Cuervo, no me olvides.

3

Tengo un sueño extraño.
Un cuervo y yo estamos en un puente.
Estoy en el borde de la viga de metal e intento no resbalarme, pero con la lluvia cayendo a chorros, los tacones de mis zapatos de plata con escarches se deslizan debajo de mi. Con la única fuerza de mis brazos logro sostenerme y vuelvo poco a poco a subirme a la plataforma. Hasta que escucho el cruajar de un pájaro. Al inicio, no le presto atención. Me concentro en llegar sacando todo lo que queda en un último esfuerzo para salvar mi vida.
Al lado mío, veo las garras de ese pájaro encerrarse sobre la baranda metálica. Él me mira, y yo lo miro. Ambos nos detallamos: él con cierta desconfianza y agresividad, y yo con amargura y temor.

¿Por qué siento que algo anda mal?
Vuelvo a colocar mis manos, resbaladizas. Y otra vez, vuelvo a ver al cuervo.
Él mueve su cabeza de un lado, luego del otro con la mirada fija en mí.
De pronto, entiendo lo que me queda por hacer: la altura del puente no es mi principal preocupación, no; el mayor peligro es ese cuervo a la par mía. Si quiero salir de aquí, lo primero que tengo que hacer es alejarme de esa bestia. Con movimientos suaves, intento deslizar mis manos sobre la baranda hacia la izquierda. Poco a poco me alejo de él, sin quitarle los ojos de encima.
Él mueve una pata y la otra, desplega un poco sus alas, y se va.

Al instante, el alivio me devuelve la respiración y aprovecho ese momento para subir a la plataforma del puente. Paso la primera pierna, y solo me queda la otra; hasta que escucho el graznar del cuervo y me congelo.
En un pestañeo, sus alas negras y sus garras aparecen frente a mí.
El susto es tan grande que casi caigo a la inversa, pero me sostengo fuerte.
Insatisfecho, el pájaro negro vuelve a atacarme con sus garras hacia adelante.
Sin poder usar mis manos, solo alejo mis rostro y aprieto mis ojos con fuerza.
Nada, él desapareció.
Sin poder creerlo y con temor, escaneo todo alrededor mío, cuando siento un dolor como un pellizco fuerte, una punzada. Para cuando realizo lo que el cuervo está haciendo, es muy tarde. Del dolor, suelto mi mano y pierdo el equilibrio cayendo hacia atrás.
Con mi última mano, me sostengo, pero sé que es cuestión de tiempo. Entre la lluvia, mi peso, y el cansancio, no podré aguantar mucho. Lagrimas de impotencia, amargura, y rabia caen de mis ojos. Mi meñique se resbala, luego el anular.
Me sostengo, y los vuelvo a poner.
La bestia con alas vuela sobre mi, justo encima mío.
¿Por qué quieres mi perdida?
¿Qué eres?
¿Qué te hice?
Pero el cuervo, no me contesta. Solo comienza a atacar cada uno de mis dedos.
Sin gritar, me muedo la lengua; no quiero caer y me sostengo con fuerza.
Un picoteo, dos picoteos, tres, cuatro.
Siento pedazos de mi piel arráncarse de a poquitos. Duele, es horrible, y grito.
Y lloro, porque entendí y entiendo: sin más me suelto.
Adios Cuervo.
Perdóname.

***************

A lo lejos, escucho unas voces.

Me cuesta ubicarlas, o saber de quiénes son.
Tampoco logro despertarme por completo. Con mucho esfuerzo intento mover mis dedos, mis manos, mis pies; pero nada se mueve.
Me siento tan cansado, ¿por qué siento mi cuerpo tan pesado? ¿Por qué no logro moverme? ¿A dónde estoy? ¿Qué está pasando?
A lo mejor, si me concentro en las voces tendré las respuestas que necesito. Con todas mis fuerzas me enfoco en ello, presto atención, y las voces se vuelven más claras.

—¿Mejoras? —pregunta Lee, con cierta ansiedad en su voz.
¿Mejoras de qué? ¿Qué ocurré?

