Edith, herida por su propia impotencia, se alejó hacia las calles oscuras de Madero. La ciudad la engulló: vendedores de tamales, jóvenes con walkmans, un hombre con una botella que la miró demasiado tiempo. En un callejón, una figura encapuchada se acercó, y Edith, sin cartera ni teléfono, se paralizó. Entonces, Adam apareció, su presencia como un faro, su encanto tranquilizador disipando el miedo.
—¡Oye, amor, te estaba buscando! —dijo, pasando un brazo por sus hombros con naturalidad, su voz persuasiva ahuyentando al extraño.
El intruso se desvaneció en la multitud.
—¿Por qué sigues aquí? —preguntó Edith, temblando, su voz más suave ahora.
—Porque no te dejo sola en estas calles —respondió Adam, su tono cálido pero firme—. Vamos, intentémoslo juntos.
En la Plaza de Santo Domingo, bajo lámparas tenues, los escribanos tecleaban a máquinas, sus clics como un latido antiguo. Adam señaló a uno, bromeando con su fluidez habitual.
—Podrías reescribir esa carta, algo menos… intensa.
Edith negó, pero sonrió levemente.
—Demasiado tarde. Ya la envié. Y ahora... lo lamento todo.
Adam tocó un son jarocho en un callejón adornado con murales de Frida Kahlo, las notas flotando como luciérnagas. Edith vio melancolía en sus ojos, un eco de Clarisa, su ex. Adam le contó, entre acordes, cómo Clarisa había sido su musa. Se conocieron en la Universidad, ella bailaba al ritmo de ska, él tocando covers de Café Tacvba. Se enamoraron bajo los árboles, planeando entre clase y clase una vida juntos, incluso una propuesta de matrimonio que nunca llegó a concretarse. Pero Clarisa, con su risa que llenaba el aire, se alejó cuando los sueños musicales de Adam chocaron con la realidad de gigs mal pagados y noches interminables.
—Necesitamos más —le dijo ella, y se fue caminando sin rumbo, intentando dejar a Adam con su guitarra.
Un turista dejó monedas en la funda de la guitarra.
—¡La ciudad siempre da algo! —dijo Adam, guiñándole un ojo a Edith, su encanto haciendo que el momento pareciera menos sombrío.
En el Zócalo, bajo la imponente Catedral Metropolitana, compartieron entres sus escalones. Edith habló de Madrid, de cómo el perfeccionismo era su escudo contra el vacío, de Daniel, de la carta que ahora temía que él leyera. Adam confesó más sobre Clarisa: cómo sus canciones aún llevaban su nombre, cómo cada nota era un intento de recuperarla. Sus palabras eran cicatrices compartidas, y en el frío de la noche, sus alientos se mezclaron como promesas no dichas.
En un bar de la Roma, con paredes de ladrillo y un equipo de sonido que tronaba “María Chuchena”, Adam saludó al dueño con su diálogo fluido.
—¡Mireles! ¿Otra vez tocando por chelas?
—No esta vez —respondió, afinando su guitarra.
Entonces la vio: Clarisa, radiante en un vestido rojo, sonriendo con un hombre de traje impecable. Sus ojos se encontraron, y por un instante, el bar se desvaneció. Edith, captando el dolor en la postura de Adam, entrelazó su brazo con el suyo.
—Tranquilo, soy tu novia esta noche —susurró, su voz un ancla.
Adam tocó “Cielito Lindo”, pero lento, melancólico, cada nota un lamento por Clarisa. El público aplaudió, llenando su estuche de billetes. Al salir, Edith lo detuvo.
—Amas a Clarisa. Regresa, enfréntala.
Adam volvió al bar, habló con Clarisa. Regresó con una mezcla de alivio y pérdida.
—¿Estás bien? —preguntó Clarisa, su voz suave pero distante.
—A veces —dijo Adam—. Ahora paso más tiempo recordando… nuestros mejores momentos.
Clarisa rió, un eco de su pasado juntos.
—Esta noche, cuando tocaste, recordé todo. Me propusiste matrimonio, ¿sabes? Éramos jóvenes.
—Éramos felices —respondió Adam, nostálgico.
—Deberíamos desayunar. Tú, yo… y tu amiga. Me gustaría conocerla.
Adam sonrió entendiendo que nada tenía que hacer ahí, pero sus ojos eran un torbellino.
—Hablé con ella. Acepté un desayuno: ella, yo… y el bebé que espera. Dijo que fue feliz conmigo, Edith. Mi martirio terminó.
Cerca de Tacuba, un clarividente bajo un toldo de luces los recibió.
—Tú, músico, tus canciones dicen más de lo que admites. Y tú —miró a Edith—, crees estar atrapada, pero tienes opciones. Él es una buena opción.
Edith se sonrojó, su mente volviendo a Daniel.
—Estoy casada.
—Pero es más fácil amar como quieres que dejar que te digan cómo debes hacerlo —contestó el clarividente.
Edith no tuvo respuesta y corrió a buscar un teléfono público. Llamó a su amiga en Puebla.
—¿Sacaste la carta?
—No pude —respondió la amiga—. Intenté entrar a su casa, pero me dio miedo caerme del segundo piso.
Frustrada, Edith colgó. En un hotel cercano, compartieron una habitación para descansar antes del camión de las cinco. Edith reveló más sobre Daniel: cómo su calma la había conquistado, cómo sus promesas en Venecia se sentían ahora como ecos lejanos. La carta, confesó, era su última arma, pero también su mayor miedo. Si Daniel la leía, podía romper lo poco que quedaba de ellos, y su arrepentimiento por haberla escrito tan dolida la consumía.
—No sé si quiero salvar lo que tuvimos o dejarlo ir —admitió Edith.
Adam, acercándose con su persuasión natural, le dio un beso fugaz, cargado de anhelo. Fue todo. Se acostaron, vestidos, en silencio, la ciudad cantando fuera.
Con el dinero recaudado, corrieron a la TAPO. Adam negoció un boleto para el camión de las cinco con su diálogo encantador. En una banca de metal, Edith marcó el número de Daniel en un teléfono público.
—¿Edith? ¿Dónde estás? —preguntó él, su voz cargada de alivio y culpa.
—En camino —mintió ella—. Estaré en Puebla antes de las nueve. Espérame.
Adam le dio un papel.
—No lo leas ahora. Es para cuando llegues a Puebla.
—¿Por qué haces tanto por mí? —preguntó Edith.
—Porque a veces conoces a alguien que te hace querer ser mejor, aunque sea por una vez —respondió él, su voz tranquilizándola una última vez.