Una colombiana en Mauthausen

Capítulo 11

Comienzos de 1945 - "El premio"

El tiempo en Mauthausen era una sombra interminable. Sofía había dejado de contar los días, pero aún registraba los rostros de las mujeres que cada mañana regresaban de la cantera o del taller de costura. También contaba los cuerpos que no volvían y los nombres que se desvanecían con el viento, arrastrados junto con la ceniza de los hornos.

Había aprendido rápido la lógica de aquel lugar: la muerte no era solo un destino, sino una constante. Vivía entre el hedor de la desesperanza y la brutalidad cotidiana. Sabía que cada jornada traía consigo una nueva forma de crueldad. Había visto a mujeres desplomarse de agotamiento en la cantera, a otras ser ejecutadas por un simple error, y a muchas más desaparecer sin explicación alguna.

Desde que había sido seleccionada para la llamada "Escuela de Arte" de Eva, supo que estaba atrapada en un nuevo infierno. Al principio, sintió un atisbo de alivio. No la enviaban a la cantera ni al taller de costura, donde las manos de las prisioneras terminaban destrozadas por las agujas y las máquinas. Pero pronto comprendió la verdadera naturaleza del lugar. No se trataba de arte ni de talento, sino de una humillación constante disfrazada de enseñanza. Aquel sitio no era un refugio, sino un juego macabro donde la brutalidad se manifestaba con cada pincelada errónea.

En la Escuela de Arte, las mujeres eran forzadas a crear obras que complacieran el gusto retorcido de Eva y sus superiores. Algunas debían pintar retratos de oficiales nazis; otras, ilustrar escenas idílicas que contrastaban con la terrible realidad del campo. A Sofía la obligaban a copiar grabados clásicos, pero la presión era asfixiante. Cualquier error podía significar un castigo, y la perfección era exigida a punta de amenazas.

Aquel día, el aire era denso. En la sala, Eva paseaba entre los dibujos con su expresión cruelmente satisfecha.

—Ich sehe Potenzial in einigen von Ihnen (Veo potencial en algunas de ustedes) —dijo en alemán, examinando los trabajos con fingido interés.

Ninguna prisionera se atrevió a responder. Cualquier palabra podía interpretarse como un desafío, y los desafíos siempre se pagaban con sangre.

Eva se detuvo junto a una joven judía de cabello rojizo, cuyo rostro estaba marcado por la desesperación.

—Sie haben versagt (Has fallado).

El silencio fue interrumpido por un sollozo ahogado. La joven intentó decir algo, pero su voz apenas fue un susurro.

—Bitte... kann ich es noch einmal versuchen? (Por favor... ¿puedo intentarlo de nuevo?) —murmuró en alemán, con los ojos vidriosos.

Eva sonrió, disfrutando del momento.

—Zu spät jüdisch (Demasiado tarde judía).

Chasqueó los dedos y dos guardianas entraron de inmediato. Sin miramientos, tomaron a la joven por los brazos y la arrastraron fuera.

—Nein... ¡nein, bitte! (No... ¡no, por favor!)

La súplica se perdió en el aire. El sonido de la puerta al cerrarse resonó como una sentencia de muerte. Ninguna de las otras mujeres se movió. Sofía sintió la tensión acumulándose en su pecho. Sabía que nunca volverían a ver a aquella joven. Sabía lo que significaba reprobar.

Eva giró sobre sus talones y miró directamente a Sofía.

—Dir, Kolumbianer, geht es besser (Tú, colombiana, estás mejorando) —dijo con una mueca de burla—. Und als Belohnung habe ich einen Preis für dich (Y como recompensa, tengo un premio para ti).

El término "premio" la hizo estremecerse.

Eva hizo un gesto con la mano y un soldado de las SS entró en la sala. Era alto, con el rostro anguloso y la mirada vacía.

—Nimm sie. Machen Sie damit, was Sie wollen (Llévala. Haz lo que quieras con ella).

Sofía sintió cómo el estómago se le encogía. Todo ocurrió demasiado rápido. La mano del soldado la aferró con fuerza, arrastrándola fuera de la sala.

Oscuridad

El barracón era un rincón húmedo y gélido. El hedor a madera podrida y humedad llenaba el aire.

Sofía intentó forcejear, pero la fuerza del hombre era superior. La empujó contra la pared, inmovilizándola con su peso.

—No —susurró, su voz ahogada por el miedo.

El soldado rió entre dientes. Su aliento apestaba a tabaco y alcohol.

—Sei still, Hure (Cállate, puta).

Los dedos ásperos se cerraron en torno a su garganta, sofocando cualquier grito. Sofía sintió que el aire la abandonaba. La impotencia la paralizó.

La tela raída de su uniforme fue rasgada con brutalidad. Su cuerpo, reducido a un objeto sin voluntad, fue sometido en la oscuridad de aquel rincón inmundo.

El dolor fue inmediato, insoportable. Sus ojos se nublaron de lágrimas, pero no lloró. No le daría ese placer.

La risa del soldado se mezcló con el sonido de su propio aliento entrecortado.

Cuando todo terminó, Sofía quedó allí, rota. Se cubrió con los jirones de su ropa, abrazándose a sí misma. No sentía su cuerpo, solo un vacío infinito.

La puerta del barracón se cerró con un golpe seco.

Permaneció en el suelo, incapaz de moverse. La noche avanzó en un susurro cruel.

Regreso a la Escuela

Regresó con pasos pesados. La luz artificial de la sala la hizo parpadear. Eva la observó con una sonrisa de triunfo.

—Jetzt bist du ein wahres Kunstwerk (Ahora eres una verdadera obra de arte).

Sofía no respondió. No podía.

Lucile, Clara, María y Marietta la vieron entrar. Sus miradas se encontraron y, sin palabras, entendieron lo que había pasado. Marietta se levantó primero y le puso una manta sobre los hombros.

—Vieni a sederti (Ven, siéntate) —susurró en italiano.

Clara le pasó un poco de agua. Sofía la aceptó sin pensar.

—Él no merece tus lágrimas —murmuró María.

—No le di ninguna —respondió Sofía con voz áspera.

Silencio. Un disparo resonó en la distancia. Nadie se sobresaltó. Eran sonidos cotidianos.

Un Momento de Luz




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