Asistente de un dios

12.- Quiero saber de ti

Ema

 

Golpeé con el lápiz sobre el escritorio, inquieta, aun repitiendo en mi cabeza las palabras “hablaremos más tarde”, se lo que debo decir, sé que ya tengo mi decisión tomada, lo que no sé es cómo va a reaccionar Arturo Vikar, más cuando no puedo olvidar que las patas de maderas de los escritorios vacíos tienen sangre evidenciando que algo pasó esa vez con su asistente anterior y que aquel evento provocó que hoy este piso solo este ocupado por el presidente y yo.

 

—¿Y bien, vamos a almorzar? —escuché la voz del señor Stavrou apenas las puertas de la oficina principal fueron abiertas.

 

—Tengo otros planes —le respondió el presidente con voz ronca y sentí la atención de ambos sobre mí.

 

No pude evitar sentirme más alterada ante sus palabras.

 

—Bueno, entonces nos vemos en la noche, suerte… pequeña Ema —señaló el señor Stavrou y no supe que responder a eso.

 

En eso sentí su mano sobre mi cabeza, y alcé mi atención sorprendida por su inusual caricia, pero sin fijar mis ojos en él.

 

—Tranquila, todo estará bien —me habló en tono amable.

 

Le sonreí levemente sin saber cómo responder a eso, aunque no niego que, si buscaba provocar en mí mayor tranquilidad, lo ha logrado, si Arturo Vikar fuera así de cordial y menos mal humorado y temible no me sentiría tan intimidada como me siento ahora que debo decirle en su cara que no voy a firmar su contrato.

 

—Nos vemos —se despidió su amigo y él solo respondió carraspeando.

 

—Ema, sígueme —dijo el presidente y al escuchar su orden me sentí como un cordero caminando a su sacrificio.

 

Lo seguí con un paso más lento que el suyo, él camina rápido, con un andar que muestra su impaciencia, y altanero como todos los Akunis; yo en cambio, lenta, cabizbaja, como los humanos. Se sentó por el otro lado del escritorio.

 

—Toma asiento, y deja de mirar el piso, ya te dije antes que debes mirarme a los ojos cuando te hablo —indicó con severidad—. Mas cuando tenemos que hablar de un tema tan delicado como este.

 

Moví mi cabeza, e insegura alcé mi cabeza deteniendo mis ojos sobre los suyos. Luce con el ceño arrugado, tan serio como lo había notado, pero ante el contacto visual parece más frio de lo que hubiese querido. ¿Si me niego a firmar reaccionara en forma violenta? Aprieto los dientes sin atreverme siquiera a pestañar.

 

—¿Cómo es tu vida en el mundo de los humanos? —me preguntó y abrí los ojos confundida por lo que acaba de decir.

 

Entiendo que a los Akunis no les interesa nuestro estilo de vida y por eso me cuestionó si solo lo dijo por decir algo o de verdad le da curiosidad saberlo.

 

—Señor… presidente… ¿En serio quiere saber eso? —indiqué dubitativa.

 

—Sí —respondió seguro—. ¿Hay algo malo en preguntarte sobre tu vida?

 

Lo miré unos segundos antes de mover la cabeza en forma negativa.

 

—No, es solo que se me hace… extraño —inquirí mirándolo de reojo.

 

Desvió la mirada, incómodo para luego toser a la fuerza y ponerse de pie acercándose a los ventanales de su oficina mirando la ciudad de los Akunis. Pareció suspirar antes de girarse hacia mí.

 

—Si no quieres decirme nada lo entenderé —agregó dándome la espalda.

 

Abrí la boca, pero al no saber que decir me mordí los labios, tal vez no hay nada de malo que le cuente como es nuestra vida, ellos acostumbrados a su mundo deben desconocer todos los detalles de la vida en la ciudad de los humanos.

 

—Bueno, no hay mucho que decir. Tenemos luz eléctrica como ustedes, pero solo dura hasta las ocho de la noche y no vuelve hasta las cinco de la madrugada. Tenemos agua potable también, aunque no es de la misma calidad. Y alimentos, como verduras y frutas, pero en una especie de compota que no es muy agradable sabor. La ciudad es pobre, no hay muchos edificios… más que eso no hay mucho. Mi casa es sencilla, un comedor y una vieja cocina en un rincón, tengo dos ventanas, pero están cubiertas de madera y papel pues da a un alto edificio, sobre ella desde niña pegaba recortes de flores y cosas así, mi jardín artificial —sonreí con una leve nostalgia—, y tenemos dos habitaciones para dormir. 

 

—¿Tenemos? —me miró arrugando el ceño—. ¿No vives sola?

 

Moví la cabeza a ambos lados.

 

—Vivo con mi padre —musité y no quise ahondar más en el tema.

 

Tomó su teléfono volviendo a su asiento. Noto su seriedad, no sé qué estará pensando luego que le he respondido a su curiosidad, quien sabe si a lo mejor pensaba que la ciudad de los humanos era distinta. Aunque debo reconocer que no fui del todo sincera, no le dije que en medio de la ciudad aún quedan vestigios de homenajes a Alan Santos, el humano líder de la rebelión que murió junto a sus aliados defendiendo a su gente. Que, a pesar de la tristeza y desolación, y nuestra crianza de sumisión, aún quedan atisbo de lucha en algunos, pero ante la alicaída esperanza de la mayoría no han logrado levantar a los grupos como lo lograba hacerlo aquel líder.

 

Habla por teléfono, no presto demasiada atención en sus palabras, de reojo veo su rostro, es un hombre apuesto, no lo puedo negar, pero como todos los Akunis, aunque intenta disimularlo me mira con indiferencia, como si él estuviera arriba de una torre y yo en la parte más baja y profunda. Esta en un pedestal demasiado alto e inalcanzable.

 

—¿Qué quieres comer? —me preguntó de repente y lo miré sin entender—. Traiga dos platos iguales, sí, en unos veinte minutos más.

 

Dijo sin esperar mi respuesta y cortó.

 

—¿Piensa comer aquí? —le pregunté poniéndome de pie pensando que quiere estar solo.

 

—Sí, contigo —señaló indicándome que volviera a mi asiento—. Aun no terminamos de hablar.



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En el texto hay: distopia, dioses, embarazo

Editado: 05.03.2022

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