Las horas antes del encuentro
El reloj marcaba las seis y cuarenta de la mañana cuando Eva Müller abrió los ojos. La luz apenas se colaba por las rendijas de la cortina en su modesto apartamento, oculto entre las calles menos transitadas de Barracas. El cuarto estaba en penumbra, con apenas lo necesario: una mesa plegable, una cama individual con sábanas grises y un pequeño armario donde colgaba su abrigo de lana. No necesitaba más. No le quedaba mucho tiempo.
Se incorporó lentamente, encendió una lámpara de escritorio y retiró de debajo del colchón un cuaderno de tapas negras. Lo abrió por una página marcada con un hilo rojo. La lista estaba escrita a mano, con una caligrafía firme y uniforme. Números de cada “alumna”, nombres, fechas, la palabra “reprobada” y el lugar de entierro. Junto a algunos números y nombres, una cruz negra. Junto a otros, una sola palabra: "castigada".
Sus dedos pasaron por cada una con una frialdad mecánica, hasta detenerse en la línea final.
Nummer (Número) 100: 68259 - Sofía Beatriz Reyes Piedrahíta
Todavía no llevaba ninguna marca. Eva cerró el cuaderno con un chasquido suave y respiró hondo. "Hoy termina esto."
Mientras tanto, en el hotel, Sofía cepillaba con cuidado el cabello de Lucile María, que jugaba con su muñeca sobre la cama. El vestido de la niña, blanco con bordes rosados, estaba colgado ya sobre la silla, junto al pequeño abrigo de lana que usaría para el evento.
Sofía se miró al espejo mientras abrochaba su vestido. Respiró hondo. Había dormido poco, atormentada por sensaciones difusas que no podía nombrar. Desde que leyó el artículo sobre la fosa común en Mauthausen, la idea de que Lucile —su Lucile— pudiera estar allí no la dejaba en paz.
—Vamos a estar bien —se dijo en voz baja, como un mantra. Sofía alzó a Lucile María en sus brazos—. Hoy es un día hermoso, pequeña.
En el restaurante del hotel, Hernán y su familia ya habían bajado. Emma Carolina hablaba con los niños mientras bebía su café. Al ver a Sofía llegar con su hija, todos se pusieron de pie con sonrisas cálidas.
—Estás hermosa, hermanita —dijo Hernán, besándola en la frente—. Hoy harás historia.
Sofía sonrió, pero sus ojos buscaban algo más. O alguien.
A pocas cuadras de allí, en una joyería de la calle Florida, Martín observaba los anillos tras una vitrina. El joyero, un hombre de edad, le mostró una caja con tres opciones. Martín eligió una sin pensarlo demasiado: oro blanco, sencillo, con un grabado interior donde mandaría a poner "Por ti y por ella".
—¿Para esta noche? —preguntó el joyero.
Martín asintió.
—Para cumplir una promesa.
La ciudad comenzaba a vibrar con el movimiento del nuevo día. Sofía y su pequeña esperaban en la entrada del hotel, mientras Emma Carolina cuidaba los últimos detalles del vestuario. Hernán recibía llamadas del museo. Todo marchaba según lo planeado.
Pero, en un rincón sombrío del barrio, Eva Müller ajustaba su vestido y colocaba su cuaderno dentro de una bolsa que escondió en el fondo de un contenedor de basura. En el bolsillo interior, su arma, lista.
No por venganza.
No por justicia.
Por un castigo.
Solo un cruel castigo.
Y Sofía, sin saberlo, caminaba hacia él.
Horas más tarde
Horas más tarde, Sofía, con su hija en sus brazos con ternura, caminaba por la acera empedrada en dirección al centro. El sol de la tarde comenzaba a bajar, proyectando sombras alargadas sobre la ciudad de Buenos Aires. Antes de dirigirse al Museo de Bellas Artes, hizo una breve parada en una pequeña caseta telefónica que había visto cerca del hotel. Lucile María, curiosa, jugaba con el borde de su vestido mientras su madre ingresaba unas monedas.
—¿Aló? —dijo la voz de su padre al otro lado de la línea.
—Papá… soy yo —respondió Sofía, con la voz algo temblorosa.
—Sofía, hija… ¿todo está bien? —preguntó el hombre con preocupación.
—Sí, sí… solo quería oír sus voces. —Guardó silencio un segundo, conteniendo la emoción—. Esta noche será importante. Solo quería que supieran que los amo.
Hubo un breve silencio.
—También te amamos, hija —dijo la madre de Sofía, que se había sumado a la llamada—. Y aquí estaremos siempre para ti, pase lo que pase.
Sofía colgó con un leve nudo en la garganta. Acarició el cabello de Lucile María y continuaron su camino hacia el museo.
Mientras tanto, unas calles más al norte, Eva Müller ingresaba al vestíbulo del hotel donde se hospedaba Sofía. Llevaba puesto un vestido gris sencillo y una bufanda que disimulaba parte de su rostro. Se dirigió a la recepción con paso seguro, fingiendo ser una visitante casual.
—Buenas tardes… estoy buscando a la señora Sofía Reyes. Me dijeron que se hospedaba aquí. Voy a entregarle una invitación para el evento de esta noche.
El recepcionista revisó discretamente los registros.
—La señora Reyes ya salió hace poco, pero sí, está registrada para el evento en el Museo de Bellas Artes.
—Perfecto. ¿Puedo dejarle algo en su habitación?
—Lo siento, solo los huéspedes pueden acceder a las habitaciones.
—Claro… lo comprendo —dijo Eva, sonriendo con cortesía antes de alejarse.
Tomó un desvío hacia un pasillo lateral, hasta llegar a la zona de empleados. Miró en ambas direcciones antes de empujar una puerta sin marcar. Dentro, encontró un pequeño vestidor. Varios uniformes colgaban en ganchos oxidados. Rápidamente, eligió uno de mantenimiento, se cambió y ató su cabello bajo una gorra de trabajo.
Sin levantar sospechas, salió por la puerta de servicio del hotel, fundiéndose con la tarde que comenzaba a volverse dorada.
Con una calma escalofriante, Eva Müller caminó hacia el museo. El escenario estaba listo. El papel que había escrito para Sofía, también.
El Encuentro de artistas
La noche había caído sobre Buenos Aires y el Museo de Bellas Artes se iluminaba como un faro cultural en el corazón de la ciudad. Las luces cálidas resaltaban la fachada clásica, mientras el interior comenzaba a llenarse con un aire vibrante de emoción, expectativa y memoria.