Han pasado más de 30 años desde la última vez que te he escrito una carta, Kira. Aún dueles, pero el tiempo lo ha hecho más tolerable.
Rompí la promesa que te hice de ser la única dueña eterna de mi corazón. Ahora tengo dos hijas y una nieta que ocupan la gran totalidad de él.
También tengo una nueva compañera de vida, Marceline. Es una mujer excepcional por donde se la mire. Siempre ha sido muy comprensiva con nuestra historia y jamás me reprochó por, aún al día de hoy, mencionarte cada tanto. Es divertida. Ha sido una de las primeras personas en lograr hacerme carcajear de la risa luego de tu muerte.
Te prometo que me cuida bien, y me ama tanto como yo a ella.
Hace unos días mi nieta y su madre me llevaron a visitar aquel rosedal que alguna vez supiste amar. El pequeño boulevard que habías ayudado a construir se convertido en un hermoso camino de árboles grandes y llenos de vida. Habían pasado veinte años desde la última vez que me había atrevido a visitarte.
Había un único árbol que destacaba por estar florecido incluso en el inicio del otoño. Tenía flores coloridas que jamás hubiera imaginado en un árbol a estas alturas del año.
Ese árbol tan colorido y vivo que destacaba por sobre los otros era el tuyo; aquel que habíamos plantado acompañado de tus cenizas.
Deborah, mi hija, había comentado que le resultaba inusual encontrar tales flores en ese árbol cuando el resto de los árboles tenían aquellas hojas secas y amarillentas características del otoño.
Allegra, mi nieta, sonrió y dijo algo que llevaba años sin oír.
«Es lo maravilloso de lo impredecible de la vida»
Y eso, realmente, fue lo maravilloso de lo impredecible que tiene la vida.
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Editado: 07.11.2020