—Sus signos vitales están estables, es solo cuestión de tiempo. Como le dije hace quince días, Alessandro ya está fuera de peligro. Es solo cuestión de tiempo.
¿De qué rayos están hablando? ¿Signos vitales, peligro, quince días? No, no puede ser. ¿En qué me metí ahora? ¿Qué mierdas pasa? ¡Quince días! Quince días, ¿a dónde? Signos vitales, dijo el anciano. ¿Acaso estoy en el hospital? Odio los hospitales, ni muerto me quedo aquí.
Mi cuerpo, tengo que encontrar mi cuerpo de vuelta. Pero, poco a poco siento la vitalidad delibitarse y mi consciencia nublarse por completo.

—Alessandro, te traeré de vuelta cueste lo que cueste. Tienes que despertar, ahora. No me falles, te necesito —se lamenta Lee, con la voz quebradiza.
¿Lee, estás hablando conmigo? ¿Por qué estás así? No, hermano, no puedo dejarte en ese estado, espérame. Esperáme, voy para allá. Llevándome por las emociones de Lee a flor de piel, siento la sensibilidad en mis dedos volver y alcanzo distinguir la mano de Lee en la mía.

—¿Alessandro? Alessandro, ¿estás despierto? ¡Oye, Alessandro, sigue, aquí estoy hermano! ¡Lucha, aquí estoy! ¡Enfermera, traiga al doctor de vuelta! ¿Estás bien? ¿Te duele algo?
—Mi mano, suelta mi mano, Lee —ruego, incómodo.
—Perdón, ¿¿¿es que estoy tan feliz!!!
—Quieres cerrar las cortinas, me molesta la luz —digo al cubrir mis ojos con mi antebrazo.
—Claro, enseguida —dice Lee, mientras camina hasta la ventana.
—Alessandro, soy el doctor Palacios, experto en traumatología.
Enseguida miro a Lee, sin comprender.
—Le explico —vuelve a decir el médico—, le tuvimos que extraer la bala...
—¿La bala, cuál bala?
Y enseguida, por acto reflejo coloco mi mano en mi frente en gesto de dolor.
—Alessandro —dice Lee, a su vez—, después del ataque...
—¿El ataque, cuál ataque? ¿De qué estás hablando? —preguntó a Lee desconcertado, y preocupado. Porque sí, me siento preocupado, una inquietud tan inmensa que apenas logro respirar bien. Escucho el pitido aumentar progresivamente. Algo anda mal. ¿Pero qué?
Por mientras nadie me contesta, Lee y el médico intercambian miradas de preocupación dejándome a ciegas: —¡¿Alguien podría explicarme e ir al punto?!
—Alessandro, no se estrese. Su cerebro necesita oxigenarse, respire. Haga el esfuerzo y le explicaremos, ¿sí?
—Cuando protegiste a Catalina...
—¿Catalina? Lee, ¿estás jugando conmigo? ¿Quién rayos es Catalina? Yo, quiero saber si Lucy está bien. Dime, ¿ella sobrevivió?
En ese momento, Lee me mira como si hubiera perdido la cabeza.
—¿Doctor? —pregunta Lee.
—¿Qué año estámos, Alessandro? —pregunta el médico. Inspiro profundo e intento no perder la paciencia. ¿Qué tipo de pregunta es esa?—. Ayer era el 26 de febrero —contesto aburrido.
—¿De qué año? —insiste.
—¡Qué pregunta! —me río—, 2017.
El miedo se dibuja en el rostro de Lee quedándose lívido.
—Estamos en 2019, Alessandro —contesta el médico.
—Es una broma —contesto de inmediato.
El dolor en mis sienes se vuelve más intenso. Me cuesta controlar mi respiración, mis manos comienzan a temblar, y mi visión se nubla. ¿Dos años? No puede ser, cómo ocurrió. Intento recordar algo, lo que sea, cualquier cosa. Pero lo único que vuelve a mi mente, es Lucy cayéndose del puente. De pronto, el dolor se convierte en relámpago en mi cabeza y lo pierdo.




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