Una colombiana en Mauthausen

PARTE 9: LA ÚLTIMA OBRA

Capítulo 42

Una Promesa para Heredar

Medellín, mayo de 1967

La noche caía lentamente sobre Medellín. Desde la ventana de su habitación, Sofía observaba cómo las luces de la ciudad titilaban a lo lejos, como si el mundo entero respirara en silencio. Lucile María dormía plácidamente en su cuna, envuelta en una manta de hilo blanco que su abuela le había tejido con esmero. La pequeña respiraba con tranquilidad, sus manitas cerradas como puños, el cabello oscuro formando un suave remolino sobre la almohada.

Sofía se sentó en el borde de la cama con un suspiro, mientras Beatriz y Alberto, sus padres, entraban en la habitación. Ella les sonrió con ternura, intentando ocultar el cansancio que la envolvía desde que comenzaron los preparativos para su viaje a Buenos Aires. Sin embargo, no pudo evitar que la conversación tomara el rumbo que todos habían evitado durante semanas.

—¿Estás segura de irte en junio? —preguntó Beatriz, con una taza de té entre las manos.

—Sí, mamá —respondió Sofía, acariciando el cabello de su hija—. El Encuentro de Artistas es una oportunidad que no puedo rechazar. Y quiero que Lucile María vea el mundo, que conozca lo que hay más allá de estas montañas.

Alberto, sentado en un sillón junto a la ventana, asintió con el ceño fruncido.

—Lo entendemos, hija. Pero aun así…

—¿Tienen miedo de que algo me pase? —los interrumpió con suavidad.

Beatriz bajó la vista. Su silencio fue más elocuente que cualquier palabra.

Sofía tomó aire. Había cargado con tantos silencios, tantas medias verdades, que ya no tenía fuerzas para más máscaras. Miró a sus padres y, por primera vez en muchos años, se sintió libre de hablar.

—Quiero decirles algo —dijo, con la voz apenas audible—. Algo que quizá ya saben o intuyen.

Beatriz y Alberto la miraron con atención, con una mezcla de tensión y resignación. Había un peso en el ambiente que no era nuevo. Sofía lo reconoció: eran las mismas confesiones, una de ellas, que los envolvieron aquella mañana de 1948, cuando después de los disturbios del 9 de abril en Bogotá, regresó a casa manchada de polvo, miedo… y verdad.

—Yo amé a Lucile y a Martín —confesó Sofía, con lágrimas asomando a sus ojos—. Amé a los dos con todo lo que soy. Y aunque Lucile ya no esté, su recuerdo vive en mí: en mi pintura, en mi hija.

Un silencio espeso cayó sobre la habitación. Alberto se recostó con lentitud contra el respaldo del sillón, como si cada palabra le pesara en el pecho. Beatriz, en cambio, sostuvo la mirada de su hija por un largo momento, sin moverse.

—Ya lo habías dicho una vez —murmuró ella, finalmente—. Aquella mañana... después de los tiros, los gritos. Dijiste que no podías seguir con esta vida que sentías perdida, y que el amor que experimentabas no era una equivocación.

Sofía asintió, con un leve temblor en los labios.

—Entonces no supimos qué hacer contigo —continuó Beatriz—. Tu padre dijo que era la guerra, la confusión, la frustración... Yo, en silencio, me convencí de que crecerías, cambiarías. Pero no cambiaste. Ni debías.

Alberto soltó un suspiro largo, sin levantar la vista.

—No es fácil entender lo que va contra todo lo que nos enseñaron —dijo—. Pero tampoco somos tan ciegos como para no ver que lo que hiciste fue con amor. Y el amor… el verdadero… no se puede negar para siempre.

Sofía bajó la mirada, sollozando con alivio y tristeza.

—Sé que fue difícil para ustedes cuando me fui. Que hubo cosas que no entendieron. Pero ahora… ahora solo quiero vivir sin miedo. Criar a mi hija con amor. Y si algo me pasa allá, si no regreso…

Su voz se quebró. Beatriz se acercó y le tomó las manos con suavidad.

—No digas eso, hija…

—Pero si llega a ocurrir —insistió Sofía—, quiero que sepan que Martín… él es su padre. Y deseo que él la críe, que le enseñe a amar el arte, a vivir sin miedo. Y si eso no es posible… si ustedes aún están con vida, por favor, prométanme que no la dejarán sola, que la amarán como me amaron a mí, que cuidarán su talento y la ayudarán a crecer.

Alberto se incorporó y puso una mano sobre el hombro de su hija.

—Tienes nuestra palabra, Sofía. La protegeremos como a nuestra propia sangre. Y si ese periodista resulta ser un buen hombre, sabrá hacer lo correcto.

Sofía asintió con lágrimas rodando por su rostro. Luego, se acercó a la cuna y acarició la mejilla de su hija.

—Lucile María… serás libre. Libre de todo lo que yo no pude ser.

La noche avanzaba, serena y profunda. Y en medio de la oscuridad, Sofía sintió algo parecido a la paz.

El Viaje a Buenos Aires

Un mes después

El amanecer se filtraba con suavidad por las cortinas de la casa en Laureles. Sofía ya no dormía. Sentada al borde de la cama, acunaba a Lucile María entre sus brazos mientras le murmuraba en voz baja una canción francesa que había aprendido de labios de Lucile, su Lucile, la de Lyon. La niña casi se dormía, con la boquita entreabierta y la mano aferrada a un mechón del cabello de su madre. Sofía la contemplaba con ternura, sabiendo que aquella mañana no sería como las demás.

En la habitación contigua, se oían los pasos de sus padres. Don Alberto movía cajas. Doña Beatriz daba instrucciones a una de las costureras que había llegado temprano para reemplazarla por unos días. Había una mezcla de tristeza y orgullo en el aire, como si todos supieran que aquel viaje no era solo una salida temporal, sino el comienzo de una nueva vida.

En la cocina, mientras se servía el café caliente y las arepas tostadas, Hernán revisaba la lista de encargos. Emma Carolina organizaba la ropa de sus hijos, que saltaban por toda la casa. Teresa estaba en la puerta, con los ojos húmedos, ayudando a cargar un bolso. El camión con las pinturas de Sofía había llegado una hora antes. Varios lienzos envueltos en telas gruesas, atados con cuidado, llevaban etiquetas escritas a mano: “Lyon”, “Mauthausen”, “Retrato de Lucile”, “Teresa en la ventana”, “Autorretrato”.




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