Reunidos en la oficina, Lee y Luca esperan a que los accionistas se vayan.
―Recuperamos el control ―afirma Luca con gravedad.
―Lo logramos ―insiste Lee, sin felicidad alguna.
―Sí, por el momento ―confirmo, sin quitar la mirada de la inmensa sala vacía.
―Alessandro, ¿hubieras hecho lo mismo? ―pregunta Luca con tristeza y pesar.
En silencio, me devuelvo y observo el panorama de la ciudad. Asiento con la cabeza―hubiera hecho exactamente lo mismo o peor. Luca, necesito un momento a solas con Lee, por favor.
―Alessandro, Lee hizo…
―No me disculpes, Luca ―interrumpe Lee con la mano―, por favor déjanos.
Luca toca sus ruedas y gira. Una vez más me quedo atónito por su destreza.
―No sé lo que más me molesta ―dice Lee observando a Luca irse ―, verlo en ese estado o saber que Luca haya aceptado su condición con fatalismo.
―Conociendo a Luca, pudo haber sido peor, Lee.
―Y lo fue, hasta que… Catalina. Yo, Alessandro…
―Gracias, Lee.
―No, Alessandro. No lo hagas.
―¿Por qué no, Lee? Tu has cargado con todo encima de tus hombros. Sé hasta donde llegan las destrezas de Luca, también puedo ver cómo su actitud ha cambiado. No es el mismo.
De la mesa, Lee baja y coge su mochila de tela azul celeste con blanco. Una pila de folder es sacada por su mano y de esa pila me tiende uno. En apariencia es un simple expediente, no tiene nada escrito por fuera, el color crema es lo único visible. Sin embargo, me preocupa más la sombra expresión del rostro de mi mejor amigo. Conozco esa expresión, la vi pocas veces. Nervioso, paso mi lengua sobre mis labios y tomo la carpeta como si fuese el detonante de una bomba.
Mientras me decidido en saber si realmente quiero conocer el contenido escrito en esas páginas blancas, Lee camina de un lado para otro, en desorden. Para, sigue, me mira. Trago con dificultad.
―Nos haré una bebida ―termina por decir.
A pesar de la hora, no digo nada. Lee camina hacia el mueble blanco de laca, cubos de hielo caen en el vaso de cristal: uno, dos, tres. La cantidad de hielo siempre es un buen indicador de la dosis de licor. Un buen indicador de la temperatura de lo que estoy por descubrir. Doble es la dosis. Doble a las diez de la mañana. Sí, estoy jodido.
Vuelvo a clavar mis ojos en las letras negras, y leo las palabras que juntas explican lo inimaginable. Por alguna razón, me cerebro me devuelve en la sala de emergencias cuando descubro que soy el esposo de Catalina. ¿Por qué siempre debo descubrir lo que Catalina me oculta de esa forma? De pronto, mi mundo colapsa. La emoción encierra mi garganta, respiro con dificultad y lágrimas cubren mis ojos. Cierro el expediente, no hay una palabra más que yo sea capaz de leer. Me levanto, y me vuelvo a sentar. Totalmente perdido, mi lado racional da vueltas y vueltas al asunto como si fuese un maldito jodido cubo mágico sin nunca lograr encajar los estúpidos colores. Pero, cuando mi parte sentimental se involucra realizo que el puto cubo mágico es negro. No hay ecuaciones ni algoritmos para ayudarme a solucionar el problema. Esta vez no tengo solución. Creo que en ese mismo momento, algo dentro de mí se rompe. Son todas esas posibilidades infinitas de felicidad hechas trizas. Es una multitud de sonrisas y risas quebradas, gestos de ternura y de complicidad rotos por siempre. Es tomar conciencia de no haber podido compartir nada en absoluto con Catalina. Mi mujer, mi Princesa, recuperándose sola en el hospital. Afrontar, sola, la vida de nuestro bebé apagándose poco a poco. El dolor de la soledad y de la fatalidad de ni siquiera poder proteger esa vida indefensa en sus manos… Todo eso, por mi culpa. Sí, yo tengo la culpa. De pronto, siento que el castigo de Lucy no fue lo suficiente severo. Mi enojo es tan difícil de controlar que ni siquiera logro respirar. Necesito aire, necesito el vaso de licor que Lee me está tendiendo en ese mismo instante.
Callado, lo tomo como si fuese el último vaso de agua del desierto.
―Catalina no me lo dijo, Alessandro. Lo siento, de igual forma debí ser más precavido. Conociéndola debí suponer que …
―¡¡Basta!! ―grito, lanzando con furia el vaso contra la pared.
―Pero…
―¡Basta! Has hecho más y sacrificaste más que cualquiera de nosostros. Esta ―digo apuntando mi dedo al expediente―, esto, no es tu responsabilidad, ni tu culpa, ni tu carga. Catalina tomo la decisión correcta, Lee.
―¿Estás loco? ―pregunta Lee desconcertado, al tenderme otro vaso―. Había hecho otro, por si acaso. Y discrepo, somos una familia, Alessandro.
―Ella no hubiera compartido su dolor con nadie más que yo. Y yo… ni siquiera estuve con ella, Lee. Yo ―trago un sorbo, dos y tres de mi licor. El líquido me quema por dentro y es justamente el efecto que buscaba―, yo no estuve, no lo conocí. Sabes Lee, lo que me mata. Es que Catalina debió esperar a por mí. Debió hacer lo más que pudo para que nuestro bebé estuviese con vida para que yo lo viera, y desperté muy tarde. Y para el maldito colmo, cuando por fin pensó que su pesadilla había terminado, yo ―digo, riéndome con amargura―, ni la recordé. Y como si no fuese suficiente me tiré a la Lucy. Como esposo Lee, hice lo peor que un hombre le puede hacer a su esposa.
―No lo hagas ―me advierte Lee. ―No te hagas eso, no es justo y lo sabes.
―No, no lo es. Pero tampoco podemos continuar nuestras vidas como si nada hubiera sucedido.
―Pueden volver a comenzar. Si una pareja puede hacerlo, eres tú y Catalina. Alessandro, por favor, piénsalo. Pasaron por mucho y más, ella sigue aquí. Sabes, Catalina luchó hasta el final. Debiste haberla visto plantearse frente a tu padre. Ni tú, ni yo, nos hemos atrevido hacerlo; no de esa manera, no con tanto descaro.
―Si lo dices, no lo dudo ―digo sonriendo.
―Alessandro, no te rindas.
―¿Tú crees que sea posible? ―pregunto con esperanza.