A la mañana siguiente, Amelia se dirigió a la escuela sintiéndose un poco más tranquila, aunque su mente todavía giraba alrededor de los extraños sucesos en la casa de Joseph y la investigación en la biblioteca. Al llegar, buscó a Fernanda por todos lados, pero no la encontró. Pasaron los primeros minutos de la mañana y no había señales de ella. Intentó llamarla, pero su teléfono parecía estar apagado, lo cual aumentó su inquietud. Decidió esperar, esperando verla en alguna de las clases.
El ambiente en la escuela era festivo. Los pasillos estaban decorados con papel picado de colores, calaveras de azúcar y pequeños altares de Día de Muertos que los estudiantes habían armado para recordar a sus seres queridos. Las voces y risas resonaban mientras los compañeros hablaban sobre las historias y travesuras de la noche anterior.
—¡Amelia! —la llamó un compañero mientras pasaba a su lado en el pasillo—, ¿no fuiste a pedir dulces anoche? Te perdiste de mucho, todos estábamos en el barrio antiguo, ¡fue aterrador!
Amelia intentó sonreír, aunque su mente estaba en otra parte.
—Sí… tuve cosas que hacer —contestó, intentando sonar casual.
A lo largo del día, escuchó relatos sobre disfraces espeluznantes, bromas pesadas y las experiencias de otros en las calles del pueblo. Muchos contaban sobre cómo fueron a asustar a las casas más antiguas o cómo se atrevían a entrar en los patios abandonados, riendo y recordando cómo habían huido al menor ruido extraño.
En una de las clases, los maestros organizaron actividades relacionadas con Halloween y el Día de Muertos, y Amelia observaba cómo sus compañeros se reían y disfrutaban. Sentía como si ella estuviera en un lugar diferente, como si las experiencias de los demás no tuvieran relación con la misteriosa conexión que estaba viviendo. Los colores y las calaveras parecían casi burlarse de ella; no podía evitar pensar en lo que había visto en la casa de Joseph y en los recuerdos inquietantes que habían invadido su mente.
Al final del día, Amelia recogió sus cosas y salió de la escuela, caminando por las calles empedradas rumbo a casa. El sol ya comenzaba a ponerse, y una tenue niebla se deslizaba entre las casas, dándole al pueblo un aire aún más misterioso. Mientras avanzaba, un escalofrío recorrió su espalda, como si algo la acechara.
De pronto, sintió una mano fría y delgada posarse sobre su hombro. Sobresaltada, se dio la vuelta rápidamente, sus ojos encontrándose con el rostro arrugado de Carmen, una mujer mayor conocida en el pueblo por su apariencia sombría y sus rumores de prácticas en magia y cosas sobrenaturales. La gente la evitaba, temiendo que sus ojos oscuros pudieran ver más allá de lo que cualquiera pudiera imaginar.
Carmen la miró fijamente, sus ojos llenos de una intensidad que hizo que Amelia se sintiera vulnerable, casi expuesta, como si la anciana pudiera ver directamente en su interior.
—¿Se le… ofrece algo? —preguntó Amelia, tratando de mantener la compostura a pesar del nudo que se formaba en su estómago.
Carmen no respondió de inmediato. Su mirada permaneció fija en Amelia, como si analizara cada uno de sus pensamientos antes de hablar.
—He visto que llevas una sombra contigo, muchacha —dijo finalmente, con una voz áspera y profunda que parecía susurrar secretos olvidados—. No eres la primera en cruzarte con él, pero… él te ha elegido. Y necesitas respuestas.
Amelia se estremeció, insegura de cómo responder. Carmen parecía hablar de Joseph, de la presencia que había sentido en la casa y de los recuerdos que la habían invadido.
—¿Cómo… cómo sabe eso? —logró preguntar, su voz apenas un murmullo.
La anciana esbozó una sonrisa enigmática.
—Porque soy más vieja de lo que imaginas, y conozco los secretos de este pueblo como las líneas de mis propias manos. Si quieres respuestas, sígueme. Hay cosas que solo pueden saberse en silencio, en lugares donde el tiempo no corre como aquí.
Amelia dudó, pero la curiosidad fue más fuerte que el miedo. Carmen comenzó a caminar con pasos lentos, y Amelia se encontró siguiéndola por las estrechas calles del pueblo, cada vez más alejadas de las zonas conocidas.
Amelia siguió a Carmen hasta una de las casas más antiguas del pueblo, una construcción imponente que parecía haber resistido siglos sin apenas haber sido tocada. A medida que se acercaban, Amelia notó que, aunque el exterior estaba bien cuidado, había algo en la casa que la hacía sentir un escalofrío en la espalda. Las paredes estaban cubiertas de enredaderas oscuras, y las ventanas, opacas y polvorientas, parecían ojos oscuros y vigilantes. Unos cuervos, apostados en el tejado, observaban en silencio, como si fueran guardianes de los secretos de aquel lugar.
Al cruzar la puerta, Amelia se encontró en un recibidor decorado con muebles antiguos de madera oscura. Velas y candelabros iluminaban tenuemente la casa, proyectando sombras que se alargaban por las paredes en patrones irregulares. La sala estaba decorada con retratos en tonos sepia de rostros severos y desconocidos, tapices oscuros, y cortinas pesadas que apenas dejaban entrar la luz exterior. El aroma de hierbas secas y incienso impregnaba el ambiente, dándole a la casa un aire místico y perturbador.
Carmen guió a Amelia hacia una pequeña sala de estar donde una mesa baja estaba cubierta de libros antiguos, piedras de colores y amuletos de protección. Carmen se sentó en una silla baja, e indicó a Amelia que hiciera lo mismo.
—Bien, niña —dijo Carmen, su voz profunda resonando en el silencio de la sala—, dime exactamente qué ha estado sucediendo.
Amelia respiró hondo y comenzó a relatarle su experiencia. Le habló sobre la casa de Joseph, la sensación de familiaridad, la sombra de Joseph que se había manifestado ante ella y los recuerdos que la invadieron. También mencionó la investigación en la biblioteca y el descubrimiento de que uno de los descendientes de Joseph Wood estaba conectado a su propio linaje.
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Editado: 02.11.2024