Estos últimos diez meses he estado tratando de recordar qué fue lo que ocurrió el día de la fiesta y por qué todo terminó como terminó. No sé qué hice exactamente, pero lo he recordado mientras cenaba en casa de mi padre con su familia.
Había sido un día normal como cualquier otro. Lo único que lo diferenciaba del resto era el hecho de que habíamos accedido a ir a una fiesta, a pesar de que ni a ti ni a mi suelen gustarnos. Siempre habíamos preferido pasar las noches viendo alguna película a solas o con la compañía de Evelyn, pero aquel día quisimos jugar a ser arriesgados y asistir a la fiesta del primo de Trevor.
Habíamos hecho la promesa de no tomar en exceso. Para ti aquello no implicaba un esfuerzo porque siempre habías detestado la cerveza y cualquier tipo de bebida alcohólica. Yo tampoco era un pobre ebrio adicto al alcohol, pero sí solía tomar más de lo que debía.
Me preguntaste si realmente quería ir y te dije que sí. Dudaste por un momento, hablando sobre ese mal presentimiento que habías tenido todo el día. Tu mamá nos había oído conversar al pasar por el pasillo, y sin poder evitarlo, se adentró a tu habitación y se unió a nuestra conversación.
Sugirió que no fuéramos y nos quedáramos en casa. Aconsejó que hiciéramos caso a lo que decía tu instinto si éste te aseguraba que algo malo sucedería. Yo, incrédulo a toda la ideología de tu familia, aseguré que nada malo ocurriría, y que en caso de que así fuera, yo te protegería.
Tu mamá insistió con que sería mejor que nos quedáramos, porque hay veces que uno no puede evitar ciertas cosas.
«Lo maravilloso de lo impredecible de la vida», canturreaste.
Esa fue la última vez que te oí decir aquella frase que se había convertido en tu mantra.
Serena siempre ha creído tener el don de predecir algunas cosas; ya sean catástrofes o buenas noticias. Creía en sus sentimientos y los seguía al pie del cañón. Aquel rasgo suyo se te había heredado; siempre fui sabedor de que está en tu naturaleza creer que sucederá todo lo que sientas.
Aquella noche te convencí de estar equivocada.
La fiesta era exactamente igual a todas las que habíamos presenciado: aburrida.
Intentamos auto-convencernos de que la estábamos pasando genial a modo de manifestación para que el espíritu festivo que todos parecían poseer nos apoderara también. Bailamos tanto como pudimos hasta que nos dio sed y regresé de la cocina con un vaso de refresco y una lata de cerveza.
Me recordaste la promesa que habíamos hecho a tus padres sobre no beber, y yo te dije que ya teníamos veintitrés años como para poder empezar a romper algunas promesas. También me comprometí a que no bebería más que esa lata, pero una cosa llevó a la otra y acabé consumiendo tres de ellas.
Me regañaste cuando notaste que me había excedido dos latas de lo acordado, y yo me disculpé entre risas. Sé que estabas mordiéndote la lengua para no insultarme mientras me guiabas hacia el vehículo; el enojo que sentías era evidente.
Me sentaste en el asiento del copiloto y tú fuiste al del conductor. Te aseguraste de que tuviera bien puesto el cinturón de seguridad y luego intentaste ponerte el tuyo, pero algo andaba mal. Aún no había arreglado ese problema, y tú volviste a enfadarte.
«Creí que lo arreglarías», suspiraste irritada, «¿Has estado conduciendo así durante dos semanas? ¡Kyle! ¿A caso quieres morir en un accidente o qué diablos te pasa que no lo arreglas»
Volviste a dirigir tu vista hacia el frente y pude notar el enojo mezclarse con la preocupación en tu mirada. Encendiste el motor y pusiste en marcha el vehículo, y ninguno de los dos emitió sonido alguno durante un buen momento. Tú ibas concentrada en el camino, procurando no provocar ningún accidente. Y yo iba con mis ojos cerrados, pero no dormido.
«¿Estás enojada?» te pregunté.
«Qué observador» murmuraste. En un intento de endulzarte el temperamento, te pedí que te des-enojaras. «¿Cómo pretendes que no me enoje si estás ebrio y has estado conduciendo sin cinturón de seguridad durante dos semanas, Ky?»
Traté de responsabilizar de eso a Robert, el hombre que me había atendido la vez que fui al taller mecánico. Tú soltaste un simple claro que dejaba a relucir tu falta de creencia hacia mí.
Supongo que no tenía sentido que discutieras conmigo en ese momento. Tú estabas molesta y yo ebrio, no llegaríamos a ningún lugar. Sólo nos quedaba esperar a que ambos estuviéramos más calmados sobre el asunto y hablar.
«Lo siento», murmuré. «Y sólo quiero recordarte que te am..»
«No lo digas», me interrumpiste.
«¿Por qué no?»
«Primero que nada, porque no hará que deje de estar enojada contigo. En segundo lugar, siento que si lo dices algo malo sucederá»
«¿Otra vez con eso? Amor, que te diga lo que siento por ti no hará que algo malo suceda»
«Sólo no lo digas», suplicaste.
No entendía qué podría ocasionar decir una vez más lo que había estado repitiéndote los últimos siete años.
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Editado: 07.11.2020