Sofía dudó un segundo antes de responder.
—Oui, monsieur. J’étudiais les beaux-arts à Paris… avant la guerre. (Sí, señor. Estudiaba bellas artes en París… antes de la guerra).
Henri asintió lentamente.
—C’est un monde difficile pour les artistes en ce moment. (Es un mundo difícil para los artistas en este momento).
Sofía no pudo evitar pensar en sus bocetos olvidados, en los lienzos que había dejado atrás cuando la guerra la obligó a huir.