No sé qué clase de karma estoy pagando, pero la vida se empeña en ponerme a prueba. Primero mi ex mujer me dejó como si uno fuera un mueble viejo que ya estorba, después tuve que criar solo a mi hija «bueno, técnicamente nuestra hija, aunque ella antes de irse juró que Amelia no llevaba mi sangre», y ahora… ahora resulta que la niñera candidata es nada menos que una payasa. Sí, literalmente. Con peluca verde y nariz roja incluida.
Sentí que el cansancio me pasaba factura. Pero como siempre, antes de dormir, entré a su habitación.
Ahí estaba, mi terremoto disfrazado de ángel: profundamente dormida, con el pelo hecho un desastre y abrazando a su oso como si fuera la última Coca-Cola del mundo. Me acerqué despacio, le acomodé el flequillo de la frente y le di un beso suave. Ese gesto me recuerda siempre lo que de verdad importa.
Salí en silencio, y justo cuando cerraba la puerta, apareció mi madre. Tiene esa habilidad de asustar más que un fantasma: de repente la tienes frente a ti y no sabes cómo llegó ahí.
—¿Y bien? —preguntó sin rodeos.
—¿Y bien qué? —dije, aunque ya sabía por dónde iba.
—La payasa. ¿Se va a quedar como niñera de Amelia o no?
Me rasqué la nuca, tratando de procesar la escena del despacho de hace unas horas. Esa mujer, vestida como piñata, asegurando que no se iba a rendir.
—Mamá, ¿te das cuenta de lo que dices? ¿Contratar a alguien que apareció disfrazada de payasa en mi sala? Quizá estoy loco si acepto eso.
Ella me cruzó los brazos como quien va a dar cátedra.
—No juzgues un libro por su portada, Daniel. A veces los más raros son los que más sorprenden.
Puse los ojos en blanco.
—Sí, claro. Y la próxima vez seguro contratamos a Batman de guardia de seguridad.
Mi madre ni se inmutó.
—No seas exagerado. Solo ponla a prueba. Una semana. Si no sirve, la despides sin remordimientos.
Suspiré. La conocía demasiado bien. Cuando mi madre se empeña en algo, ni un ejército la hace cambiar de opinión.
—Está bien, mamá. Una semana. Pero si esto sale mal, será tu culpa.
Ella sonrió como si ya supiera que iba a salir bien. Yo, en cambio, sentí un nudo en el estómago.
Esa noche, cuando entré a mi cuarto, el pasado me golpeó de frente. Me senté en la cama, y de inmediato me vinieron a la cabeza las palabras de mi ex esposa. “Esa niña no es tuya, Daniel. Abre los ojos. No cargues con lo que no te corresponde.”
Idiota. ¿Cómo pudo decir eso? No importaba si Amelia compartía mi sangre o no. Para mí, lo era todo. La vi nacer, la vi dar sus primeros pasos, la escuché decir “papá” entre balbuceos. Esa niña era mi vida, mi motor, y nadie me convencería de lo contrario.
Me acosté decidido: podía fallar en muchas cosas, pero jamás como padre.
A la mañana siguiente, apenas amanecía cuando escuché el timbre de la puerta. Bajé las escaleras medio dormido, pensando que sería algún mensajero, pero lo que vi al abrir la puerta me dejó sin aire.
Allí estaba ella. Y no, no llevaba nariz roja ni peluca verde. Llevaba un vestido sencillo, el cabello suelto cayéndole en ondas, la cara limpia, con esa frescura que casi me cegó.
—Buenos días, señor Daniel —dijo con una sonrisa nerviosa—. Vengo a presentarme para mi primer día como niñera.
Mi cerebro se colapsó. Literalmente. La mandíbula me quedó colgando como si hubiera visto un ovni.
—Y-yo… este… sí, claro, pase usted, señorita… ¿eh?
¿Eh? ¿De verdad dije “¿eh?”? Me quería dar de topes contra la pared.
Ella me miró raro, pero entró.
—Gracias.
Me quise recomponer, carraspeé y traté de sonar serio.
—Digo… sí, pase. Amelia todavía duerme, pero… este… ¿quiere un café?
«O una cita»
—Claro, gracias.
Bien, Daniel. Ofrecer café. Eso es de gente normal.
Nos dirigimos a la cocina y, mientras ponía la cafetera, me sorprendí mirándola de reojo. Parecía otra persona. Ayer era un arcoíris andante; hoy, era… bueno, la mujer más hermosa del mundo mundial, cómo suele decir mi hija. No hay otra forma de decirlo.
El problema fue que me distraje tanto que, en lugar de echar el café en el filtro, terminé echando azúcar.
—Eh… ¿se supone que eso es un truco nuevo? —preguntó ella, tapándose la risa.
Me quedé congelado.
—Yo… estaba… eh… probando una técnica diferente. Sí. Innovación.
Ella estalló en carcajadas, y yo quería que me tragara la tierra.
—Vaya, señor Daniel. Con razón no me quiso en un inicio, usted mismo es el payaso de la casa.
Le lancé una mirada de fingida seriedad.
—Muy graciosa.
Al final, logré servir café decente. Nos sentamos en la mesa y ella empezó a contarme cómo había terminado trabajando con César, el amigo del parque. Tenía un modo de hablar tan natural que todo se volvía cómico.
—Imagínese —decía ella—, yo con un pantalón que parecía carpa de circo, el pelo verde fosforescente y un niño diciéndome que era Shrek con tacones.
Casi me atraganto de la risa. Esa mujer tenía algo… algo que me sacaba de mi rutina gris.
En eso escuchamos pasos apresurados en el piso de arriba. La voz chillona de mi hija resonó:
—¡Papáaaa!
—¿Dónde está mi detective favorita?
Me puse de pie.
—Ya despertó. Prepárese, porque mi hija no tiene modo silencioso.
Subimos y, efectivamente, Amelia salió de su cuarto despeinada, con los brazos extendidos hacia Lulú como si la conociera de toda la vida.
—¡Vinisteee!
La abrazó tan fuerte que yo mismo me quedé impresionado. Amelia no suele confiar tan rápido en nadie.
—Claro que vine, detective —contestó ella, devolviendo el abrazo—. Hoy tenemos misión secreta: conquistar el desayuno.
Mi hija chilló de emoción. Yo solo las observaba, con ternura y miedo. ¿Cómo diablos esa mujer había encajado tan rápido en nuestras vidas?
La mañana fue un caos divertido. Amelia insistió en que quería hacer panqueques “de unicornio”. Eso significaba que Lulú y yo terminamos con más harina en el cabello que en el sartén.