Un Nuevo Día en la Penumbra
El amanecer en Mauthausen llegaba sin aviso, sin piedad.
No había un alba dorada que suavizara el despertar, ni el canto de los pájaros que anunciara un nuevo comienzo. Solo el frío. Solo la humedad que se aferraba a la piel como una segunda prisión.
Pero en la oscuridad previa al grito de los guardianes, entre las sombras de los catres, Sofía aún podía sentir el calor de Lucile junto a ella.
Su aliento suave rozaba su cuello, una presencia frágil, un consuelo robado a la noche.
Sofía apenas se atrevió a moverse, temiendo romper la burbuja de intimidad que habían construido con el tacto de sus cuerpos, con sus labios encontrándose en la penumbra.
Las mantas ásperas apenas cubrían su desnudez. Era un secreto que compartían solo con la noche.
Lucile se removió ligeramente, deslizando sus dedos fríos sobre el brazo de Sofía, dibujando líneas invisibles sobre su piel.
—Tu es réveillée? (¿Estás despierta?) —murmuró con voz somnolienta.
Sofía no respondió de inmediato. Se limitó a abrir los ojos y mirar el techo de madera ennegrecida, escuchando los respiros apagados de las demás prisioneras.
—Sí —susurró finalmente.
Lucile deslizó su rostro hasta el hueco del cuello de Sofía, depositando un beso tibio, fugaz, como si el tiempo aún les perteneciera.
—Quisiera quedarme así para siempre —susurró.
Sofía cerró los ojos, dejándose llevar por la ilusión.
—No digas eso —pidió en voz baja—. No aquí.
Lucile no insistió. Solo dejó escapar un suspiro antes de que la crudeza del mundo las reclamara de nuevo.
El chirrido de la puerta del barracón las hizo estremecer.
Un grito en alemán rompió la calma ilusoria.
—Aufstehen! Raus! (¡Arriba! ¡Fuera!)
La burbuja se rompió.
La realidad las envolvió como una garra helada.
Lucile y Sofía se separaron con torpeza, cubriéndose con la manta. Sus cuerpos desnudos eran un secreto que no debía ser descubierto.
A su alrededor, las demás prisioneras se removían, despertando de su propia miseria.
Sofía sintió el calor de Lucile desaparecer cuando ambas se apresuraron a vestirse con los harapos que llamaban uniforme.
El día había comenzado. Y con él, la condena interminable.
Otro Día Más en la Escuela de Arte
El salón de la "Escuela de Arte" estaba impregnado de un silencio espeso, de una tensión que latía en el aire como un corazón enfermo.
Las prisioneras estaban alineadas frente a sus trabajos, esperando el juicio de Eva, esperando su destino.
Sofía se aferró al trozo de carbón en sus manos, sintiéndolo tan frágil como sus propias esperanzas.
Frente a ella, su dibujo aún estaba incompleto.
Un rostro.
Ojos que miraban al infinito.
Cabello rizado cayendo sobre los hombros.
Era Lucile.
Sofía no sabía por qué la había dibujado. Quizás porque era lo único hermoso que aún quedaba en su mundo.
Pero ahora, mientras Eva avanzaba entre ellas con su expresión de superioridad cruel, sintió un escalofrío de terror.
¿Qué diría cuando lo viera?
Eva se detuvo.
Sofía sintió su mirada fría posarse sobre ella.
—Interessant... (Interesante...)
Eva tomó el papel entre sus manos y lo observó con una sonrisa sesgada.
—¿Ein Porträt? (¿Un retrato?)
Sofía tragó saliva.
—Sí —respondió, su voz apenas un murmullo.
Eva giró lentamente la hoja, observándola con fingido interés.
—¿Für dich oder für jemand anderen? (¿Para ti o para alguien más?)
Sofía dudó.
La respuesta correcta era decir que era un simple ejercicio. Que no tenía significado.
Pero su silencio la traicionó.
Eva entrecerró los ojos.
—¿Du bist sentimental, nicht wahr? (Eres sentimental, ¿verdad?)
Sofía sintió su estómago encogerse.
Sabía que cualquier palabra equivocada podría sellar su destino.
Pero no tuvo que responder.
Eva ya había perdido interés en ella.
Desvió su atención hacia Lucile y María, y les dijo a cada una su número de prisionera.
—68260 —para Lucile, y —67344 —para María.
Sus números flotaron en el aire como una sentencia.
Sofía sintió que su mundo se desmoronaba.
Eva sonrió.
—Ihr habt nicht bestanden. (Han reprobado.)
El veredicto estaba dado.
El destino estaba escrito.
—Doppelte Bestrafung (Castigo doble).
Las dos palabras se sintieron como un cuchillo en el corazón de Sofía.
E inmediatamente las guardianas entraron.
Lucile y María fueron tomadas por los brazos, arrastradas hacia la salida.
Sofía reaccionó sin pensar.
—¡Lucile! ¡María!
Su grito resonó en la sala.
Lucile giró apenas el rostro, su mirada azul empañada de miedo y resignación.
—Sofia, ne m'oublie pas, mon amour... (Sofía, no me olvides, mi amor...)
No pudo decir más.
Las guardianas la sacaron a empujones.
Sofía corrió tras ellas.
—¡Por favor! —gritó, con la voz desgarrada—. ¡No han hecho nada malo!
Eva la miró con una sonrisa burlona.
—Halt die Klappe, kolumbianische Hure. (Cállate, puta colombiana).
El mundo de Sofía se vino abajo.
Intentó avanzar, pero Clara la sujetó con fuerza.
—No puedes hacer nada, Sofía.
—¡No puedo dejarlas ir así, ya están muertas!
Y entonces sonó un disparo y luego otro.
Y el silencio, un silencio insoportable.
Después de escuchar los disparos, Sofía se desplomó. Sus piernas temblaban, su cuerpo entero era un pozo de desesperación.
Miró la puerta, esperando que, por algún milagro, Lucile regresara. Pero no lo hizo y nunca lo haría.
Clara se arrodilló junto a ella, tomándola de los hombros.
—Tienes que seguir, Sofía... Por ellas.
Marietta estaba junto a la pared, con los ojos llenos de lágrimas.
—Bastardi... (Malditas...) —susurró en italiano, con la voz rota.