Una Confidencialidad en Tinta y Papel
La tenue luz de la mañana se filtraba por las cortinas de lino blanco de la habitación del hotel. Sofía, sentada frente al escritorio de roble oscuro, escribía con trazo firme sobre varias hojas de papel. No había prisa, pero sí una necesidad urgente de dejar algo claro, de plasmar en palabras lo que su voz nunca había querido confesar en vida. A su lado, Lucile María dormía en la cuna de viaje, con su respiración pausada y su pequeña mano aferrada a la muñeca que había llevado desde Medellín.
Sofía escribía sin titubeos, un escrito tras otro, todos destinados a Manuel, su antiguo amor, su amigo, su confidente. Cada sobre llevaba su nombre escrito con tinta negra, y uno en particular tenía un mensaje rotundo en la portada: "No abrir hasta que Sofía Beatriz Reyes Piedrahíta esté ausente". El contenido de esos escritos era una mezcla de cartas, últimas voluntades o una serie de instrucciones. En ellas hablaba de su hija, de su historia con Martín, de su amor por Lucile, de su paso por Mauthausen, de Eva Müller o del miedo latente que había sentido desde su llegada a Buenos Aires.
Con un suspiro final, selló los sobres, los metió en una carpeta de cartón marrón y se los entregó al recepcionista del hotel con la instrucción clara de llevarlos a la oficina de correos de la calle Defensa. Había anotado la dirección de Manuel en Bello con letra firme, asegurándose de que no hubiera errores.
—Le llegará en una semana —dijo—. Pero recuerde que no debe abrirse hasta que algo me pase. Es importante.
El recepcionista asintió, intrigado pero respetuoso.
Sofía regresó a su habitación, se lavó el rostro con agua fría y se sentó en el borde de la cama, mirando a su hija que ya comenzaba a moverse. La niña la miró con ojos aún perezosos, y Sofía sonrió antes de levantarla en brazos y vestirla para bajar al comedor.
El salón del hotel comenzaba a llenarse de turistas y artistas que también participarían en el gran encuentro cultural. Sofía se instaló en una mesa junto a la ventana, con su hija en una sillita alta. Pidió café con leche y panecillos con mermelada, esperando la llegada de Hernán y su familia, quienes la habían citado para desayunar antes de ir al museo para la última jornada de preparativos.
Mientras daba pequeños sorbos a su café, pensaba en todo lo que había escrito. No sabía si Manuel entendería el peso de sus palabras, ni si algún día sería necesario abrir esa carta. Pero sabía que, de alguna forma, necesitaba dejar una huella más allá de sus cuadros, más allá de sus silencios. Por si el pasado volvía por ella.
Una brisa ligera agitó las cortinas mientras la niña jugaba con una cuchara de metal. Sofía, en silencio, observaba el amanecer de Buenos Aires como si fuera la primera vez. Porque en el fondo, sabía que todo podía cambiar en cualquier momento.
Y el día apenas comenzaba.
Entre Discusiones y Presentimientos
El desayuno en el hotel transcurría en una atmósfera de aparente normalidad. Sofía había llegado temprano al comedor con Lucile María, que jugaba con una pequeña cucharilla sobre la mesa. El aroma del café recién hecho y el sonido de la vajilla componían un fondo sereno, casi engañosamente tranquilo.
Hernán y Emma Carolina llegaron minutos después, acompañados de sus hijos. Saludaron a Sofía con alegría, sin notar de inmediato la leve tensión en su rostro. Hernán pidió café, mientras Emma organizaba a los niños con jugo de naranja y panes dulces. Todo parecía una mañana más de viaje.
—¿Dormiste bien? —preguntó Hernán mientras revolvía su bebida.
Sofía asintió, con una sonrisa breve.
—Sí, aunque desperté varias veces…
—Normal. Este clima nuevo, la emoción por el encuentro. Todo suma.
Sofía desvió la mirada hacia una mesa cercana donde reposaban varios ejemplares del diario de la mañana. Uno de los titulares llamó su atención de inmediato: "Hallada fosa común en Mauthausen. Cuerpos de mujeres posiblemente prisioneras".
Se levantó en silencio y tomó uno de los periódicos. Las letras impresas parecían más pesadas que el papel que las sostenía. Volvió a su asiento y comenzó a leer, mientras el murmullo del desayuno continuaba a su alrededor.
La noticia hablaba de un reciente hallazgo en los terrenos que antes habían sido parte del campo de concentración. Arqueólogos y forenses, ayudados por testimonios de antiguos sobrevivientes, habían identificado una nueva fosa con restos de al menos veintidós mujeres, todas con señales de violencia extrema. El informe sugería que pertenecían al grupo de reclusas trasladadas clandestinamente en los últimos días del régimen.
Sofía sintió un nudo en la garganta. Su mente viajó de inmediato al último día que vio a Lucile: desnutrida, débil, pero con los ojos ardiendo de vida. Esa mirada no la había abandonado jamás.
—¿Qué pasa, Sofía? —preguntó Emma, notando su palidez.
Ella mostró el periódico, con los dedos apenas temblando.
—Encontraron una fosa… en Mauthausen. Dicen que… podría haber mujeres como Lucile allí.
Hernán tomó el diario y leyó en silencio. Emma apretó suavemente la mano de Sofía.
—¿Crees que…? —dijo en voz baja.
—No lo sé —respondió ella con un susurro—. No sé si quiero saberlo… pero parte de mí siente que… podría ser ella.
El murmullo del comedor se desdibujó a su alrededor. En medio del bullicio cotidiano, Sofía sintió que el pasado había vuelto a tocar su puerta. No con palabras, sino con huesos, con tierra, con memoria.
Guardó silencio unos minutos, abrazando a Lucile María con más fuerza. Si el cuerpo de Lucile estaba en esa fosa, al menos una parte de ella sería por fin reconocida. Pero si no… entonces seguiría viva en su memoria, intacta, como una llama que nunca se apagó.
Sofía levantó la vista y respiró hondo. El encuentro de artistas aún no comenzaba, pero ya sabía que este viaje marcaría el cierre de muchas heridas y, quizás, también, el inicio de nuevas verdades por enfrentar.