El último día en el taller de costura
El tintineo de las monedas y el crujir de los billetes dentro de la pequeña caja de madera resonaban en la habitación silenciosa. El dinero que habían logrado reunir en los últimos meses trabajando en el taller de costura de Madame Renard estaba ahora sobre la mesa, cuidadosamente ordenado en fajos modestos pero significativos. Cada moneda era el reflejo de noches de esfuerzo, de puntadas precisas en telas ajadas, de dedos manchados con hilos y agujas.
—No es mucho —dijo Marietta con un suspiro, contando por última vez la suma total—, pero es suficiente para que tú y yo podamos regresar a casa.
Sofía asintió, aunque la palabra "casa" le resultaba un eco lejano. No sabía si Medellín la recibiría como alguien que volvía o como una extraña.
Clara, en cambio, tenía otro destino.
—Me quedaré en Francia —anunció, con un tono decidido pero sereno.
Sofía y Marietta la miraron con sorpresa.
—¿Estás segura? —preguntó Sofía, temiendo que su amiga se quedara atrapada en los fantasmas del pasado.
Clara asintió con una leve sonrisa.
—Mi madre aún está viva, Sofía. Logré encontrarla después de meses de cartas sin respuesta. Está en Normandía, en casa de una prima. Quiero verla, quiero abrazarla y decirle que sigo aquí.
Un silencio se apoderó de la habitación. No era tristeza lo que sentían, sino una mezcla de alivio y nostalgia.
—También he pensado en América —añadió Clara—. Tal vez, después de reencontrarme con mi madre, vaya algún día a Argentina o a Brasil. He oído que allí hay oportunidades para artistas.
Marietta sonrió y le tomó las manos.
—Hagas lo que hagas, Clara, asegúrate de ser feliz.
El abrazo de las tres fue largo y profundo. No necesitaban palabras para comprenderse; su historia compartida hablaba por ellas.
La despedida de Madame Renard
El taller de costura de Madame Renard estaba impregnado de una mezcla de olores familiares: telas recién planchadas, hilos encerados y el suave perfume de la dueña del lugar. La mujer las esperaba junto a la puerta, con los brazos cruzados y una expresión que oscilaba entre la dureza y la melancolía.
—Alors, vous avez décidé de partir? (¿Así que han decidido irse?) —preguntó con un suspiro.
Sofía, Clara y Marietta asintieron.
—Elles vont me manquer (Las extrañaré) —admitió la mujer, con una sonrisa breve—. Toutes les couturières ne sont pas aussi dévouées que vous (No todas las costureras son tan dedicadas como ustedes).
Sofía le extendió la mano en señal de gratitud, pero Madame Renard la ignoró y, en su lugar, la abrazó con firmeza.
—Prends ça (Toma esto) —dijo, entregándole un pequeño paquete envuelto en papel marrón—. C'est un peu d'argent supplémentaire. Et un fil d'or. Vous vous souvenez donc que vous pouvez toujours recoudre votre vie, peu importe à quel point elle s'effiloche (Es un poco de dinero extra. Y un hilo de oro. Para que recuerdes que siempre puedes coser tu vida de nuevo, sin importar cuánto se deshilache).
Las palabras de la madame hicieron que los ojos de Sofía se llenaran de lágrimas.
—Merci, Madame (Gracias, señora). Por todo.
Marietta recibió un abrazo igual de cálido y, cuando ambas salieron del taller, supieron que aquella puerta, aunque cerrada, permanecería abierta en su memoria.
Última noche en París
Aquella noche, Sofía, Clara y Marietta caminaron por las calles de la ciudad con la certeza de que no volverían a recorrerlas de la misma manera. Se detuvieron en la orilla del Sena, donde las luces de la Torre Eiffel se reflejaban en el agua como un espejismo de lo que dejaban atrás.
—No sé qué nos espera en Italia y en Colombia —dijo Marietta, con la voz suave—, pero al menos sobrevivimos, Sofía. Contra todo, seguimos aquí.
Sofía sacó de su bolso la muñeca de Lucile, su más grande amor. La miró con ternura, con el peso de los años transcurridos entre la felicidad y la tragedia.
—Sí —susurró, besando la frente de la muñeca sin derramar una lágrima—. Seguimos aquí.
Y en ese momento, París quedó atrás.
Adiós a París
El amanecer en París traía consigo un aire frío y sereno, como si la ciudad misma supiera que era un día de despedidas. En la modesta habitación que habían compartido durante meses, Sofía terminó de cerrar su baúl y su pequeña maleta. Esta última no contenía muchas cosas: un par de vestidos sencillos, el desgastado uniforme de prisionera, el diploma de la escuela de bellas artes, una libreta con bocetos, algunos pinceles, el cuadro de ella con Lucile en ropa interior y la muñeca de Lucile, su posesión más preciada.
Clara observó en silencio cómo Sofía acomodaba sus últimas pertenencias. Luego, sin decir una palabra, le extendió un paquete cuidadosamente envuelto en tela azul.
—Para ti —susurró.
Sofía lo tomó con delicadeza y desató el lazo. Al desplegar la tela, se encontró con un lienzo. En la pintura, la "Escuela de Arte" de Mauthausen aparecía con colores apagados pero con un aire casi etéreo. Clara había capturado la esencia de aquel lugar de resistencia, donde el arte había sido un susurro de humanidad en medio de la barbarie.
—Lo pinté para ti, porque sé que llevas ese lugar en el alma —explicó Clara, con la voz quebrada—. No es un recuerdo feliz, pero es un testimonio de que seguimos vivas.
Sofía pasó los dedos con suavidad sobre la pintura, sintiendo la textura de las pinceladas.
—Gracias, Clara —susurró—. Lo llevaré conmigo, como llevo a Lucile.
Las tres amigas se abrazaron, sintiendo la calidez de sus cuerpos antes de que el destino las separara.
La estación de tren
La Gare de Lyon estaba repleta de viajeros, de familias despidiéndose y de obreros cargando maletas pesadas. Entre la multitud, Sofía, Clara y Marietta avanzaron con paso lento, saboreando los últimos momentos juntas.