Capítulo 15
Salida de la enfermería
El aire de junio era tibio, pero Sofía aún sentía frío. No un frío real, sino ese que se enraíza en los huesos y no se va, como si el invierno de Mauthausen hubiese quedado atrapado dentro de ella. Mientras descendía los escalones de la enfermería de campaña, se aferraba con fuerza a la tela burda de su vestido, prestado por una de las enfermeras estadounidenses. Sus pies descalzos rozaban la tierra compacta. A su alrededor, otros prisioneros liberados caminaban con la misma lentitud pesada, como si el suelo aún estuviera plagado de minas invisibles.
—Señorita Reyes.
El teniente mexicano la esperaba al pie de la escalera. La había escoltado desde el día de la liberación y, en el fondo, Sofía sabía que él comprendía la gravedad de su fragilidad. Sin embargo, no la trataba con lástima, sino con una mezcla de respeto y distancia prudente.
—Gracias por esperarme, teniente —dijo Sofía en español, su voz todavía rasposa.
Él asintió, haciendo un gesto hacia un paquete envuelto en una manta junto a sus pies.
—Sus pinturas. Un soldado me dijo que las dejaron en la enfermería.
Sofía se inclinó de inmediato y desató la manta. Allí estaban, los lienzos que había pintado en la "Escuela de Arte" del campo. Manos crispadas, rostros vacíos, sombras aferradas a las paredes. Cada pincelada llevaba el peso del horror vivido, pero también la prueba de que, incluso en Mauthausen, ella había creado.
—No sé cómo agradecerle.
—No tiene que hacerlo.
Clara y Marietta se acercaron a ella. Llevaban ropa de civiles que les habían conseguido los soldados, aunque nada les encajaba del todo bien. Eran prendas de donaciones, algunas demasiado grandes, otras demasiado gastadas. No importaba. Eran libres.
—¿Lista? —preguntó Marietta en italiano, mirándola con ojos suaves.
Sofía respiró hondo.
—Todavía necesito encontrar algo más.
La búsqueda del uniforme de Lucile
El barracón de las prisioneras estaba casi vacío. Solo quedaban algunas mujeres recogiendo los últimos fragmentos de sus vidas, esos que aún podían salvarse. Sofía caminó por los pasillos, buscando entre las pilas de harapos apilados contra las paredes.
—¿Qué buscas? —preguntó Clara, inclinándose junto a ella.
—Lucile...
No necesitó explicar más. Clara y Marietta se entendieron de inmediato. Durante más de un año, Lucile había sido su compañera, su refugio, su amiga, el amor de Sofía. Buscar su uniforme no era solo un acto simbólico, era un intento de reconstrucción, de darle un lugar fuera de las cenizas de Mauthausen.
Tras varios minutos, Sofía encontró una tela gris con el número marcado. Su corazón se detuvo por un momento. El triángulo rojo aún estaba allí.
—Es este —susurró.
Lo dobló con cuidado y lo guardó junto a sus pinturas. Lucile iría con ella.
El viaje a Lyon
Los soldados estadounidenses organizaron transportes para los sobrevivientes. Algunos volvían a sus países de origen, otros, como Sofía, aún no tenían claro su destino final.
El camión militar en el que viajaban era tosco y ruidoso, pero la incomodidad física era irrelevante comparada con la carga emocional del trayecto. Durante horas, las tres mujeres viajaron en silencio, compartiendo la cabina con el teniente mexicano y su chofer. A su alrededor, el paisaje de Austria, Alemania y Francia pasaba lentamente, como una película proyectada a destiempo.
Al entrar en Lyon, la ciudad les pareció al mismo tiempo familiar y extraña. Sofía recordó las calles que había recorrido con Lucile en 1940, antes de que la guerra devorara todo. Pero ahora, aunque los edificios seguían en pie, algo había cambiado. Quizás era ella.
—Es aquí —dijo el teniente cuando el camión se detuvo frente a la casa de los Laurent.
El corazón de Sofía se aceleró.
El reencuentro con los Laurent
Cuando la puerta se abrió, Madeleine, la madre de Lucile, con el rostro marcado por la edad, apareció en el umbral. Su cabello, antes oscuro, estaba ahora salpicado de canas.
—Oui? (¿Sí?) —preguntó.
Sofía tragó saliva y dio un paso adelante.
—Madame, je suis Sofía Reyes, la... l'amie de Lucile. (Señora, soy Sofía Reyes, la... la amiga de Lucile).
—Sofía, c'est toi? (¿Sofía, eres tú?) —preguntó Madeleine.
Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas instantáneamente.
Unos pasos firmes resonaron en el interior de la casa y un hombre apareció detrás de ella: era Henri, restituido como profesor universitario meses después. Su expresión, endurecida por los años, se suavizó al ver a Sofía.
—Elle est avec vous? (¿Está ella contigo?) —preguntó él, con un hilo de esperanza.
Sofía no pudo responder de inmediato. Solo abrió su bolsa y sacó el uniforme y el último cuadro de Lucile.
Madeleine los tomó con manos temblorosas. Se abrazó al uniforme y dejó escapar un sollozo ahogado.
—Mon enfant... ma pauvre enfant. (Mi niña... mi pobre niña).
Henri se llevó una mano a la boca y cerró los ojos, conteniendo las lágrimas.
Jean y Marc, los hermanos de Lucile, aparecieron en la sala. Ambos aún mostraban el porte de soldados, habiendo sido reincorporados al ejército después de combatir junto a la resistencia. Al ver los objetos en manos de su madre, sus expresiones se tensaron.
—Merci... merci de nous avoir amené cela. (Gracias... gracias por traernos esto) —dijo Henri.
Jean se acercó a Sofía y le mostró una caja de madera desgastada.
—Lucile avait ça depuis qu'elle était petite. Nous l'avons caché lorsque les Allemands ont occupé Lyon. Nous pensons qu'il aurait aimé que vous l'ayez. (Lucile tenía esto desde pequeña. Lo escondimos cuando los alemanes ocuparon Lyon. Creemos que le hubiera gustado que lo tuvieras).
Sofía abrió la caja. Dentro, había una muñeca de trapo con el cabello de lana rubia y una pequeña foto de Lucile a los quince años.