Una colombiana en Mauthausen

Capítulo 46

El último adiós

El sol de la mañana apenas comenzaba a filtrarse entre los árboles del cementerio de San Pedro, en Medellín. Una brisa suave acariciaba las copas de los árboles, mientras decenas de personas comenzaban a congregarse para el último adiós a Sofía Reyes.

Desde temprano llegaron los primeros familiares: Beatriz y Alberto, los padres de Sofía, apoyados por Leonora, la hermana de Beatriz; Hernán y Emma Carolina, quienes llevaban de la mano a sus dos hijos. Detrás venían Manuel con su esposa Constanza, ambos visiblemente afectados. También estaban Teresa, Ramón Santamaría junto a su esposa Elizabeth Osorio, amigos y benefactores de toda la vida, unidos por la pena común.

Poco después llegó Martín, vestido de negro, cargando en brazos a Lucile María. Lo acompañaban su madre Elvira, su hermana Ana y Julieta, su exesposa, quien había insistido en estar presente por respeto a la memoria de Sofía.

Clara, Marietta y Ernesto arribaron en un mismo automóvil. Clara bajó en silencio, mientras Marietta sostenía un pañuelo blanco con fuerza. Los tres se acercaron al círculo de sillas donde comenzaban a sentarse los familiares.

Desde Bogotá llegaron Aníbal, Elena, Carmen, Sandra y Victoria. Carmen llevaba consigo un cuaderno arrugado donde había escrito un poema para su amiga. Elena, Sandra y Victoria sostenían un ramo de lirios blancos.

El ataúd fue colocado sobre una plataforma, cubierto por el uniforme de prisionera de Mauthausen y una flor blanca. Un silencio solemne lo rodeaba todo, solo interrumpido por el susurro del viento entre los árboles.

Mientras se organizaba la ceremonia, comenzaron a llegar antiguas compañeras del colegio, delegaciones de organizaciones artísticas, feministas y de derechos humanos, y también una columna de jóvenes de las Juventudes Liberales, Anapistas y Comunistas. Traían flores rojas y una bandera desgastada. Al formarse en semicírculo frente al féretro, los jóvenes comunistas comenzaron a cantar a coro, con emoción contenida:

"Una mañana, un sol radiante, oh bella ciao, bella ciao, bella ciao, ciao, ciao…"

Cantaban en español, y poco a poco más personas se unieron. Clara y Marietta alzaron sus puños en alto. Marietta tomó aire y, con voz potente, entonó en italiano:

—"E questo è il fiore del partigiano, morto per la libertà." ("Y ésta es la flor del partisano que murió por la libertad").

—¡Por la libertad! —gritó Clara al final, con el puño en alto. Las lágrimas rodaban por sus mejillas, pero su voz no tembló.

El canto resonó con fuerza en el cementerio. Algunos ancianos lo seguían con lágrimas, otros en silencio, como si recordaran a otros muertos, a otras luchas.

Carmen fue la siguiente en acercarse. Se colocó junto al ataúd y desplegó su cuaderno. Con voz temblorosa, comenzó a leer:

"Viajera de sombras y luz, mujer de pinceles y cicatrices, tus manos pintaron el dolor y en cada trazo dejaste tu alma.

Hoy regresas a tu tierra, no como la niña que partió, sino como la mujer que sobrevivió para contar la historia que otros quisieron borrar."

Al terminar, Teresa se adelantó con una guitarra colgada al hombro. Sus dedos temblorosos recorrieron las cuerdas hasta hallar la melodía. Y entonces, comenzó a cantar:

"Ay, mi negra, te fuiste lejos, pero en esta tierra siempre regresa el alma."

Las voces se sumaron una a una, entre sollozos. El ataúd descendía lentamente mientras el coro final de "Bella Ciao" se fundía con la música de Teresa y con los aplausos de quienes no encontraron otra manera de decir adiós.

Sofía Reyes, pintora, madre, sobreviviente y luchadora, regresaba a la tierra que la vio nacer. Pero no en silencio: volvía envuelta en canciones, en poesía y en lucha, tal como vivió.

Cuando el canto se apagó lentamente entre los árboles y las voces quebradas por la emoción se fundieron en un silencio respetuoso, el sepulturero asintió hacia la familia. El ataúd ya descendía lentamente a la tierra húmeda del camposanto.

El director del cementerio ofreció una pala, pero fue Beatriz, la madre de Sofía, quien, acompañada por Leonora, dio el primer paso. No pidió ayuda. Tomó un pequeño puñado de tierra entre sus manos temblorosas y lo dejó caer sobre el ataúd.

—Aquí estás en casa, mi niña —susurró, con lágrimas rodando por sus mejillas.

Alberto, su padre, la siguió. Sus ojos estaban enrojecidos, pero aún contenía el llanto con una dignidad adolorida. Se inclinó y dejó caer otro puñado.

Hernán se acercó con su esposa y sus hijos. Cada uno tomó un poco de tierra. Emma Carolina besó sus dedos antes de soltarla, y su hija mayor preguntó en voz baja:

—¿Ahora mi tía Sofía está con las estrellas?

Hernán no pudo responder. Solo la abrazó.

Martín se acercó con Lucile María en brazos. La niña miraba la tierra con la mirada fija, como si entendiera que allí se estaba sellando algo profundo. Martín le guio la manito, dejándola tomar un poco de tierra y dejarla caer suavemente.

—Tu mamá fue una estrella —le dijo al oído—. Y tú llevas su luz.

Lucile María no dijo nada. Solo abrazó fuerte el cuello de Martín.

Luego fue el turno de Teresa, que colocó una pequeña piedra junto al puñado de tierra.

—Para que tu alma nunca se pierda en el camino —dijo, recitando una vieja tradición popular.

Manuel, con su esposa Constanza, Clara, Marietta y Ernesto hicieron lo mismo. Marietta dejó caer la tierra murmurando en italiano:

—Una rosa ogni primavera… per sempre, sorella mia (Una rosa cada primavera…para siempre, hermana mía).

Después, Aníbal, Elena, Carmen, Sandra y Victoria se turnaron, cada uno dejando caer la tierra con algún gesto, una flor, una palabra en voz baja o un pensamiento apenas murmurado.

Luego, los activistas jóvenes, aún con los ecos de Bella Ciao en la garganta, se acercaron uno a uno. Cada puñado de tierra fue acompañado de un puño cerrado al cielo, como símbolo de resistencia, de memoria viva.




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