En algún lugar de la Patagonia, en un día húmedo y soleado, un zorzal colorado reposaba sobre su nido en un árbol. Se hallaba en un pequeño bosque frente a un parque verdoso y arbóreo, lleno de vida, alegría y tranquilidad. Intentaba descansar como le fuese posible pues, para desdicha suya, su patita izquierda se encontraba considerablemente herida pues un desocupado y perverso niño lo agredió con una resortera; de su grueso y elástico caucho salió disparada una piedra a toda velocidad y alcanzó al pequeño zorzal.
Zorzal miraba a los niños jugar en el parque y pensaba en aquella criatura que lo había lastimado. «Era solo un niño, una inocente personita que, apenas sabía lo que hacía», pensó el ave. A lo lejos, el zorzal logró vislumbrar un ave que volaba en dirección a aquel pequeño bosque que colindaba con el parque. Aquella avecilla volaba de una manera extraña, esto llamó la atención del zorzal colorado que, con el fin de llamar su atención, empezó a cantar al viento. Su canto voló por los aires y, la avecilla, que no era otra cosa que un tierno hornero común, captó enseguida el mensaje y, con esfuerzo, en un complejo vuelo de bruscos y leves sube y bajas, logró aterrizar en un árbol contiguo al que estaba el herido zorzal.
—Buenos días, compañero —dijo el hornero— mi nombre es Alonso García, pero me puedes decir Alonsito.
—Buenos días, Alonsito, soy el Zorzal colorado. No poseo otro nombre más que ese, así que me puedes llamar Zorzal.
—Zorzal, es un gusto conocerte. He oído tu canto y asumo que llamabas mi atención por pura curiosidad. Sé lo mucho que llamó la atención con mi afligido vuelo y, la verdad, preciso tu ayuda, estimado Zorzal.
—¿”Afligido vuelo”? ¿a qué te refieres? —preguntó el Zorzal con mucha curiosidad y empatía.
—Así como lo escuchas. Este día la prisa casi mata a Alonsito el hornero. Emprendí vuelo a grandes velocidades en dirección a una granja no muy lejos de aquí, con el propósito de hablar con una avecilla que me tiene loco de amor. Te juro que, si su canto oyeras, que, si sus ojos vieras, o el viento que sus majestuosas alas provocan al abrirse y cerrarse pudieras sentir en tu rostro al volar tras ella, entenderías mi prisa, comprenderías mi locura. —exclamó Alonso agachando cada vez más su triste cabecita.
—Oh, Alonsito, pero, ¿de qué forma la prisa te pasó factura? Imagino que fue ella la razón de tu afligido y brusco vuelo —dijo Zorzal mirando al cielo, pensando en el amor, y regresando su mirada a Alonsito para recibir con respeto su respuesta.
—Un apresurado chofer, cuya prisa, quizás, se debía a la necesidad de llevar un plato de comida a la mesa de su hogar, cruzó con tan salvaje velocidad que no pude verlo. Cerca estuve de la muerte, cerca estuve de no estar aquí cantando mi historia para ti, pero apenas logró golpear con fuerza mi ala izquierda. A duras penas la siento, y si la levanto o muevo con brusquedad es un dolor inconmensurable el que me invade. Tan grade es el dolor que no sabría si, al compararlo con el dolor de no poder llegar a mi conversación con la avecilla que amo, es este más grande o más pequeño, pero tengo la certeza de que preferiría tener ambas alas rotas y hasta una pierna lesionada si con ello pudiera tener frente a mí al amour de ma vie.
—“Una pierna lesionada”, oh, no sabes lo que dices, Alonsito. Hoy, más temprano, casi me cuesta la vida la curiosidad que, por lo general, acostumbra a matar a un muy bien conocido enemigo nuestro, más no a nosotros. En una casa no muy lejana a nuestra actual posición, escuché como le gritaban a una persona por cuestiones absurdas, o, al menos no lo serían de no ser porque, al salir de aquella casa la persona a la que gritaban, no me hubiese enterado de que era tan solo un niño, Le reprochaban por ser travieso, por ser inquieto, le reprochaban por ser un niño y por ser parte de la naturaleza de la infancia.
—Oh, pobre niño. Pero, ¿qué fue lo que te sucedió, exactamente, Zorzal? que de la pierna haces mención. —preguntó Alonsito con mucha intriga y con la tristeza de quien prevé algo malo que se avecina.
—Pues veras, mi querido Alonso, bajé mi vuelo hacia el niño que se hallaba sentado cabizbajo y apoyando su cabeza con los puños cerrados mientras sus codos reposaban en sus piernas. Hacía los pucheros de una criatura inocente que no consigue comprender el porqué de los regaños de su progenitora. Me acerqué a él para intentar sacar de su rostro una sonrisa con mi canto y mis dulces y alegres movimientos bailarines y, entonces, en un intento de disminuir su aburrimiento, tan solo conseguí despertar en él una curiosidad maquiavélica por el “¿Qué pasaría si con mi resortera atacó a esta graciosa ave?”.
—Oh, no sigas por favor, no puedo creer que se haya atrevido —exclamó Alonsito con gran colera y tristeza.
—Me temo que sí. Disparo su resortera contra mí y consiguió herir fuertemente mi patita izquierda. Y es por eso, estimado Alonsito, que con respeto te recalco que no sabes lo que dices al desear tener las alas rotas y una pata lesionada pues, en dicho caso, sabrías lo que es estar realmente mal, realmente herido.
—Admito que tu historia me llena de rabia y tristeza por aquella injusticia que sufriste al querer consolar a un niño regañado, pero tan solo dime, ¿qué pude ser más doloroso que no tener frente a mi a la reina de mis sueños? Con su canto salir de sus perfectas mandíbulas, con sus ojos negros resplandecer en contraste con la luz, con el viento provocado por nuestros vuelos y sus alas al ir yo tras de ella. Entendiendo, a cada paso, el porqué de mi locura, pues basta con tenerla cerca para entenderlo todo… ¿Qué puede doler más que aquello?
—Te aseguro que un millar de cosas han de doler más, Alonsito. Yo cargo con el peso de haber despertado una chispa de malicia en un inocente niño que tan solo quería ser un niño como cualquiera.
Alonsito ya estaba empezando a sentirse incómodo pues, al recibir el llamado de Zorzal, creyó que este le podría ayudar, de alguna forma u otra, a resolver su problema de no poder llegar pronto a ver a su amada por la cuestión del ala herida.
Editado: 31.12.2019