Una colombiana en Mauthausen

Capítulo 5

Noviembre de 1942 – La ocupación alemana de Lyon

El aire en Lyon estaba impregnado de un frío que penetraba hasta los huesos, como una sombra que se deslizaba por las calles adoquinadas de la ciudad. Era un frío que no solo se sentía en el cuerpo, sino que calaba hasta el alma, envolviendo a los habitantes en un manto de temor y desesperanza. Con cada día que pasaba bajo la ocupación alemana, la vida cotidiana se tornaba más sombría. La luz del día parecía más tenue, como si el sol se negara a brillar sobre un mundo que se desmoronaba. Las risas y las charlas del café que solían ser ecos de alegría ahora se habían convertido en murmullos temerosos, entrelazados con la inquietante presencia de soldados alemanes.

Sofía y Lucile trabajaban en un café que había sido, en tiempos mejores, un lugar de encuentro vibrante. Las paredes estaban adornadas con fotografías en blanco y negro de clientes sonriendo, momentos congelados en el tiempo que contrastaban con la atmósfera opresiva de aquel noviembre. Ahora, la clientela se había reducido a los soldados, cuya mera presencia hacía que el aire se volviera denso, casi irrespirable.

Un grupo de soldados entró al café, sus botas resonando en el suelo de madera, como un tambor que marcaba el ritmo de una guerra silenciosa. Sofía sintió un escalofrío recorrerle la espalda, una sensación que se había vuelto familiar. Se obligó a no mostrar miedo, aunque su corazón latía con fuerza, cada golpe un recordatorio del peligro que enfrentaban. Mientras llenaba dos jarras de cerveza, miró a Lucile, que estaba en la barra opuesta, sus ojos oscuros reflejando una mezcla de odio y desafío.

—Zwei Bier, schnell! (¡Dos cervezas, rápido!) —ordenó un soldado de la Wehrmacht, su voz resonando con una autoridad fría.

Sofía se acercó a la barra, llenando las jarras, su mano temblando ligeramente.

—Ici, vous avez (aqui tienes) —dijo en francés, evitando el contacto visual mientras entregaba las jarras. Era un ritual que habían aprendido a dominar: servir con una sonrisa, ocultando el miedo tras una fachada de normalidad.

Lucile, sin embargo, no podía contener sus sentimientos. Observaba a los soldados con una mezcla de desprecio y rabia, su puño apretado contra la barra.

—¿Vous ne pouvez pas voir ce qu'ils font? (¿No puedes ver lo que están haciendo?) —murmuró, su voz temblando con indignación—. Estos hombres son monstruos.

—Lo sé, pero debemos tener cuidado. No podemos arriesgarnos a que nos vean de manera sospechosa —respondió Sofía, manteniendo la voz baja. La tensión en su pecho crecía, un nudo de ansiedad que la mantenía alerta.

La Resistencia estaba comenzando a organizarse en la ciudad. Aunque no estaban directamente involucradas, su simpatía no pasaba desapercibida. Con frecuencia, podían ver a los miembros de la Resistencia cruzar miradas furtivas en el café, compartiendo información en susurros. Era un signo de que la lucha comenzaba a gestarse en las sombras, un murmullo constante de conspiración que palpitaba bajo la superficie.

—¿Y si los delatamos? —dijo Lucile, sus ojos brillando con determinación—. Tal vez deberíamos hacer algo.

Sofía la miró, sintiendo el frío de la realidad. —No estamos preparadas. No tenemos armas, y ellos… —hizo un gesto hacia los soldados—. Ellos tienen el poder.

Lucile se mordió el labio, su frustración evidente. —Pero no podemos quedarnos de brazos cruzados mientras ellos arruinan nuestras vidas.

Mientras servía, Sofía recordó los días en que el café estaba lleno de risas y música. Un leve temblor de nostalgia la invadió, pero fue rápidamente ahogado por el sonido de las risas burlonas de los soldados. Uno de ellos, un hombre de rostro severo con una cicatriz en la mejilla, la miró de reojo y sonrió con desdén, como si conociera su historia y decidiera burlarse de su sufrimiento.

—Gib mir einen Kaffee. Und lass es stark sein (Dame un café. Y que sea fuerte) —dijo, su acento marcado llenando el aire de desprecio.

Sofía, sintiendo que el estómago se le revolvía, asintió y comenzó a preparar la bebida. Mientras el aroma del café se mezclaba con la tensión palpable, un pensamiento le cruzó la mente: ¿sería este el último día en que su vida aún contaba como un pequeño destello de normalidad?

El sonido del café goteando era un eco de su propia incertidumbre. Lucile se acercó, sus ojos ardían con una mezcla de coraje y desesperación. —No podemos permitir que nos aplasten así. La Resistencia necesita gente. Deberíamos arriesgarnos.

—Es peligroso, Lucile. No podemos actuar sin pensar —advirtió Sofía, su voz apenas un susurro.

En ese instante, un grito resonó desde la calle. Un grupo de personas corría, y la angustia se instaló en el café. Sofía y Lucile intercambiaron miradas, sabiendo que la situación podía volverse peligrosa en un abrir y cerrar de ojos. La noche se volvió aún más oscura mientras los soldados se levantaban, su atención desviada hacia el tumulto afuera.

—¿Qué está pasando? —preguntó uno de los soldados, su expresión ansiosa.

Sofía sintió el sudor frío correr por su espalda. —No lo sé —respondió, intentando sonar despreocupada, aunque su corazón latía con fuerza.

La tensión era palpable. Los murmullos de los otros clientes aumentaron, un miedo colectivo se apoderaba del lugar. Los soldados comenzaron a acercarse a la puerta, y Sofía se sintió atrapada, como un ratón en la trampa.

—Eres una cobarde, Sofía —dijo Lucile, su voz baja pero incisiva—. Siempre has tenido miedo de arriesgarte.

—No se trata de cobardía, se trata de sobrevivir —replicó Sofía, sintiendo cómo su pulso se aceleraba.

Justo en ese momento, un grupo de personas que huían pasó corriendo por delante del café, y un soldado salió al exterior, gritando órdenes en alemán. La puerta se cerró de golpe, y el sonido resonó como un disparo en el silencio que había caído sobre el café.

—¡Schnell! (¡Rápido!) —gritó el soldado, su voz dura como el acero.




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