Una colombiana en Mauthausen

Capítulo 14

Mauthausen, mayo de 1945

El aire olía a miedo y a ceniza. Durante los últimos días, la "Escuela de Arte" se había vuelto un lugar aún más tenso y silencioso. Las prisioneras pintaban como autómatas, con la respiración contenida, esperando el golpe de una noticia inesperada. Desde hacía semanas, los guardias de la SS estaban inquietos, y el estruendo lejano de los cañones anunciaba un final inminente.

Pero el horror tenía sus propios rituales.

¿La víctima número cien?

Eva entró con la misma altivez de siempre, pero algo en su mirada delataba una prisa contenida, una ansiedad que traicionaba su apariencia de control. Se paseó entre los dibujos, arrancando algunos y tirándolos al suelo con desdén. Luego, levantó la vista y sonrió.

—Heute ist ein besonderer Tag. Ich habe neunundneunzig bestraft. Wer wird die hundertste sein? (Hoy es un día especial. Ya he castigado a noventa y nueve. ¿Quién será la número cien?)

Sofía sintió el peso de esa mirada antes de escuchar su nombre.

Nummer 68259. Du hast versagt. Komm mit mir. (Número 68259. Has fallado. Ven conmigo.)

El silencio se hizo denso. Clara y Marietta intercambiaron una mirada de horror. Sofía sintió cómo se le helaban los huesos, pero no se movió.

Eva no esperó. Dos guardias la sujetaron por los brazos y la arrastraron fuera de la barraca.

—¡No! —gritó Clara en español, dando un paso adelante, pero Marietta la detuvo.

—Non possiamo fare nulla. (No podemos hacer nada.)

Sofía no gritó. No lloró. Solo dejó que la llevaran, con el pecho ardiendo de rabia, de impotencia.

La sacaron del campo, más allá de la alambrada. El suelo estaba húmedo por la lluvia reciente. El bosque se extendía en la distancia, pero no había escapatoria.

Eva sacó su pistola.

—Sieh dir das gut an, Kolumbianerin. Dein letztes Meisterwerk. (Mira bien, colombianita. Tu última obra maestra.)

Sofía la miró fijamente, con un odio que quemaba más que el miedo.

Pero entonces, el sonido.

Lejano al principio, como un trueno. Luego más fuerte, más claro.

Motores. Voces.

Eva giró la cabeza y su expresión cambió.

Gritos. Órdenes. Disparos en la distancia.

Los aliados habían llegado.

Eva bajó el arma de golpe y maldijo en alemán.

—Scheiße! (¡Mierda!)

El estruendo crecía.

Y entonces, aparecieron.

El rescate

Los tanques entraron al campo mientras los últimos guardias huían. Banderas estadounidenses ondeaban entre el polvo y el humo. Soldados con uniformes gastados avanzaban con cautela, con las armas listas, pero sus ojos mostraban horror ante lo que descubrían.

Más cerca, más nítidas, las voces en inglés.

—Jesus Christ... What is this place? (Dios mío... ¿qué es este lugar?)

Sofía no podía moverse. Su cuerpo estaba paralizado, su mente aturdida.

Escuchó voces nuevas. En español.

—¡Teniente, hay una prisionera aquí!

La voz fuerte y clara la trajo de vuelta.

Dos soldados se acercaron. Uno era joven, con la cara cubierta de polvo, y el otro tenía las arrugas de la experiencia en el rostro endurecido.

—Dios santo... —murmuró el teniente, agachándose junto a ella—. Es solo piel y huesos.

—Pero está viva —respondió el sargento.

Sofía intentó hablar, pero su garganta estaba seca. Solo pudo mirarlos con un temblor en los labios.

El teniente, que portaba un parche de la bandera de México en la manga de su uniforme, le puso una mano en el hombro.

—Tranquila, señorita. Está a salvo.

Las palabras rompieron algo dentro de ella. La certeza de que había sobrevivido, de que su vida no terminaría esa noche.

Y entonces, se quebró.

Sofía se llevó las manos al rostro y comenzó a llorar, sollozando en voz alta, sin contenerse. Era un llanto desgarrado, doloroso, el llanto de alguien que había estado demasiado tiempo al borde del abismo.

El teniente apretó los labios, sin saber qué decir. El sargento le hizo una seña a otro soldado.

—Necesita atención médica. Rápido.

Un médico y una enfermera corrieron hacia ellos.

—¿Puede hablar? —preguntó la enfermera, arrodillándose junto a ella.

Sofía intentó responder, pero su voz se quebró en un gemido.

—Está en estado de shock —dijo el médico—. Hay que llevarla a la enfermería de campaña.

—No... —murmuró Sofía con esfuerzo—. Mis amigas...

El teniente le sostuvo la mano.

—Las encontraremos. Pero primero, hay que atenderla.

La enfermera sacó una manta y la envolvió con cuidado.

—Voy a ponerle un poco de agua en los labios, ¿de acuerdo? —dijo con voz suave.

Sofía asintió débilmente.

El agua tocó su boca y fue como un bálsamo, pero también le recordó lo débil que estaba.

—Vamos —ordenó el médico—. Hay que moverla.

La levantaron con cuidado, y entonces lo vio.

El cartel colgado en la entrada principal del campo.

"Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas liberadoras."

Las lágrimas siguieron cayendo.

El reencuentro

Dentro del campo, entre la multitud de sobrevivientes, Clara y Marietta la vieron llegar.

Clara corrió hacia ella, tomándole las manos con fuerza.

—¡Sofía! ¡Estás viva!

Marietta, con lágrimas en los ojos, la abrazó con suavidad.

—Sei qui... (Estás aquí...)

Sofía las miró a ambas y sintió el peso de todo lo que habían perdido.

—Lucile, mi amor... María...

Clara bajó la mirada.

—Sí. Lo sabemos.

Marietta suspiró.

—Le porteremo sempre con noi. (Las llevaremos siempre con nosotras.)

Sofía cerró los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, sintió que podía respirar.

Estaba viva.

La enfermería de campaña

Sofía apenas era consciente del trayecto. Su cuerpo estaba demasiado débil, su mente atrapada entre el alivio y el miedo, entre el pasado y el presente. La sensación de las manos que la sostenían, la manta que la envolvía, el murmullo de las voces a su alrededor... Todo parecía tan irreal como un sueño febril.




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