Me habían empujado a la piscina, nunca supe quién ni por qué, si fue a propósito o un accidente. El gran problema es que no sé nadar en lo absoluto.
Mi cuerpo se hundió rápidamente hasta el fondo mientras yo, presa del pánico, luchaba por salir a flote. Eran nuestras vacaciones, estábamos en un hotel con club de playa lleno de gente y, aparentemente, nadie se había dado cuenta de lo que me sucedía. Sentía que mis pulmones iban a reventar y, en mi desesperación, pataleaba como un poseso tratando de subir a la superficie… Pero era inútil, pareciera que había una losa atada a mi espalda que me hundía cada vez más y más impidiéndome completamente emerger.
En mi angustia y desesperación, intenté pedir auxilio, lo cual provocó que más agua entrara por mi boca y mi nariz llenando mis pulmones.
Estaba perdiendo la batalla… No quería morir. No todavía. Rogué por una oportunidad al mismo tiempo que seguía manoteando intentando elevarme.
No quería morir, aún no. Me faltaba mucho por conocer, mucho por disfrutar, mucho por amar.
Pensé en mi familia, en mis proyectos, en mis planes, en todo lo que dejaba pendiente y traté de luchar más, pero una negrura densa empezaba a nublar mis ojos. Mis pulmones ardían y los sentía casi a punto de estallar. Estaba perdiendo la batalla.
De pronto, casi como un milagro, vi un par de piernas de mujer frente a mí, prácticamente al alcance de mis manos. En un esfuerzo supremo, con mis últimas fuerzas, me impulsé hacia adelante y me aferré al tobillo de esa persona buscando ayuda…
La pareja disfrutaba las últimas horas de la tarde en la piscina, estaban de pie, recargados en la orilla, con el agua hasta el pecho, abrazados. Conversaban tranquilamente mientras la oscuridad empezaba a languidecer lentamente en el lugar. Ella miró sonriente alrededor.
La gran mayoría de los bañistas se habían retirado, y solamente quedaban ellos y, en un extremo, al pie del tobogán, estaba una familia con niños pequeños. Al otro extremo, una pareja sentada en los bancos del bar de playa, se besaban. Sonrió disfrutando la vista y la tranquilidad del lugar.
Este era un fin de semana perfecto. Una escapada romántica de dos días, lejos de las obligaciones, del estrés, de lo cotidiano. Ni siquiera lo habían planeado, simplemente decidieron que necesitaban esa evasión, llamaron para hacer la reservación, con tan buena suerte, que encontraron una habitación disponible a pesar del poco tiempo de anticipación. Así que hicieron sus maletas y partieron hacia el hotel llenos de ilusión.
Estaba a punto de besar a su esposo cuando, de pronto sintió una mano aferrarse firmemente a su tobillo. Asustada pegó un salto y gritó:
— ¡Salte! ¡Salte! ¡Salteeee! — Mientras ella se impulsaba sobre el borde de la piscina y salía del agua a toda prisa.
Él la imitó intrigado.
— ¿Qué pasó?
— Una mano. — Dijo ella aterrada. — Una mano me agarró el tobillo.
Él miró hacia el agua, frunciendo el ceño, revisando el sitio donde habían estado.
— No hay nadie, seguramente fue una bolsa de plástico o la hoja de algún árbol.
— ¡No! — Exclamó ella mirando temerosa hacia el lugar donde habían estado. No se veía nada a través del agua.
— ¡Te juro que, lo que sentí, fue una mano con todos sus dedos!
Se giró a mirarlo a los ojos con algo de angustia en su mirada.
— De verdad, créeme, sentí claramente cómo se aferraba a mi tobillo.
Miraron alrededor y no vieron a nadie en, por lo menos, veinte metros a la redonda.
Ella se acercó a él buscando un abrazo consolador
— Créeme. — Le dijo abatida y preocupada.
— Te creo. — Dijo abrazándola. — Quién sabe qué sería, vamos a nuestra habitación a ducharnos, ya casi es hora de cenar.
Cruzaron los jardines en la semi penumbra. Ella aún iba muy asustada. Al llegar a su habitación, le pidió a su esposo que revisara cada rincón. Él lo hizo algo divertido pero complaciente. Cuando ella se metió al baño a ducharse, dejó la puerta entreabierta. Aún estaba muerta de miedo.
Más tarde, instalados en el restaurant del hotel y una vez que ordenaron su cena, ella se atrevió a preguntarle al mesero, sintiendo algo de vergüenza.
— Disculpe la pregunta… ¿Aquí espantan?
Él la miró sorprendido, dejó escapar una especie de gemido muy leve y se dio la vuelta alejándose rápidamente sin responder nada.
La pareja se miró entre ellos con intriga.
Después de cenar, ya casi para retirarse, el mesero regresó.
— Disculpen que no les haya contestado nada antes, es que… — Hizo una pausa. — ¿Le pasó algo señora?
— Sí, en la alberca. — Aceptó ella con algo de pena.
El mesero asintió pensativo.
— Si pasan algunas cosas. Pero no lo decimos para no asustar a los huéspedes. — Aclaró apenado. — Al que le sucede más seguido es al chef. Le cambian las cosas de lugar, se oyen ruidos, le han tocado el hombro y cosas así, pero a los huéspedes generalmente no los molestan.