Una colombiana en Mauthausen

Capítulo 26

La llegada a Bogotá

El tren frenó con un chirrido metálico, sacudiendo los vagones antes de detenerse por completo. Sofía, que había pasado las últimas horas sumida en pensamientos y recuerdos, exhaló profundamente y se puso de pie. Sentía las piernas entumecidas tras el largo viaje, pero la sensación de finalmente haber llegado la invadió con una extraña mezcla de alivio y ansiedad.

El vagón se llenó de movimiento. Pasajeros recogían sus pertenencias, madres llamaban a sus hijos y los vendedores ambulantes se apresuraban a ofrecer café y pan a los recién llegados. Sofía tomó su maleta con una mano y el paquete de Hernán con la otra, avanzando por el pasillo hasta la puerta de salida.

Apenas puso un pie en el andén, un golpe de aire helado la envolvió. Bogotá la recibió con un frío cortante y el bullicio incesante de la ciudad. El aire tenía el aroma inconfundible de carbón, metal y café barato, una mezcla que le resultó extraña pero no desagradable. A su alrededor, la estación era un torbellino de actividad: maleteros empujaban carretillas repletas de baúles, niños correteaban entre los viajeros y hombres de sombrero discutían animadamente sobre negocios y política.

Sofía se quedó quieta un instante, observando todo a su alrededor. Durante meses, había imaginado cómo sería su llegada a Bogotá. Ahora que estaba allí, la realidad parecía aún más abrumadora.

Respiró hondo y ajustó la correa de su maleta sobre el hombro. No tenía tiempo que perder.

Primeros pasos en la ciudad

Salió de la estación con pasos firmes, aunque su corazón latía con fuerza. Caminó por la Avenida Jiménez, maravillándose con la combinación de edificios modernos y casonas coloniales. A pesar del frío, la ciudad bullía de vida. Personas bien vestidas paseaban por las aceras, señoras con abrigos elegantes y caballeros con sombreros impecables. Los tranvías avanzaban lentamente sobre los rieles, rechinando en las curvas, mientras los vendedores ofrecían desde frutas hasta periódicos con titulares sobre la actualidad política del país.

Apretó el paquete de Hernán contra su pecho, como si aquello pudiera darle algo de calor y seguridad.

Al llegar a una esquina, se detuvo un momento y sacó del bolsillo de su abrigo un papel arrugado. La dirección estaba escrita con la letra inclinada de su madre. La pensión no quedaba lejos, solo unas cuadras más adelante, en un sector menos transitado de la ciudad.

Retomó el camino, sintiendo el peso del equipaje y del cansancio acumulado en su cuerpo. No había dormido bien en todo el viaje y, aunque la emoción la mantenía en pie, empezaba a sentir la necesidad de descansar.

Las calles se hicieron más estrechas a medida que se alejaba del centro. Las casas coloniales se veían más viejas, con fachadas descascaradas y balcones de hierro forjado que crujían con el viento.

Finalmente, divisó el número que buscaba en una puerta de madera oscura. Sobre ella, un letrero de letras doradas anunciaba:

"Pensión El Refugio – Habitaciones y comidas"

Sofía se detuvo un instante antes de tocar. La puerta tenía una aldaba de bronce en forma de mano. La levantó y golpeó tres veces.

Los segundos de espera se hicieron largos. Finalmente, se escucharon pasos en el interior y la puerta se abrió con un chirrido.

Detrás de ella apareció una mujer de unos cincuenta años, de cabello recogido en un moño apretado y un delantal sobre su vestido oscuro. Tenía el rostro afilado y unos ojos grises que la observaron con agudeza.

—¿Sí? —preguntó con un tono seco, aunque no hostil.

Sofía aclaró la garganta.

—Buenas noches. Busco alojamiento. Me recomendaron esta pensión.

La mujer la escudriñó de arriba abajo, su mirada deteniéndose un momento en la maleta gastada que cargaba.

—¿Cómo te llamas?

—Sofía Reyes.

La mujer frunció ligeramente el ceño.

—¿Sofía Reyes?

Sofía sintió un escalofrío.

—Sí.

Hubo un breve silencio. La dueña de la pensión entrecerró los ojos, como si estuviera recordando algo.

—Tú... —susurró—. Tú eres la joven del periódico.

El estómago de Sofía se encogió.

—¿Perdón?

La mujer cruzó los brazos.

—Leí sobre ti en El Tiempo. La muchacha colombiana que estuvo prisionera en Europa... la que sobrevivió y ahora es testigo en los juicios.

Sofía sintió que el frío de Bogotá se intensificaba. No esperaba que la reconocieran tan pronto.

La dueña de la pensión la miró con otra expresión, una mezcla de curiosidad y respeto.

—Pasa —dijo al fin, abriendo la puerta.

Sofía no discutió. Entró al vestíbulo, sintiendo el calor del interior envolverla. La casa tenía un aire acogedor, aunque austero. La luz de un quinqué iluminaba un mueble de madera oscura con algunas fotografías antiguas y un reloj de péndulo que marcaba las nueve de la noche.

—Soy doña Matilde —dijo la mujer, cerrando la puerta detrás de ella—. No esperaba tener a una celebridad como huésped.

Sofía hizo una mueca.

—No soy una celebridad.

Doña Matilde la miró con escepticismo.

—Puede que no lo creas, pero tu historia ha dado mucho de qué hablar. Hay quienes te ven como una heroína, y otros que piensan que deberías guardar silencio.

Sofía apretó los labios. No era la primera vez que escuchaba algo así.

La mujer suspiró y se encogió de hombros.

—Pero aquí no tendrás problemas. Mientras pagues tu habitación y no causes problemas, eres bienvenida.

—Gracias —respondió Sofía con alivio.

—¿Cuánto tiempo piensas quedarte?

—No lo sé aún.

—Bien. Sígueme, te mostraré tu cuarto.

La primera noche en Bogotá

Sofía la siguió por un pasillo estrecho hasta una escalera de madera que crujía con cada paso. Subieron al segundo piso, donde un corredor oscuro se extendía con varias puertas alineadas.

Doña Matilde se detuvo frente a una y la abrió.




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