Comienzos de 1943
El invierno trajo más que frío a Lyon. Una mañana de febrero, el café, normalmente bullicioso con risas y conversaciones, se convirtió en un escenario de horror cuando la Gestapo irrumpió en su interior. La música que solía llenar el aire fue reemplazada por el crujido de las botas militares y el murmullo de voces autoritarias. Las luces del café brillaban intensamente, pero la calidez que ofrecían se desvaneció en un instante, dejándolas en un frío helador.
Pocos meses atrás, Sofía y Lucile habían regresado al café, no como camareras, sino como informantes de la Resistencia. Su vida había tomado un giro inesperado; arriesgaron sus vidas para obtener información sobre los movimientos de las tropas alemanas, creyendo que su contribución podría ayudar a otros a escapar de la opresión. Se sentían fuertes y decididas, dispuestas a luchar contra el régimen que había desgarrado sus vidas. Sin embargo, la esperanza se convirtió en terror cuando, en un giro cruel del destino, se encontraron en el punto de mira de la Gestapo.
— Alle an die Wand! (¡Todos contra la pared!) —gritó un oficial alemán, utilizando un intérprete que apenas podía ocultar su propio terror. Su voz resonó como un trueno en la sala, y la multitud, paralizada por el miedo, obedeció.
Sofía y Lucile se miraron, el miedo palpable en sus ojos, intentando disimular su pánico mientras los clientes se apresuraban a obedecer. Sofía sintió que su corazón latía con fuerza en su pecho, mientras el oficial se acercaba con pasos decididos. La sensación de impotencia la abrumaba.
—Es wurde berichtet, dass diese Frauen an verdächtigen Aktivitäten beteiligt waren (Se ha informado que estas mujeres realizan actividades sospechosas). —dijo un soldado, señalándolas con un dedo acusador. La desesperación se apoderó de Sofía.
No hubo tiempo para reaccionar. Fueron arrastradas, con las manos esposadas, hacia un camión. La multitud que antes las había visto como heroínas ahora las miraba con desdén y miedo. La desesperación y la confusión las acompañaron en el trayecto hacia una prisión en Lyon, donde las condiciones eran inhumanas. El aire era denso, y la desesperanza se mezclaba con el hedor de la suciedad y el encierro.
La prisión
En la prisión, la vida se convirtió en un ciclo interminable de desesperanza. Las semanas se arrastraban como un río lento, y la privación de libertad desgastaba su espíritu. Sofía y Lucile fueron recluidas en una celda oscura y húmeda, donde el frío penetraba en sus huesos. La luz era escasa, y el único sonido que rompía el silencio era el eco lejano de los gritos de otros prisioneros.
Cada día, eran sometidas a interrogatorios. Los guardias buscaban información, tratando de extraer nombres de otros miembros de la Resistencia. Sofía recordaba las noches en que se acurrucaban en la cama de paja, susurrándose palabras de aliento mientras se preguntaban cómo habrían llegado a esta situación. La incertidumbre sobre su futuro pesaba sobre ellas como una losa.
—¿Crees que alguien nos buscará, chérie? —preguntó Lucile una noche, su voz apenas un susurro.
—No lo sé, ma belle —respondió Sofía, sintiendo que la esperanza se desvanecía con cada palabra—. Pero debemos mantenernos fuertes. No podemos permitir que nos rompan.
El silencio se extendió entre ambas, espeso como la oscuridad que las rodeaba. Sin embargo, en medio de aquella desesperanza, surgió una necesidad distinta: la necesidad de sentir algo vivo, algo suyo, algo que no pudiera ser arrebatado.
Sofía extendió la mano y rozó el rostro de Lucile con los dedos. Su amada cerró los ojos y se recostó contra su palma, buscando calor en medio del frío incesante. Sin decir una palabra, se acercaron, hasta que sus frentes se tocaron.
Fue un beso tímido al principio, casi temeroso, pero pronto se transformó en algo más urgente, como si con cada caricia intentaran reconstruirse, recordar quiénes eran antes de ser reducidas a números en una celda.
En el suelo de paja, bajo la tenue sombra de la noche, se buscaron con desesperación y ternura. Se despojaron del miedo por un instante, compartiendo sus cuerpos en un acto de amor silencioso, intenso y necesario. No era solo deseo; era una promesa de que aún eran capaces de amar, de sentir, de pertenecer a algo más grande que su dolor.
Cuando sus cuerpos se entrelazaron, Sofía sintió que, por un momento fugaz, el muro que la prisión había construido alrededor de su alma se resquebrajaba. Lucile, aferrada a ella, sollozaba en silencio, no de tristeza, sino de algo parecido a la esperanza.
Después, permanecieron abrazadas, cubriéndose mutuamente con el calor de sus cuerpos exhaustos, como náufragas aferradas a la misma tabla en medio de un mar oscuro.
Fue entonces, en ese instante frágil de ternura, cuando la tenue voz de una radio clandestina rompió el silencio. Un prisionero había logrado encenderla.
La emoción se apoderó de Sofía. Se incorporó, con Lucile aún abrazada a su espalda, y aguzó el oído:
—“… el gobierno de Colombia ha declarado el estado de beligerancia contra Alemania. Se reafirma el compromiso con los aliados…”
Las palabras resonaban en su mente, como un rayo de sol que penetraba la oscuridad. Sofía se giró hacia Lucile, quien la miraba con asombro.
—¿Lo escuchaste, amor? —preguntó Sofía, sus ojos brillando con la emoción de la noticia.
—Sí, pero ¿qué significa? —respondió Lucile, su voz temblorosa.
—Significa que no estamos solas. Que otros países están luchando contra esto —dijo Sofía, sintiendo que la esperanza se encendía nuevamente en su pecho.
Sin embargo, esa chispa de esperanza fue efímera. A medida que pasaban los días, el horror de la realidad se hizo más evidente. Las condiciones de la prisión se deterioraban, y el suministro de alimentos se volvió escaso. Las mujeres en la celda se debilitaban, algunas caían enfermas, y la desesperanza se apoderaba de sus corazones.