Regreso a París
Marc ajustó el espejo retrovisor antes de poner en marcha el automóvil. Desde el asiento trasero, Sofía miró por última vez la casa de los Laurent, sintiendo el peso de la despedida en el pecho. Clara y Marietta estaban a su lado, en silencio, con el mismo aire de nostalgia contenida.
—Êtes-vous sûres de ne pas vouloir rester un peu plus longtemps? (¿Seguras de que no quieren quedarse un poco más?) —preguntó Marc, girando la cabeza hacia ellas.
—No —respondió Sofía con voz firme, aunque en su interior no estaba tan segura.
Había algo en la calidez de esa casa que le recordaba un hogar que ya no existía. Pero la vida seguía, y París la llamaba. Jean y su madre habían insistido en que se quedaran, al menos hasta que recuperaran fuerzas, pero todas sabían que retrasar lo inevitable solo haría la partida más difícil.
—Bien. (Está bien) —dijo Marc, resignado. Luego extendió la mano hacia Sofía y le entregó un paquete envuelto en tela.
—Ceci est pour vous. (Esto es para ti) —añadió.
Sofía lo tomó con cuidado y, al desenvolverlo, encontró una de las muñecas de Lucile. Era pequeña, de trapo, con el rostro pintado a mano y una vestimenta de encaje que, aunque envejecida, mantenía su delicadeza. Junto a ella, había una fotografía en blanco y negro de Sofía y Lucile en ropa interior, tal como las había retratado en un cuadro años antes, así como el cuadro de la foto que ellas mismas pintaron.
El nudo en su garganta se apretó.
—Merci... (Gracias...) —susurró, sin poder decir más.
La madre de Lucile se acercó y le tomó las manos con cariño.
—Tu feras toujours partie de notre famille, Sofia. (Siempre serás parte de nuestra familia, Sofía) —dijo con voz temblorosa.
El abrazo fue inevitable.
Luego, sin más palabras, se despidieron.
El auto arrancó, dejando atrás Lyon, sus recuerdos y una parte de su pasado que nunca podría recuperar.
El viaje
Las carreteras entre Lyon y París aún mostraban las cicatrices de la guerra. Edificios en ruinas, campos abandonados y postes de luz derrumbados daban testimonio de los años de ocupación y resistencia.
Marc conducía con paciencia, evitando los tramos más peligrosos. En el asiento trasero, Sofía mantenía la muñeca de Lucile entre sus manos, mientras Clara y Marietta observaban en silencio el paisaje desolador.
—Come pensi che sarà Parigi? (¿Cómo crees que estará París?) —preguntó Marietta en italiano, rompiendo el silencio.
—Diferente —respondió Sofía, sin apartar la vista de la ventana—. Pero sigue siendo París.
Nadie dijo nada más.
Tras horas de viaje y varias paradas para repostar combustible y comer algo, las luces de la capital comenzaron a aparecer en la distancia. La Torre Eiffel seguía en pie, imponente en la penumbra del anochecer.
Marc las llevó hasta una pequeña pensión en el distrito de Montparnasse.
—Ce n'est pas grand-chose, mais c'est sûr. (No es mucho, pero es segura) —les dijo al detenerse frente a la puerta.
Bajaron del auto con sus escasas pertenencias: algunas ropas donadas, las pinturas de Sofía y los recuerdos que habían logrado salvar.
—Gracias, Marc —dijo Clara, sonriendo con gratitud.
—Prenez soin de vous, et si vous avez besoin de quelque chose, cherchez Jean ou moi. (Cuídense, y si necesitan algo, busquen a Jean o a mí) —respondió él.
Un último apretón de manos y Marc se marchó, dejándolas solas en el umbral de su nueva vida.
Sobrevivir en París
El París de posguerra tenía un aire distinto. La ciudad seguía siendo hermosa, pero había algo frágil en sus calles, algo roto en su espíritu.
Las tres mujeres encontraron una pequeña habitación compartida en la pensión. No era lujosa, pero al menos tenían un techo. El verdadero problema era el dinero.
Sofía decidió vender algunas de sus pinturas. Se llevó sus lienzos más oscuros a un mercado de arte clandestino, donde excombatientes, refugiados y artistas marginales intercambiaban sus obras por unos cuantos francos.
—Il n'y a pas beaucoup d'intérêt pour les choses aussi... sombres. (No hay mucho interés en cosas tan... sombrías) —le dijo un comprador, examinando sus pinturas.
Sofía asintió, sabiendo que su arte reflejaba el horror que había vivido. Finalmente, vendió tres piezas por un precio mínimo, pero suficiente para sobrevivir un tiempo más.
Con ese dinero, pudo matricularse de nuevo en la Academia de Bellas Artes.
El regreso a la academia
Entrar a la academia fue como entrar en un mundo paralelo.
Los pasillos aún olían a pintura y tiza, pero los rostros eran distintos. Algunos antiguos compañeros habían desaparecido, víctimas de la guerra o del exilio. Otros habían cambiado, endurecidos por el tiempo.
Sofía sintió que todos la miraban, pero no con la familiaridad de antes, sino con la curiosidad de quien observa algo fuera de lugar.
El director de la academia, un hombre mayor de cabello blanco y expresión severa, hojeó su solicitud de reingreso en silencio.
—Sofía Reyes... —murmuró, como si intentara recordar—. Vous avez étudié ici avant la guerre, n'est-ce pas? (Usted estudió aquí antes de la guerra, ¿no es cierto?)
—Oui, Monsieur. (Sí, señor).
—Et il était à... Mauthausen... Autriche. (Y estuvo en... Mauthausen... Austria).
El aire se volvió más denso.
—Oui. (Sí) —confirmó Sofía, con voz firme.
El director la miró durante un largo momento antes de asentir.
—Vous pouvez revenir. Mais je veux voir son travail avant d'approuver son séjour permanent. (Puede volver. Pero quiero ver su trabajo antes de aprobar su permanencia definitiva).
Sofía asintió.
La nueva clase
El aula era la misma, pero nada más lo era.
Sofía se instaló en un rincón, sacando su carboncillo y un papel en blanco. La profesora, una mujer joven de aire intelectual, paseaba entre los estudiantes, observando sus trazos.