Cuervo, no me olvides.

34

Durante el trayecto las palabras de Fabiola se infiltran en mi mente. Poco a poco cada sílaba es una aguja que perfora mis pulmones, atraviesa mi garganta y mi corazón. Si solo Fabiola pudiera tener razón. Si solo pudiera estar equivocado.
Entre la fatalidad, la sabiduría y mi loca esperanza que se avecina, trato de alejar sus venenosos pensamientos fuera de mi sistema. ¿Y si Fabiola tuviese razón? El Cuervo dentro de mí, niega con la cabeza rotundamente. El Cuervo nunca se equivoca, nunca.
La puerta del coche es abierta por mi chofer y salgo. Frente a mí, el hospital. ¿Cuántas veces hemos venido aquí? ¿Cuántas veces he tenido que ver a Catalina aquí? Demasiadas veces. Crispo la mandíbula, ¿acaso nuestra relación se resume a eso? Me niego, tiene que haber una salida. Catalina y yo estamos destinados a ser. Son pruebas de la vida, nada más. Es el resultado de los actos delictivos de nuestros padres. Ambos hemos pagado el precio más fuerte. Son las consecuencias de una larga cadena de decisiones egoístas.
Antes de llamar demasiado la atención, entro a solas dentro de las instalaciones. La ironía es tal que ya ni siquiera necesito preguntar por mi camino; sin exagerar puedo decir que conozco a cada corredor y cada especialidad de este edificio. Es lamentable, la fatalidad se ríe de mi a la cara. Molesto, oprimo la tecla del llamado del elevador.
Estoy en el ala este, donde los elevadores son los más lentos. La impaciencia me gana, comienzo a golpear el mismo piso con mi zapato de cuero negro recién lustrado. Estoy por tomar las escaleras cuando las puertas de metal se abren. Apenas aliviado, entro y presiono el tercer piso. La voz de la mujer en el altoparlante da sus instrucciones y me muevo hacia arriba. De reojo veo mi reflejo aparecer en el espejo. Lee tiene razón, la necesidad de una buena noche de descanso se refleja en la expresión de mi rostro. Me veo más viejo, más severo también. El aire jovial que tenía al conocer a Catalina se ha ido por completo para dejar a paso a un hombre más parecido a la figura de mi propio padre. Inspiro con fuerza y dejo escapar la tensión acumulada, ajusto mi corbata azul celeste de mi traje gris oscuro.
La voz robótica de la mujer vuelve a anunciar el piso, las puertas se abren y una mujer entra con prisa cargada de bolsas y hablando por el celular. De la prisa, su botella de agua cae y rueda hasta mi pie. Por instinto, la recojo, la miro: es la misma. Es idéntica a la botella que Catalina tomaba el día que me tope con ella en ese mismo elevador.

—¿Señor? —dice la mujer, tirando hacia ella la botella—, señor, gracias —añade con insistencia.
Al instante la suelto y ella vuelve a desaparecer. Estamos en el segundo piso. La mujer se ha ido junto con su botella de agua.
Yo, yo me quedo plantado con los recuerdos de mi encuentro con Catalina. Sí, ella lo volvió a hacer. De repente me río solo de buena gana, nadie me había escupido encima; de seguro muchos lo habrán deseado, en vano, solo en sus sueños. Pero Catalina, me las ha hecho todas: la comida, el jugo y el agua, podríamos decir que solo faltaba la copa de vino tinto sobre una de mis camisa blancas impecables y estaba hecho. De pronto, paro de reír porque mi forma de reaccionar vuelve ante mí en un relámpago... duro de digerir: ese fue mi primer encuentro con Catalina después de nuestra boda. Me muerdo la lengua en un intento infructuoso por controlar mi enojo. Sin resultado, pateo con fuerza la puerta del elevador. Seas cabrón, me insulto pegando mi espalda contra la pared del elevador. Justo en ese momento, las puertas se abren y la voz de la mujer anuncia mi piso.

Salgo, inspiro hondo, mentalmente cuento mis pasos hasta llegar a la puerta. Vuelvo a contar hasta diez y bajo la perilla para abrir la habitación de Catalina.

—Mire señora, su esposo ya llegó —dice la enfermera antes de salir mirándome con esos ojos melosos.

Fuera de base, me quedo en medio de la habitación en silencio. Me esperaba a ver a Catalina dormida. El hospital no me avisó que mi esposa se había despertado, inútiles… Y dentro de la prisa ni siquiera fui capaz de traer un ramo de flores.

—Vuelvo enseguida —digo apurado a Catalina, antes de volver a salir.

—Señorita —llamo, a la enfermera a unos cuentos metros de mí.

—¿Sí? —contesta ella, devolviéndose.

—¿Por qué no me avisaron que mi esposa despertó? ¿Hace cuánto tiempo que ella espera sola? ¿Cómo está ella?

—Su esposa despertó hace dos horas, e intentamos localizarlo sin resultado. Se dejo un mensaje a su secretaria. La paciente está bien, dadas las circunstancias. Necesita descansar. Fuera de la conmoción cerebral no hay ningún imperativo para que pueda salir mañana. De verdad, su esposa tuvo mucha suerte. Si me disculpa, tengo que continuar con mi ronda.

—Gracias.

Mi mal genio sale de mí. Yo quería estar con ella al despertar… Frustrado llamo a mi secretaria, es inútil decir que la regaño a más no poder y además le ordeno enviar un ramo de flores para anteayer, y  para terminar la despido. ¡Es que no puedo contar con nadie más que mi persona! Al punto de reventar, camino en círculos y oprimo con mis dedos las equinas de mis ojos. Mi celular no para de sonar, el pulso de mi ritmo cardiaco parece salirse por las sienes. Las punzadas no tardan en llegar, las características manchas amarillas nublan mi vista. Como si ese fuese el puto momento. Estresado, saco el taro de medicina: uno. Solo me queda uno. La desesperación me toma desprevenido, para calmarme en los diez minutos necesito al menos dos. Respira, solo respira e intenta no enfocarte en el dolor. Cuando las punzadas dejan de golpear mi cabeza, tomo la última pastilla y escribo un mensaje a mi doctor para que me dé otra prescripción; con suerte podré tomar una de inmediato. Sin poder dejar a Catalina más tiempo sola, vuelvo a entrar. Camino con precaución y calculo cada gesto para evitar disparar mi migraña.




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