La figura borrosa de Joseph permanecía quieta en medio de la habitación, observándola con esa intensidad que parecía atravesarla. Amelia sintió el impulso de hablarle, de intentar romper aquel silencio helado que colgaba en el aire, pero el miedo y algo más—una especie de atracción inexplicable—la mantenían paralizada. A pesar de que había algo oscuro y perturbador en su presencia, también sentía un inexplicable anhelo en su mirada, como si hubiese esperado este encuentro por mucho tiempo. Sin pensarlo dos veces, se giró y salió corriendo de la habitación, sus pasos resonando en el pasillo vacío.
El sonido de su respiración era lo único que llenaba el silencio de la casa mientras corría de habitación en habitación, tratando de encontrar una salida. Sin embargo, parecía como si cada puerta que alcanzaba estuviera cerrada o la llevara de regreso al mismo punto, atrapándola en un laberinto de corredores oscuros y habitaciones vacías. La sombra de Joseph continuaba apareciendo en los reflejos de los espejos antiguos y en las esquinas, su figura cada vez más borrosa pero inquebrantable en su mirada.
Amelia empujó una puerta con fuerza, desesperada por escapar. Finalmente encontró el pasillo que conducía a la entrada de la casa. Se lanzó hacia la salida, pero sintió el peso de algo invisible tirando de ella, un impulso que le susurraba quedarse, como si una parte de ella estuviera atrapada allí, atada a aquel espíritu y a esa casa. Era como si Joseph le implorara, en silencio, que no lo abandonara.
Amelia respiró hondo y trató de calmarse, su corazón aún palpitaba con fuerza tras el encuentro inicial con Joseph. Al llegar a la puerta, dispuesta a irse, escuchó un ruido sutil, un leve crujido que resonó en el pasillo. Dudó un instante y giró la cabeza para mirar en esa dirección, su curiosidad mezclándose con el miedo al no ver nisiquiera la silueta de Joseph. Algo, una fuerza inexplicable, le impedía dar el paso definitivo hacia la salida.
Con un impulso extraño, comenzó a recorrer la habitación, pasando la mano por la superficie de los muebles cubiertos de polvo, como si estos objetos pudieran contarle la historia de aquel lugar. En una esquina, una antigua mesita sostenía una pequeña joya, un pendiente dorado que reflejaba la tenue luz que se filtraba por la ventana. Al rozarlo con los dedos, Amelia sintió un repentino mareo, como si la memoria de alguien más se hubiera apoderado de ella por un instante.
Justo entonces, un susurro llenó el aire.
—¿Vas a irte… tan pronto? —La voz de Joseph, suave y pausada, parecía provenir de todas partes a la vez.
Amelia se quedó inmóvil, los dedos aún rozando el pendiente. Un escalofrío recorrió su piel, pero había algo en el tono de su voz que la hizo dudar de nuevo.
—¿Por qué debería quedarme? —susurró ella, más para sí misma que para él.
Joseph no respondió, pero en lugar de eso, Amelia comenzó a escuchar pasos lentos en el pasillo. Por un momento, se convenció de que alguien más estaba ahí, y su mente le pedía que huyera; sin embargo, la sensación de familiaridad en aquella voz la hizo avanzar hacia la puerta de la habitación y asomarse al corredor. La sombra de Joseph parecía deslizarse por el suelo, llevándola hacia una habitación al final del pasillo.
Con el corazón acelerado, Amelia lo siguió, como si una parte de ella estuviera movida por una fuerza ajena. Al llegar a la habitación, sus ojos se detuvieron en un gran espejo de cuerpo entero, enmarcado en un diseño de madera tallada con detalles intrincados. En el reflejo, por un instante, le pareció ver a una joven de cabello largo y oscuro—con un rostro increíblemente similar al suyo—vestida con un atuendo de época, como si estuviera lista para un baile. Junto a ella, de pie y mirándola con una mezcla de devoción y tristeza, estaba Joseph, su figura mucho más nítida que antes.
El reflejo la atrapó, y Amelia sintió un peso creciente en su pecho, una sensación de melancolía que no podía explicar. Al mirar sus propios ojos en el espejo, estos parecían tener un brillo nuevo, una chispa de recuerdos escondidos que la llenaban de una mezcla de ternura y dolor.
—¿Por qué… estás aquí? —logró susurrar, su voz apenas audible, como si no quisiera romper el hechizo del momento.
Joseph avanzó un paso, sus facciones volviéndose cada vez más claras. Ahora podía ver el contorno de sus labios, el arco de sus cejas, y aquellos ojos profundos que parecían llevar el peso de vidas pasadas.
—Amelia… —dijo él, su voz un susurro que hizo eco en la estancia—. Debes recordar.
Las palabras hicieron eco en su mente, y una oleada de imágenes fragmentadas comenzó a invadir su conciencia. Bailes elegantes en una sala iluminada por candelabros, risas suaves entre susurros, y una mirada cargada de promesas bajo la luz de la luna. En todos aquellos recuerdos, Joseph estaba ahí, siempre a su lado, con la misma devoción y tristeza que veía ahora.
Sacudida, Amelia intentó dar un paso atrás, rompiendo el contacto visual. Pero sus pies parecían enraizados al suelo, su mente atrapada en la imagen de esos ojos que parecían exigirle que recordara, que recuperara algo que había perdido mucho tiempo atrás.
—Amelia… —repitió él suavemente, alzando una mano como si quisiera tocarla, y en el reflejo ella vio cómo aquella mano traspasaba el cristal, extendiéndose hacia ella.
La visión era tan vívida que sintió el roce frío de sus dedos en la mejilla, como si realmente la estuviera tocando. Fue entonces cuando su mente se despejó, y un impulso de supervivencia finalmente rompió el hechizo. De un tirón, apartó la mirada y salió corriendo de la casa, tambaleándose y sintiendo el aire frío de la noche sobre su piel.
Al salir de la casa, Amelia casi tropezó con una figura familiar que la esperaba: Fernanda, quien la miraba con una mezcla de preocupación y sorpresa.
—¡Amelia! ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? Te vi entrar, pero saliste corriendo como si hubieras visto un fantasma —dijo Fernanda, sosteniéndola por los hombros mientras intentaba calmarla.
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Editado: 02.11.2024