París, octubre de 1945
El aire tenía un aroma a humedad y carbón. La ciudad aún estaba marcada por la guerra, pero en sus calles bullía una energía que Sofía no reconocía. Hombres de trajes gastados, mujeres con abrigos heredados de tiempos mejores, artistas intentando vender sus bocetos en las esquinas. París seguía siendo París, aunque bajo una pátina de ruina y desilusión.
Las tres caminaron por el bulevar Saint-Germain con pasos medidos, sin hablar demasiado. Clara y Marietta llevaban sus documentos en pequeñas carpetas de cuero. Habían pasado días preparando sus solicitudes para la Escuela de Bellas Artes. A pesar de todo, querían seguir dibujando.
El edificio de la academia, con su imponente fachada neoclásica, se alzaba ante ellas con la indiferencia de las instituciones que han sobrevivido a guerras, revoluciones y generaciones de estudiantes con sueños quebrados.
—¿Lista? —susurró Sofía, mirando a Clara.
Clara asintió, pero su mano apretaba con fuerza el borde de su carpeta. Marietta, más reservada, ajustó el pañuelo sobre su cabello corto y resopló.
—Se non ci accettano, almeno ci proviamo. (Si no nos aceptan, al menos lo intentamos) —murmuró Marietta, pero en su tono había más derrota que esperanza.
Ingresaron al edificio y fueron dirigidas a una pequeña oficina. El director, con una pipa apagada entre los labios, las recibió. Observó sus documentos con la precisión de alguien acostumbrado a evaluar futuros inciertos.
—Ont-elles étudié formellement avant la guerre? (¿Han estudiado formalmente antes de la guerra?) —preguntó, sin levantar la vista.
—Non, mais nous pratiquons depuis des années. (No, pero hemos practicado durante años) —respondió Clara en un francés poco convencional.
El hombre frunció el ceño, hojeó las muestras de sus bocetos y finalmente las miró por encima de sus gafas.
—Ligne intéressante. Il y a quelque chose... d'inhabituel dans ses répliques. Trop d'obscurité. (Trazo interesante. Hay algo... inusual en sus líneas. Demasiada oscuridad).
Las tres mujeres intercambiaron una mirada.
—Ce sont des ombres qui ne s'effacent pas. (Son sombras que no se borran) —dijo Marietta en francés y en voz baja.
El hombre no preguntó más. Selló los documentos con desgano.
—Accueillies. Le cours commence en novembre. Vous pourrez récupérer vos horaires la semaine prochaine. (Bienvenidas. El curso comienza en noviembre. Pueden recoger sus horarios la próxima semana).
Afuera, en la escalera de piedra que conducía a la calle, Clara dejó escapar un suspiro entrecortado.
—Lo logramos —susurró, pero no sonaba como una victoria.
Sofía observó sus rostros. No había euforia ni alivio, solo una extraña sensación de vacío. Algo se había roto en ellas en Mauthausen y no bastaba con recuperar lápices y pinceles para restaurarlo.
Renuncias y despedidas
Las semanas siguientes pasaron entre el bullicio de los cafés y las largas caminatas por la ciudad.
Clara dejó la librería donde había trabajado desde que llegó a París.
—No puedo seguir rodeada de historias que no son la mía —le dijo a Sofía la noche en que presentó su renuncia.
El dueño, un anciano amable, trató de convencerla de quedarse, pero ella se mantuvo firme.
Marietta abandonó su trabajo en un café del Quartier Latin. Los clientes, las conversaciones banales, las risas superficiales... todo se había vuelto insoportable.
—No soporto el sonido de las tazas al chocar con los platos. Me recuerda demasiado a otra clase de metal —susurró a Sofía una noche, antes de cerrar la puerta del café por última vez.
Sofía las observaba en silencio, entendiendo demasiado bien lo que sentían.
Sin ingresos y con la academia exigiendo materiales y cuotas, las tres comenzaron a buscar trabajo. Fue entonces cuando encontraron la casa de citas en el XV distrito.
—Al principio, solo serviremos copas —les aseguraron.
Pero todas sabían que, tarde o temprano, habría más.
Las sombras del pasado
La primera noche en la casa de citas fue extrañamente silenciosa.
Las tres llevaban vestidos prestados y maquillaje que intentaba ocultar las huellas de la guerra en sus rostros. Caminaron por el salón en penumbra, sirviendo licor y esquivando miradas.
Los hombres hablaban con acentos variados: franceses, americanos, algunos alemanes que ahora fingían ser otra cosa.
Sofía intentó concentrarse en su bandeja, en los reflejos del whisky en los vasos, en el sonido del saxofón que sonaba desde una esquina.
Un hombre se acercó demasiado. Le rozó la muñeca al tomar su copa.
En ese instante, todo se congeló.
El tacto, el olor, el murmullo del salón se transformó en algo más. En otro lugar, otro tiempo.
Sofía no necesitó voltear para saber que Clara y Marietta habían sentido lo mismo.
Las tres se quedaron inmóviles, los ojos fijos en el suelo.
No dijeron nada.
No era necesario.
El recuerdo de Mauthausen regresó como un golpe.
No pronunciaron su nombre. Nunca lo hacían.
Pero estaba allí, entre ellas.
Bebieron esa noche. Más de lo necesario.
Al salir del local, con los bolsillos más pesados y el alma más ligera, ninguna de las tres habló del pasado.
Al día siguiente, volvieron al mismo lugar.
Y a la noche siguiente.
Y la siguiente.
Porque París podía haber ganado la guerra, pero ellas seguían atrapadas en otra batalla.
La carta
Esa madrugada, antes de dormir, Sofía encendió la lámpara de su escritorio y tomó papel y pluma.
"Medellín, Octubre de 1945
Queridos padres,
Espero que al recibir esta carta se encuentren bien. No saben cuánto los extraño. París es muy distinta a la que conocí antes de la guerra. La ciudad sigue en pie, pero todo se siente más frío, más sombrío. A veces camino por sus calles y siento que la vida sigue su curso sin esperarme. Pero poco a poco encuentro mi lugar.