Una colombiana en Mauthausen

Capítulo 22

Un despertar en sombras

Han pasado días desde su regreso, y el amanecer se filtraba entre las rendijas de la ventana, tiñendo la habitación con un resplandor dorado y difuso. Las motas de polvo danzaban en el aire, suspendidas en la luz que avanzaba lentamente sobre las sábanas blancas y el cuerpo inmóvil de Sofía. Su respiración era pausada, apenas un leve susurro en la quietud de la estancia.

Sus brazos rodeaban una pequeña muñeca de trapo, gastada por el tiempo, con el vestido deshilachado y los hilos sueltos en los bordes. Apretaba la tela con fuerza, como si temiera su inminente desaparición.

En el umbral, Doña Beatriz observaba a su hija con una mezcla de ternura punzante y honda preocupación. Había empujado la puerta con suavidad tras un silencio obstinado a sus llamados. La escena la dejó momentáneamente sin aliento.

Sofía, envuelta en el desorden de las sábanas, dormía con un rostro apacible, aunque velado por una expresión infantil, profundamente vulnerable. La manera en que sujetaba aquella muñeca... su madre no alcanzaba a comprenderlo.

—Sofía... —susurró, avanzando un poco más en la penumbra de la habitación.

La joven gimió levemente y sus dedos se crisparon sobre la tela de la muñeca. Su respiración se alteró apenas al sentir la presencia materna.

Abrió los ojos con lentitud, parpadeando varias veces antes de enfocar el rostro de Doña Beatriz, ahora bañado por la tenue luz matutina.

—Mamá... —murmuró con voz áspera, aún cargada de sueño.

La mujer se acercó, observando la muñeca entre sus brazos.

—Esa muñeca... la trajiste de Europa —comentó, sin apartar la vista del objeto.

Sofía tardó unos segundos en responder.

—Sí...

Doña Beatriz notó la vacilación en su voz, la sombra de algo no dicho que oscurecía sus palabras. Se cruzó de brazos y suspiró quedamente.

—¿Es un recuerdo importante?

La joven desvió la mirada hacia la muñeca y asintió con una lentitud cargada de significado.

—Muy importante.

La madre estudió la expresión de su hija, la necesidad silenciosa con la que sus dedos se aferraban a la tela. No insistió. Sabía que Sofía compartía poco de su tiempo en Europa, y si aquella muñeca encerraba algo que aún no estaba lista para revelar, respetaría su silencio.

—Bueno, levántate y vístete. Tengo trabajo de costura que hacer y necesito tu ayuda.

Sofía vio a su madre desaparecer por el pasillo antes de incorporarse en la cama. Se pasó una mano por el rostro, tratando de disipar los últimos vestigios del sueño. Luego, con una delicadeza casi reverente, acomodó la muñeca sobre la almohada y la contempló unos segundos antes de levantarse.

Afuera, el día apenas despuntaba.

Entre hilos y recuerdos

La sala de costura estaba impregnada de un aroma familiar: tela nueva, hilos de algodón y el sutil perfume del jabón casero. El sonido rítmico de la aguja perforando la tela llenaba el espacio, acompañado del ocasional susurro del viento contra los cristales.

Sofía trabajaba una pieza de tela blanca, guiando el hilo con movimientos firmes pero delicados. Su madre, sentada a su lado, la observaba con atención.

—Así está bien, mijita. Asegúrate de que la puntada quede firme, pero sin apretar demasiado. Esta clienta es muy exigente —comentó Doña Beatriz.

Sofía asintió, concentrándose en su labor. Los movimientos de sus manos eran metódicos, casi automáticos, como si evocaran una vieja habilidad olvidada. Sin embargo, su mente viajaba lejos de aquella pequeña habitación.

En su interior, estaba de regreso en el taller de Madame Renard, en París. Podía escuchar la risa vibrante de Clara y Marietta, sentir el aroma del café mezclado con el polvo de los hilos y la madera desgastada de la mesa de trabajo. Podía ver la imagen de Lucile, inclinada sobre una prenda a medio terminar, con el ceño fruncido por la concentración.

Un leve suspiro, casi imperceptible, escapó de sus labios.

—Te quedaste pensativa —observó su madre, devolviéndola bruscamente a la realidad.

Sofía parpadeó y esbozó una sonrisa tenue.

—Recordaba mi trabajo en Francia.

Doña Beatriz la observó por un instante antes de dejar escapar un suspiro cargado de comprensión.

—Imagino que aprendiste mucho allá.

—Sí... aunque no todo fue fácil.

Su madre asintió, sin insistir. Sabía que la estancia de Sofía en Europa había sido un capítulo complejo, tejido con sombras que aún no terminaba de desentrañar.

El silencio se instaló entre ambas hasta que Doña Beatriz se decidió a formular la pregunta que había estado rondando en su mente desde el regreso de su hija.

—Sofía... ¿qué piensas hacer ahora que has vuelto?

La joven dejó la aguja a un lado y se tomó un momento antes de responder, sopesando cada palabra.

—No lo sé, mamá. Aún estoy tratando de entender qué lugar ocupo aquí.

Doña Beatriz frunció el ceño, la preocupación marcando sus facciones.

—Tu lugar siempre será esta casa, con tu familia. Pero entiendo que después de tanto tiempo, todo se sienta... diferente, desubicado.

Sofía asintió en silencio. No encontraba las palabras para explicarle a su madre que, a veces, sentía que una parte esencial de ella se había quedado en Europa, irremediablemente.

Sin embargo, la conversación se vio interrumpida por el sonido de la puerta principal abriéndose y la voz grave de Don Alberto resonando en la casa.

—¡Beatriz, Hernán y yo hemos vuelto!

La visita inesperada

El sonido de la puerta principal resonó en la casa, seguido del eco de pasos firmes en el pasillo. Doña Beatriz dejó la tela a un lado y se puso de pie, alisándose la falda con rapidez antes de dirigirse a la sala. Sofía la siguió, aún con la aguja entre los dedos.

En la entrada, Don Alberto se sacudía el polvo del sombrero con una expresión relajada. A su lado, Hernán cerraba la puerta con un gesto tranquilo, pero la mirada de Sofía se detuvo en la presencia de una mujer junto a él.




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