Estacionó bien temprano en la mañana, frente a aquella casa y sonrió cuando ella salió cargada de mil bultos más el equipo de mate.
—No sé si me vas a dejar tomar en el auto — dijo ella apenas se sentó en el lugar el copiloto y le regaló un besito en los labios.
—Sí, no hay drama — respondió y la atrajo nuevamente para besarla como correspondía.
—Es que tu auto es muy caro, pensé que me ibas a sacar cagando— explicó riendo una vez que se desprendió de ese beso tan, pero tan, dulce.
—Que tonta, nada que ver.
—Dicen mis viejos que le traigamos alfajores — explicó acomodándose en su sitio, dejando los bolsos en la parte trasera de auto ya que, aunque lujoso y con miles de comodidades, tenía un baúl de mierda donde sólo entraban dos boludeces y nada más.
—Alfajores serán — dijo y salió a velocidad lenta para encaminarse en aquella ruta de quince horas hasta su destino en la costa.
Rió por todo, se divirtió con nada, cantaron, jugaron y tomaron mucho mate, hasta que, por fin, el aire salado les golpeó la nariz.
—Señora casa — exclamó Pilar viendo ese enorme edificio al costado de la playa, contemplando que, innecesariamente a su perspectiva, tenía una pileta en la parte que daba hacia el mar.
Entraron a ese amplio espacio decorado con colores tierra, con cómodos sillones y enormes ventanales.
—Vení que te muestro la casa — le dijo tomando con suavidad su mano y llevándola por cada rincón de ese lugar que él solo recordaba por fiestas descontroladas y sexo en cada rincón.
—Vamos a cambiarnos y metámonos al mar — propuso ella dando pequeños saltitos.
—¿No se te acaban las pilas nunca?— preguntó pegándola a su cuerpo y dejándole un beso en los labios.
—No. Ahora vamos a la playa, viejito— dijo y se despegó para ir a buscar su bolso.
Cristian sonrió más y se dejó contagiar por aquella poderosa energía. No importaba si casi era de noche y la brisa marina fuese bien fresca, no importaba las horas de viaje interminable ni lo adolorida de su espalda. No importaba nada, solo esa castaña que se perdía en el baño para cambiar su atuendo por una bikini azul que le quedaba preciosa.
Salieron a la playa y Pilar corrió como una niña pequeña hacia el mar. Cristian rió y siguió a la enérgica mujer hasta que ambos se encontraron hundidos en el imponente océano.
Jugaron y nadaron un poco hasta que el frío caló en los huesos.
—Vamos— invitó el muchacho y la arrastró hacia la casa, llevándola directo al baño, a tomar una ducha calentita que les quitara el frío.
—Estaba fría el agua — dijo ella tiritando mientras Cristian regulaba el agua.
—Metete que si no te vas a enfermar — explicó y la introdujo en la ducha, con maya y todo, con él por detrás.
Le quitó con cuidado cada pequeña prenda que la cubría y besó con calma ese cuello que era su adicción. Jugó con sus pezones, mientras una de sus manos descendía hasta aquella intimidad que lo llevaría a la demencia. Se entretuvo entre aquellos pliegues, se deleitó con esos suaves gemidos y, cuando no aguantó más, cuando su erección pedía ser atendida, la giró para subirla a su cadera y enterrarse en ella con vicio.
—Cris — le susurró anhelante en el oído.
—Ay, chabona, como me gustás— le dijo con la voz ronca y se hundió con más ganas.
Explotaron en un orgasmo que los dejó temblando, que hizo girar al baño a una velocidad demasiado rápida, que los elevó para regresarlos con un nuevo brillo en su mirar.
—Salgamos y comamos algo — propuso él bajándola con cuidado, sosteniéndola con firmeza para que no cayera por sus piernas temblorosas.
—Muero de hambre — dijo con una sonrisa de lado y se dejó besar suavecito.
Luego de comer unas hamburguesas, cortesía del servicio de delivery, se sentaron en la terraza, envueltos en una manta, con la espalda de ella apretando el pecho de él, con los brazos de él envolviendo con posesión la cintura de ella, con sus miradas clavadas en las estrellas infinitas.
—Podría dormir así— susurró Pilar acomodándose mejor en aquel espacio tan calentito.
—Podría vivir así— susurró bien bajito él, no queriendo ser escuchado, pero necesitando dejar salir aquello que ya no podía contener en su alma.
—¿Cuándo llega Alejo?— indagó la castaña cerrando los ojos, agotada por el viaje, el baño en el mar y el buen sexo.
—En tres días. No te duermas — le dijo —, vamos adentro y nos acostamos bien.
—No, un ratito más — pidió casi dormida —. Un poquito más — rogó y no supo cómo el pecho de aquel hombre se apretaba por la ternura, por el amor, por todo lo que le provocaba con solo pequeños gestos, con algunas palabras no demasiado relevantes, con esa compañía que le regalaba sin ser consciente de todo lo que significaba para él.
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Alejo llegó agotado, deseoso de pasar unos días en la playa sin hacer mucho más que beber cerveza y fumar en la sombra, intentando que cierta rubia no se colara en sus pensamientos, manteniendo a raya la furia que se desataba en su interior al ser consciente que ella no había cumplido su palabra.
Entró a esa cómoda casa, dejó sus cosas y fue directo a saludar a su amiga, a esa mujer que le arrancaba unas buenas risas.
—Pili, bonita— dijo apretándola bien fuerte sin dejar que se girara para verle la cara.
—Qué estúpido. Me asusté un montón— gritó entre los brazos de su amigo.
—Que maricona — murmuró depositándola en el piso.
—Callate. A verte — ordenó inspeccionando cada parte del bronceado cuerpo de aquel morocho —. Te hizo bien Grecia, ¿eh? — indagó divertida golpeando suavemente el hombro de su amigo.