Una colombiana en Mauthausen

Capítulo 23

Sombras del Pasado

La luz matinal se filtraba por los resquicios de la ventana, pintando líneas doradas sobre las paredes desnudas. Un leve murmullo proveniente de la cocina apenas quebraba el silencio en la casa de los Reyes, pero en su habitación, Sofía permanecía inmóvil, envuelta en una sábana blanca.

Sus ojos, aún pesados por el sueño, recorrían el techo con una mirada perdida en la nada. Otra mañana. Otro día. Otra oportunidad para intentar avanzar, aunque el peso del ayer la anclara a la cama.

Se movió ligeramente y sintió la suavidad del algodón contra su piel desnuda. El frío de la mañana se adhería a su cuerpo como un recordatorio constante, obligándola a acurrucarse un poco más en las sábanas. Era la segunda vez que despertaba descubierta desde su regreso, un gesto inconsciente de vulnerabilidad.

Lentamente, giró el rostro hacia la almohada y allí estaba: la muñeca de Lucile, con su cabello enredado y su pequeño vestido nuevo. Sofía la había sostenido entre sus brazos toda la noche, como si al hacerlo pudiera aferrarse a la desvaneciente memoria de su amada.

Acarició con suavidad la tela nueva del vestido y cerró los ojos. Lucile aún vivía en ella, un eco persistente en su memoria, una punzada constante en su corazón.

Pero no podía quedarse eternamente atrapada en los recuerdos. Se obligó a sentarse en la cama, dejando que la sábana se deslizara por su torso. Su piel desnuda se erizó al contacto con el aire frío de la mañana, pero ignoró la sensación, imponiéndose una disciplina fría. Debía levantarse, debía moverse, aunque cada fibra de su ser se resistiera.

Se vistió con prisa, sin prestar atención a lo que elegía, como si la ropa fuera una armadura improvisada contra el mundo exterior. Ese día intentaría nuevamente buscar trabajo. Había soñado con dedicarse al arte a su regreso a Colombia, pero la realidad se había estrellado contra sus ilusiones con una dureza insoportable. Medellín no era París, y menos aún Lyon; el lienzo de su vida se había rasgado.

Se recogió el cabello en un moño improvisado y, con un último vistazo a la silenciosa compañía de la muñeca de Lucile, salió de la habitación, dejando tras de sí la quietud de sus sombras.

El intento de reconstruirse

Las calles de Medellín hervían de una vida que a ella le resultaba ajena. El bullicio de los comerciantes, el aroma dulce del pan recién horneado que se escapaba de las panaderías, las conversaciones animadas en las esquinas sobre política y economía... todo era un contraste estridente con el silencio espectral que habitaba en su interior.

Sofía caminaba con paso aparentemente decidido, pero en su interior, la duda se acumulaba como una piedra helada en el pecho. ¿Dónde encajaba ella en todo este torbellino? ¿Qué lugar le quedaba en un mundo que seguía girando indiferente a su dolor?

Había visitado ya varias galerías en los días anteriores, pero ninguna había mostrado un interés genuino en su trabajo. No porque careciera de talento, sino porque su pasado la precedía como una sombra imborrable. No la veían como artista, sino como sobreviviente, como la mujer que había testificado en Núremberg, como la colombiana marcada por el infierno.

Entró en una nueva galería con la tenue esperanza de que, esta vez, el juicio fuera diferente, de que su arte hablara por encima de su historia. El encargado, un hombre de unos cincuenta años con gafas gruesas y un traje impecable, la recibió con una sonrisa profesional, desprovista de calidez.

—Buenos días, señorita. ¿En qué puedo ayudarla?

Sofía respiró hondo, intentando contener la oleada de ansiedad, y mostró su carpeta con bocetos y pinturas.

—Soy artista y busco una oportunidad para exponer mi trabajo.

El hombre tomó la carpeta y la hojeó con una atención que parecía más un deber que un interés genuino. Durante un instante fugaz, Sofía sintió un atisbo de esperanza, una grieta en su armadura de desilusión. Pero entonces, la expresión del hombre se ensombreció ligeramente.

—Estos trazos... son bastante expresivos. Hay una intensidad palpable en su arte.

—Eso intento transmitir —respondió ella con una calma forzada, ocultando la punzada de vulnerabilidad.

El hombre cerró la carpeta con un golpe seco y la devolvió sobre el mostrador como si quemara.

—Es un talento innegable, señorita, pero nuestra galería busca algo más... ligero. Algo que la gente pueda disfrutar sin sentirse... abrumada por la oscuridad.

Sofía sintió que el suelo se desmoronaba bajo sus pies, la esperanza hecha añicos.

—¿A qué se refiere exactamente?

El hombre se aclaró la garganta, incómodo ante la crudeza implícita en sus palabras.

—Su nombre es conocido, señorita Reyes. Su historia ha sido contada en los periódicos. Admiramos profundamente su valentía, pero el arte es también un mercado y, para vender, necesitamos obras que la gente desee colgar en sus salas de estar, no recordatorios de tragedias.

No dijo explícitamente "usted no es bienvenida", pero Sofía lo escuchó resonar en el vacío de sus palabras.

Apretó los labios hasta formar una línea tensa y asintió con una rigidez que ocultaba su dolor.

—Entiendo —dijo, sin molestarse en mendigar una explicación o defender su visión. La batalla ya estaba perdida antes de comenzar.

Salió de la galería con una sensación de vacío corrosivo en el pecho. No importaba la honestidad de su arte, la profundidad de su talento. Para ellos, ella no era una artista; era una historia trágica ambulante, un espectro de un pasado que preferían olvidar.

El sol del mediodía caía con una fuerza opresiva sobre su cabeza mientras seguía caminando por la ciudad, ahora sin rumbo fijo, con la sensación de que el suelo se volvía cada vez más inestable bajo sus pies. Había sobrevivido al horror de la guerra, pero ahora enfrentaba una nueva y silenciosa batalla: la de ser aceptada, de encontrar un lugar en su propia tierra.




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