Medellín, 1998 – La visita
La brisa suave de la mañana agitaba las flores sobre las lápidas del cementerio San Pedro. Entre cipreses altos y caminos de piedra, Lucile María caminaba en silencio, de la mano de su padre, el periodista argentino Martín Lombardo. Frente a una tumba de granito oscuro, ambos se detuvieron.
—Hola, mamá —dijo Lucile María, dejando un ramo de flores y una pequeña pintura al pie de la lápida.
Era un retrato de Sofía Reyes con el uniforme de prisionera de Mauthausen, pero con los ojos llenos de vida, como si, a través de la pincelada de su hija, la muerte no hubiera conseguido apagar su fuego.
La inscripción decía con sencillez:
"Sofía Beatriz Reyes Piedrahíta
Pintora y sobreviviente
1920 – 1967"
Lucile María se arrodilló unos segundos, en silencio, y luego se levantó. Caminó junto a su padre hasta la tumba contigua, donde descansaban los restos de sus abuelos, Beatriz Piedrahíta y Alberto Reyes.
—Hola, abuelos —susurró, colocando una flor blanca sobre la piedra.
Miró a su padre y luego a la lápida, y con una sonrisa discreta le dijo:
—Les cuento que ahora firmo como Lucile María Lombardo Reyes. Quise llevar también el apellido de papá.
Martín le acarició el cabello con ternura.
—Le cuento mamá que vivo con los Lombardo, primero en Ciudad de México cuando mi papá, mi abuela Elvira y mi tía Ana se exiliaron; y después, cuando fallecieron ustedes, mis abuelos, a ti, abuelo Alberto, cuando yo tenía 14, y a ti, abuela Beatriz, después de que yo cumpliera 15 años. Después viví en Buenos Aires cuando mi familia paterna regresó en el ‘84 —continuó Lucile María—. Julieta, la exesposa de papá, tiene algunas amigas suyas en México que ayudaron a hospedar a mi familia paterna en ese país, pero también me contaron que ella es profesora de la Universidad Nacional de Artes en Buenos Aires. Ella me ayudó con todo, incluso con mis estudios después de recibir el dinero del seguro de vida tuyo. Y gracias a eso, me gradué de esta universidad como licenciada en artes visuales orientada a la pintura. Ahora soy profesora en una escuela privada, además soy pintora como tú, mamá, y costurera como mi abuela, en la galería y boutique de Clara y Marietta en San Telmo. Ellas se exiliaron a Italia con Ernesto en el ‘76, pero volvieron a reabrir su tienda en el ‘84 cuando los tres regresaron.
Sacó con cuidado un sobre antiguo de su bolso. Estaba gastado en los bordes, pero la tinta aún se leía clara. Lo abrió y desplegó una hoja escrita a mano.
—Es una carta de la familia Laurent —dijo—. Me la enviaron hace unos años, después de que lograron identificar el cuerpo de Lucile Laurent, mi otra mamá. Dice así:
"À la fille de Sofía Reyes :
En 1969, grâce aux archives de Mauthausen, nous avons appris que Lucile Marguerite Laurent avait été assassinée à cet endroit. Nous l’avons retrouvée et enterrée à Lyon, avec tous les honneurs qu’elle méritait. Nous l’avons recouverte d’un drapeau rouge, symbole de son combat, et avons levé le poing comme elle l’aurait fait. Ce fut une cérémonie digne, avec des fleurs, des chants et des larmes. Son nom ne sera pas oublié. Son courage non plus.
(A la hija de Sofía Reyes:
En 1969, con ayuda de los registros de Mauthausen, supimos que Lucile Marguerite Laurent fue asesinada allí. La recuperamos y la enterramos en Lyon, con todos los honores que merecía. La cubrimos con una bandera roja, símbolo de su lucha, y levantamos el puño como ella lo habría hecho. Fue una ceremonia digna, con flores, canciones y lágrimas. Su nombre no será olvidado. Ni su valentía.)"
Lucile María dobló la carta con cuidado, como quien guarda un tesoro. Luego sacó un libro de tapas ajadas, en francés, y otro más delgado con la misma portada traducido al español.
—También me enviaron esto —dijo, mostrándolo con delicadeza—. Se publicó en 1970, en Lyon. Lo escribieron Jean y Marc Laurent, los hermanos de mamá Lucile, que hoy son profesores de literatura, como lo fue su padre. Se titula “Les péchés de Lucile” —”Los pecados de Lucile”—. Es un testimonio doble, íntimo, escrito desde la sangre: el de dos hermanos, el de dos escritores, el de dos testigos.
Hablan del día en que la sorprendieron besando, amando a otra joven. De cómo sus padres la castigaron cuando apenas era una adolescente, de cómo se vio obligada a esconder su deseo, su inclinación hacia una mujer. Relatan su militancia comunista, el silencio que debió guardar durante años, y ese amor secreto entre mamá Lucile y tú... un amor que, a veces, también fue cuerpo y fue entrega.
El libro concluye con la imagen de su último cuadro, pintado en el campo, y con el uniforme de prisionera que tú misma devolviste a la familia tras su liberación. Y también con el retrato que pintaste luego de su muerte, en Lyon. Jean y Marc lo escribieron para que sus padres pudieran, al fin, descansar en paz: Henri en el '75 y Madeleine en el '79. En la otra carta dijeron que era la manera de aceptar tu perdón.
Del fondo de la carpeta sacó una fotografía en blanco y negro. Henri y Madeleine Laurent estaban de pie, graves, frente al ataúd sencillo de Lucile. A sus lados, Jean y Marc. Nadie hablaba. En los rostros, el peso de la pérdida; sobre las flores, una bandera roja cuidadosamente doblada.
Lucile María, que hasta entonces había permanecido en silencio, tomó el libro entre sus manos como si sostuviera algo frágil, vivo todavía.
—Entonces... ¿fue por ella? —preguntó, apenas un susurro—. ¿Me llamaron Lucile... por ella?
Martín asintió en silencio. Sus ojos brillaban.
—Por ella —dijo, al fin—. Y por lo que fuimos. Por lo que no pudimos decir. Te llamamos así para que su nombre no muriera con su cuerpo. Para que algo de su verdad siguiera respirando.