Adentro de la habitación, ni siquiera puedo creer en mi suerte, logré convencer a los guardias de seguridad para que me abran las puertas, casi grito y brinco de felicidad porque ahora todo es casi demasiado fácil.
Con una sonrisa camino hasta la camilla de la enferma, y me acerco con precaución. Ella parece estar perdida, mirando por la ventana. Y no la culpo, para ella debe ser un día de mierda. Pero, lo cierto es que me vale por completo, como se dice los malos momentos de unos son la felicidad de otros; y en mi caso es totalmente acertado.
—¿Catalina? —la llamo, con una voz dulce. Ella gira su cabeza, y me mira sin ninguna reacción. Bien, así será más sencillo—. No nos conocemos, pero sí tenemos mucho en común. Me llamo, Lucy soy la novia de tu esposo —explico con sencillez.
Ella me mira como si hubiera visto a un fantasma, todo el color desvance de su rostro, más pálida aún que la misma cortina transparente de la habitación. —¿Qué? ¿Cómo? No, no entiendo —dice, frotándose la frente con la palma.
—Es complicado, tuve un accidente hace mucho, y volví hace unas semanas. En ese accidente Alessandro creyó que había muerto.
—¿¡Lucy!? —se exclama, sentándose para verme bien el rostro.
—Ya veo que te hablaron de mí, ¿verdad?
—Sí… bastante, de hecho —replica con cierta desconfianza.
—Yo vine a verte para agradecerte.
—¿Agradecerme de qué? —pregunta a la defensiva.
—Por haber cuidado a Alessandro durante mi ausencia, pero ahora me toca. Entienda que no tengo nada en contra tuya, es solo que Alessandro jamás se hubiera casado contigo si yo hubiera estado aquí a la par de él.
—Puede ser, supongo que nunca lo sabremos, ¿verdad? —contesta mordaz.
Bien, así me gusta, no hubiera suportado que Alessandro haya elegido una santa María. —Lo cierto es que sí, dado que estoy viviendo en su casa. Ves aquí tengo las llaves, y esa foto es la que tomamos esta mañana. —Sin pena alguna, le enseño la foto de ambos metidos en la cama, Alessandro dormido y yo a la par. Nada indecente, pero no quita el mensaje explícito de lo que pasó hace algunas horas.
—¿Acaso no tienes ninguna vergüenza? —me grita de repente, enojada.
—¿Debería? Estoy siendo honesta contigo, Catalina —replico de inmediato, levantándome de la silla.
—No puedo creer mis oídos, te acostaste con mi padre y ahora tienes el coraje de enseñarme esa fotografía como si fuese un trofeo de casería o algo.
—Yo...
—Yo, nada. Largo de aquí, Lucy. Y mira que te lo estoy pidiendo por las buenas. No quiero volverte a ver, ¿quedo claro?
Así que toque una fibra sensible, perfecto. Me dirijo hasta la puerta, y la abro.
—Por cierto Lucy, no se te olvide que yo soy su esposa y tú la amante que se esconde en su cama.
—Por el momento, Catalina. Te presté a Alessandro mientras no estaba, ahora me toca. Recibirás los papeles de divorcio, solo firmálos sin dar problemas, y todos podremos comenzar nuestras vidas de nuevo —aviso, antes de salir con calma.
Una vez a solas, las paredes de la habitación se convierten poco a poco en sábanas blancas que conozco demasiado bien; me sé su textura, su suavidad, la mezcla del detergente con la fragancia del perfume de Alessandro: sábanas que hasta ahora eran nuestras. Sábanas que yo mismo compré para nuestra San Valentín, porque no son cualquier sábanas: en ellas nuestras iniciales fueron brodadas como símbolo de nuestra unión. Meses de lavarlas, plancharlas y usarlas. En ellas, nuestros recuerdos, sonrisas, caricias y palabras fueron compartidos en la intimidad de nuestra vida de pareja.
Un sabor amargo inunda mi boca y me trago mis lágrimas. Cierro mis pesados pápados, mis ojos me queman, y el cuerpo entero me duele. No quiero recordar esa foto, pero ya la tengo grabada en mi memoria, en mi mente, y en mi corazón.
Sin querer agarro la cobija a puños y me muerdo mi labio.
Pude enfrentarme a los fantasmas de Alessandro, luché contra sus propios demonios, y contra mis propios miedos para que estuviesemos juntos. Olvidé mi propio dolor, mis propias convicciones, mis más fieles principios: no involucrarme nunca con las relaciones de mi "padre". Y en contra de toda lógica, lo hicé.
Y me equivoqué.
Ahora, realizo la cruda verdad. Aquella que Lee intentó decirme y alejarme, la misma reflejada en las sabias palabras de Fabiola. La verdad es que Lucy tiene razón.
¿Acaso Lee ya sabía que Lucy había vuelto?
Nunca creí conocer un dolor tan profundo al punto no ya ni saber cómo respirar. Si en el pasado Lucy era un problema, ella fue una amenaza temporal e invisible de un pasado extinguido que de pronto se materializo en carne propia delante de mí para reclamar lo suyo.
Ahora... ahora todo es distinto. Ahora, yo soy la otra.
¿Y si Alessandro me pide el divorcio? No podré suportarlo.
"¿A dónde está tu límite, Catalina?", pregunto a voz alta.
Incapaz de respirar, e levanto y saco todo lo que me impide levantarme: la aguja en el pliegue de mi codo izquierdo, el tubo de plástico que me brinda oxígeno en la nariz, y la cosa en mi dedo que chequea mis signos vitales. Y me pongo de pie, el mareo es instantáneo.
"¿Qué debo hacer?", pregunto a mi anillo de bodas girándolo sin dificultad alguna alrededor de mi dedo anular adelgazado. Lo giro y lo giro como si este me pudiera dar la respuesta que espero. Cuando de pronto, éste se sale de mi dedo, escapa de mi agarre y cae en rebotes en el piso de la habitación. De la vista, sigo su recorrido, va rodando y rodando hasta la puerta. Como una señal del destino, no espero ni un segundo más. Abro el closet y me pongo lo que encuentro. Me acerco a la puerta y recojo mi anillo.
Los ojos me pican, la garganta se me cierra, y mi mano tiembla. Con dificultad trago, camino de vuelta hasta la cama y con delicadeza coloco mi anillo de bodas sobre la cobija azul oscura.