Mi sonrisa nerviosa, esa que había intentado pegar en mi cara como una tirita sobre una herida sangrante, se congela. Se convierte en una especie de rictus extraño, a medio camino entre el pánico absoluto y el estreñimiento severo. Siento cómo la sangre abandona mi cara, probablemente para irse de vacaciones a mis pies, que ahora mismo deben tener un color rojo remolacha muy interesante bajo mis zapatos de "profesional competente".
Mi cerebro, ese órgano maravilloso y traicionero que en momentos de crisis decide convertirse en un mono con platillos, empieza a barajar opciones a la velocidad de la luz. ¿Debería empezar a llorar? ¿Quizás una súplica dramática? ¿Arrodillarme? ¿Ofrecerle lustrarle los zapatos con mi propia lengua? No, Eleanor, dignidad, recuerda la dignidad. Aunque sea un poquito. La que te quedaba anoche en el escenario. Búscala, ¡tiene que estar por aquí en alguna parte!
—¿Nego… negociar? —las palabras salen de mi boca como si fueran de poliestireno expandido, secas, raras, casi irreconocibles. Tartamudeo un poco, lo cual es genial para mi imagen de comunicadora experta y segura de sí misma—. Se… señor Hunter, con todo respeto, creo que está sobreestimando mis habilidades diplomáticas. No estoy muy segura de si existe algo que usted y yo debamos o podamos negociar. Principalmente porque soy terrible negociando. En serio. Una vez intenté negociar el precio de un souvenir en un mercadillo y terminé pagando el doble y disculpándome con el vendedor por haberle hecho perder el tiempo. Soy un desastre.
Intento una risita, pero suena peor que una foca siendo estrangulada.
Él me mira. Sin parpadear. Con esa intensidad que parece capaz de leer el código fuente de mi alma. ¿Por qué no parpadea? ¿Es un reptiliano? ¿Una IA avanzada con piel sintética?
—Al contrario, señorita Hayes —su voz es tranquila, nivelada, como si estuviera comentando el pronóstico del tiempo y no mi inminente ejecución laboral—. Usted negocia constantemente. Todos los días. Lo hace con las docenas, a veces cientos, de personas que intentan colarse en mi agenda, que exigen reunirse "solo un momentito, cinco minutos nomás, es urgente" con el gobernador. Lo hace con lobistas, con alcaldes desesperados, con ciudadanos indignados, con periodistas insistentes… y, si mis informes son correctos, lo hace con una eficiencia notable.
Me quedo boquiabierta. ¿Yo? ¿Eficiente negociando? ¿Se refiere a mi técnica patentada de "sonreír mucho, parecer muy ocupada y prometer devolver la llamada mientras rezo para que se olviden"?
—Ufff, bueno, eso… eso más que negociar es… supervivencia —admito, agitando una mano como si espantara una mosca imaginaria (o mi propia ansiedad)—. Es desviar proyectiles verbales. Es hacer de escudo humano para su agenda. Es tarea ardua, se lo aseguro. Requiere cantidades ingentes de café, paciencia de santo y una capacidad sobrehumana para fingir interés en problemas que a menudo podrían resolverse con un simple correo electrónico o, mejor aún, con un poco de sentido común.
—Y sin embargo —continúa él, implacable, ignorando mi intento de autocompasión—, tiene usted el talento añadido de saber derivar la gran mayoría de esos asuntos a las personas idóneas. Filtra, prioriza y redirige con una precisión que muchos jefes de gabinete envidiarían. Sabe distinguir el grano de la paja. Lo cual, créame, es una habilidad mucho más valiosa y escasa de lo que piensa.
Vaya. Un elogio. Un elogio real, no irónico, de Becker Hunter. Siento un calorcito extraño extenderse por mi pecho. ¿Será orgullo? ¿O será el inicio de un infarto por la tensión acumulada? Probablemente lo segundo.
—Bueno, he aprendido a delegar los problemas de los demás, eso es cierto —concedo, intentando no parecer demasiado complacida por el cumplido, no sea que me lo cobre luego—. Todavía no estoy muy segura de saber cómo derivar, o negociar, o lo que sea que estemos haciendo aquí, con los míos. Mis propios líos. Como… bueno, como este.
Un silencio incómodo se instala de nuevo. Él tamborilea ligeramente con los dedos sobre la superficie pulida de la mesa. Es un gesto casi imperceptible, pero en el universo Hunter, equivale a una danza tribal de impaciencia.
—¿Por qué tanta resistencia a lo que ni siquiera sabe qué es todavía, señorita Hayes? —pregunta, ladeando la cabeza mínimamente. Es casi una expresión de curiosidad genuina. Casi—. ¿Siempre asume lo peor?
“¡Hombre, claro que asumo lo peor!” pienso para mis adentros. “¡Trabajo en política! ¡Asumir lo peor es el modo de funcionamiento por defecto! ¡Es el desayuno, el almuerzo y la cena!”
Pero en voz alta, intento sonar más… razonable. O al menos, menos paranoica.
—No es resistencia a lo desconocido, señor —digo, y mi voz tiembla un poquito—. Es… es que tengo la sospecha bastante fundada, basada en pruebas circunstanciales y en mi propio historial de meter la pata hasta el corvejón, de que sí sé lo que viene ahora. Es que sé que algo hice mal. O que no estuvo del todo correcto según los estándares de… bueno, de gente que no considera la sátira una forma de arte legítima. Y quizá…
Me detengo. Siento una punzada aguda. ¿Culpa? ¿Remordimiento? Sí, creo que es eso. Como cuando era niña y rompía un jarrón y sabía que me iba a caer la bronca del siglo. Quiero encogerme en la silla. Quiero que me trague la tierra. Quiero pedir perdón por existir y por tener sentido del humor. Casi, casi, casi me dan ganas de llorar. ¡No, Eleanor, aguanta! ¡Llorar delante del Gobernador Iceberg sería el colmo de la humillación! Contengo las lágrimas, pero siento un ardor traicionero subiendo por mis mejillas. Genial, ahora debo parecer un tomate avergonzado.
—Quizá —termino la frase con un hilo de voz—, lo que me va a tocar ahora, lo que estamos a punto de "negociar", es, de hecho, una reprimenda. Una regañina. Un "Eleanor, eres una irresponsable, recoge tus cosas y vete a hacer chistes a un circo de pulgas". Y, sinceramente, no sé cómo se negocia eso.