El amor en tiempos de hambre

Prólogo

En el crepúsculo de una página en blanco, donde las palabras aún no han nacido pero ya susurran su adiós, comencé esta novela. No por el principio, ese umbral incierto donde los personajes balbucean sus primeros pasos y el mundo se estira como un lienzo virgen, sino por el final: un eco resonante de despedidas, de sombras que se disipan en el alba de Puebla, donde el sol asciende como un veredicto inexorable. Rómulo Mireles, con su guitarra al hombro, se queda bajo las luces parpadeantes de la TAPO, la ciudad cantando a su alrededor como un coro de fantasmas. Edith sube al camión, el papel con la letra de canción en su bolsillo, un puente frágil entre dos almas rotas. Ahí, en ese cierre que no cierra nada, en esa nota suspendida que vibra en el vacío, encontré el latido inicial.

Escribir desde el final es como desandar un río contra la corriente: cada remanso revela un torrente olvidado, cada meandro oculta un origen turbio. Esta novela se tejió al revés, como un tapiz que se revela primero en sus bordes deshilachados, en las cicatrices que el tiempo deja antes de nacer. Porque el amor, como la ciudad de México —esa bestia de neón y sombras, de cláxones que componen sinfonías caóticas y aromas a elotes asados que flotan como promesas efímeras—, no se entiende en su nacimiento, sino en su disolución. Comencé por el eco de una noche que nunca se olvida, por el guitarrista callejero que, años después de pérdidas y redenciones, extiende una mano a una desconocida en la terminal. De ahí, retrocedí: a la muerte de Ana, esa niña que iluminó el abismo de Rómulo con su sonrisa frágil; a los deseos confusos con Lupita, que lo quemaron como un relámpago en la tormenta; a la propuesta rechazada a Clarisa, bajo un cielo cuajado de estrellas que no cumplieron sus promesas; al arribo ingenuo desde Quimichis, con una maleta llena de sueños y el peso de las despedidas.

Esta estructura invertida no es capricho, sino revelación: porque las vidas, como las novelas verdaderas, se comprenden mejor desde sus ruinas. En el final yace la semilla del principio, en la pérdida el germen de la búsqueda. Aquí, en estas páginas que fluyen contra el tiempo, invito al lector a desandar conmigo el camino: a sentir el pulso de una ciudad que devora y regenera, a acompañar a Rómulo en su odisea de juventud rota y redimida, a descubrir que el amor —fugaz, doloroso, eterno— siempre comienza donde termina. Bienvenido a este tapiz tejido al revés, donde el final es solo el preludio de un principio vibrante, eterno en su efímera belleza.




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