Lyon, diciembre de 1941
A la tenue luz de una vela, Sofía se sentó en la esquina de la mesa. La pluma danzaba lentamente sobre el papel. El susurro del viento entre los árboles, al otro lado de la ventana, era la única melodía que rompía el silencio en la casa de los Laurent. Con la caligrafía meticulosa que la caracterizaba, comenzó a trazar las palabras de una carta que sabía que jamás enviaría, pero cuya escritura era un bálsamo para la tensión que oprimía su pecho.
“Queridos papás y Hernán:
Espero que este mensaje los encuentre bien, aunque la distancia y las circunstancias me hacen dudar de su llegada. La incertidumbre se cierne cada vez más sobre Lyon, pero quiero asegurarles que me encuentro a salvo. He tomado la decisión de permanecer en Francia hasta culminar mis estudios en la Escuela de Bellas Artes de París. Sé que esta elección difiere de sus expectativas, pero en estos tiempos convulsos, la inestabilidad redefine nuestros caminos. La vida aquí, aunque marcada por la dificultad, me ha brindado valiosas lecciones. Los alemanes aún no han ocupado la ciudad, y las noticias de las batallas en el norte de África y en Rusia llegan como ecos distantes de una guerra que parece interminable. Sin embargo, mi determinación de seguir mi vocación como pintora permanece inquebrantable. No regresaré a Colombia hasta ver mi formación concluida. Confío en su comprensión.
Con todo mi amor, Sofía.”
Depositó la pluma sobre la mesa y exhaló profundamente, experimentando una agridulce mezcla de alivio y tristeza. La imposibilidad de mantener un contacto regular con su familia era una herida constante, pero la necesidad de plasmar sus sentimientos en papel, aunque fuera en secreto, era una pulsión irrefrenable.
Agosto de 1942
La noche envolvía la habitación de Lucile en una quietud cálida y densa. Sofía, recostada en la cama, contemplaba el techo mientras el murmullo lejano de la ciudad llegaba a sus oídos. Lucile dormía, como de costumbre, en ropa interior, una costumbre que Sofía había aprendido a aceptar con naturalidad. El silencio entre ellas era cómodo, aunque palpable de pensamientos tácitos.
—No voy a regresar a Colombia —murmuró Sofía en voz baja, como si sus palabras fueran un eco en la oscuridad—. Necesito terminar mi carrera. Mi anhelo es ser pintora, y París... París es el único lugar donde ese sueño puede florecer.
Lucile se giró, sus ojos brillando con una mezcla de comprensión y preocupación.
—Lo sé, Sofía. No quiero que te vayas. Pero, ¿y si la ocupación alemana se prolonga? —Suspiró, acurrucándose junto a Sofía—. Mi padre fue despedido de la universidad de Lyon. La sospecha recae sobre los profesores que no muestran colaboración. Mis hermanos, Jean y Marc, partieron hacia el norte para unirse a la Resistencia. Yo... yo también sigo mi propio camino, Sofía. Mantengo mi militancia comunista en la clandestinidad. Si los alemanes se retiran, podré culminar mis estudios en París. Pero hasta entonces, no puedo correr ese riesgo.
Sofía la observó, sintiendo una profunda mezcla de admiración y angustia. Lucile llevaba mucho tiempo inmersa en la lucha, y su vida estaba marcada por decisiones de una valentía que Sofía aún no se sentía capaz de emular.
—Te admiro tanto, Lucile —dijo Sofía, acariciando su hombro desnudo con suavidad—. Pero, ¿cómo logras vivir bajo esa presión constante?
Lucile esbozó una sonrisa triste.
—Es la única manera que conozco. No puedo permanecer indiferente mientras todo esto sucede. La lucha es el motor que me mantiene viva.
Un silencio denso, cargado de emociones contenidas, llenó la estancia. El rugido distante de los aviones alemanes resonaba como una amenaza inminente. Lucile apagó la lámpara de noche y se recostó de espaldas, con la mirada fija en el techo. Sofía la imitó, abrazándola por la cintura.
—No será por mucho tiempo —murmuró Lucile—. Solo necesitamos resistir. Mañana tenemos que trabajar.
Sofía asintió, sintiendo el peso de la guerra sobre sus hombros, pero también la fortaleza de la mujer a su lado. No hubo más palabras esa noche, solo la quietud de la oscuridad, el eco lejano de los aviones y la certeza de que sus destinos estaban entrelazados con los de Lucile, en un amor tan secreto como la lucha que ambas libraban.
Más tarde esa misma noche, cuando las luces se extinguieron y la oscuridad envolvió la habitación, un susurro cómplice rasgó el silencio.
—¿Recuerdas el cuadro? —preguntó Sofía en un suspiro casi inaudible, como si verbalizara un pensamiento efímero.
Lucile asintió en la penumbra, una suave sonrisa curvando sus labios.
—Lo guardé entre las telas. Nadie lo encontrará allí, Sofía. No podemos correr riesgos.
Ambas compartían el tácito entendimiento de que lo plasmado en aquel lienzo trascendía la mera representación artística. Era una manifestación íntima, un espejo de su amor clandestino y de la desnudez de sus cuerpos entrelazados, unidos en la fragilidad y la intensidad de su intimidad, inmortalizados en la quietud de la tela. Aquel cuadro, oculto entre los pliegues de su habitación, se erigía como un acto de resistencia silenciosa y un testimonio tangible de lo que compartían en un mundo empeñado en despojarlas hasta del último resquicio de su humanidad.
Noviembre de 1942 – La ocupación alemana de Lyon
El aire en Lyon estaba impregnado de un frío que penetraba hasta los huesos, como una sombra que se deslizaba por las calles adoquinadas de la ciudad. Era un frío que no solo se sentía en el cuerpo, sino que calaba hasta el alma, envolviendo a los habitantes en un manto de temor y desesperanza. Con cada día que pasaba bajo la ocupación alemana, la vida cotidiana se tornaba más sombría. La luz del día parecía más tenue, como si el sol se negara a brillar sobre un mundo que se desmoronaba. Las risas y las charlas del café que solían ser ecos de alegría ahora se habían convertido en murmullos temerosos, entrelazados con la inquietante presencia de soldados alemanes.