Una noche, mientras tocaba en La Libélula, Clarisa se acercó y le susurró al oído:
—¿Sabes? Creo que la ciudad no es tan grande cuando estás con alguien que la hace sentir como casa. —Adam sonrió, su guitarra aún vibrando en sus manos.
Por primera vez, la Ciudad de México no era solo un sueño o un desafío, sino un hogar en construcción, tejido con música, amor y la promesa de un futuro que él y Clarisa podrían escribir juntos.
Los días de Adam eran un torbellino de clases, rondas hospitalarias y noches en vela estudiando. La Ciudad de México, con su caos de cláxones y luces, se había vuelto más familiar, menos intimidante, pero un anhelo persistente por conectar con alguien seguía jaloneándole el corazón. Tristeza y esperanza se arremolinaban en su mente, como los mayates danzando alrededor del foco en su cuarto. Su refugio era El Péndulo, un café-librería en la Condesa donde las paredes verde esmeralda brillaban bajo lámparas desparejas. Los estantes rebosaban de novelas y poemarios, sus lomos gastados por miles de manos. El aire olía a café recién tostado, croissants calientitos y papel viejo, mientras una guitarrista dejaba caer notas de bossa nova, mezclándose con el murmullo de pláticas y el tintineo de tazas. Luces de hadas colgaban del techo, bañando el lugar en un resplandor dorado que lo hacía un santuario para soñadores.
Una tarde, mientras recorría el lugar con la mirada, Adam vio a Clarisa en una mesa junto a la ventana, absorta en una libreta. Su cabello castaño, ahora más corto y recogido tras las orejas, enmarcaba unos ojos que aún guardaban una intensidad serena. Al alzar la vista, una sonrisa cálida se dibujó en su rostro, transportándolo a sus primeros días en la ciudad.
—Sigues con esa mirada de soñadora —dijo él, levantando a Clarisa para abrazarla con una calidez que desarmaba sus defensas.
—No siempre estoy soñando —respondió Clarisa, ajustándose la mochila con una sonrisa tímida.
Se sentaron, y la familiaridad de sus charlas pasadas los envolvió como una manta suave. La risa de Clarisa, fresca y sin filtros, era la misma, pero había una nueva seguridad en ella, una chispa de quien había encontrado su rumbo. Mientras platicaban, los recuerdos inundaron a Adam: la sala de espera del examen de admisión donde se conocieron, las noches en La Libélula, un café en la Roma que vibraba con vida bohemia. Las paredes de La Libélula estaban cubiertas de murales desordenados: siluetas de músicos, versos garabateados en tiza, flores pintadas que trepaban al techo. El aire olía a café recién molido y un toque de incienso. Mesas de madera gastada, algunas tambaleantes, acogían a estudiantes con cuadernos abiertos, poetas con libretas llenas de garabatos y músicos que tocaban guitarras o improvisaban ritmos con tambores. Una lámpara de papel colgaba del centro, bañando el lugar en una luz cálida que hacía que todos, conocidos o no, parecieran amigos.
Una noche, tras un dueto de La Llorona que dejó al público hechizado, Adam, embriagado por el momento, llevó a Clarisa afuera, bajo un cielo cuajado de estrellas. Su corazón latía desbocado mientras hurgaba en su bolsillo, sacando un anillo de plata comprado tras meses de ahorrar cada peso de su trabajo en una farmacia. La pequeña piedra del anillo brillaba débilmente, un reflejo humilde pero sincero de su esfuerzo.
—Clarisa —dijo, con la voz temblorosa—, quiero pasar mi vida contigo. ¿Te casas conmigo?
Los ojos de Clarisa se abrieron, reflejando sorpresa y ternura. Tomó sus manos, su toque suave pero firme.
—Adam, eres un sueño —dijo con suavidad, su voz cargada de cariño pero con una certeza que él aún no comprendía—. Pero somos muy jóvenes, ¿sabes? Apenas estamos empezando nuestras vidas. Este anillo es precioso, y sé que te costó mucho. Pero no se trata de su precio, ni de lo que significa para ti. No me siento lista para ser tu esposa, no ahora. Quiero que seamos amigos, los mejores amigos, y que sigamos creciendo, cada quien en su camino.
Adam sintió el suelo desvanecerse, las palabras de Clarisa cayendo como una lluvia suave pero fría.
—¿Solo amigos? —preguntó, disimulando el nudo en su garganta.
—Por ahora —respondió ella, apretándole la mano con una sonrisa triste pero honesta—. No es un no para siempre, Adam. Es un ‘esperemos’. La vida es larga, y los dos tenemos mucho por aprender.
Asintió, el anillo pesándole en el bolsillo como un recordatorio de su impulso juvenil. El rechazo de Clarisa no era cruel; era maduro, un reflejo de una claridad que Adam aún no tenía. Con dieciocho años, sus sueños eran más grandes que sus realidades. Sus palabras, aunque dolían, eran un regalo: una invitación a crecer, a encontrarse a sí mismo antes de construir una vida con alguien más. Volvieron al café, y aunque la música continuó, Adam cargaba un vacío que solo el tiempo sanaría.
Devuelto a la realidad, Clarisa removía su café, su sonrisa teñida de amabilidad.
—Deberíamos desayunar juntos alguna vez —propuso, con un brillo juguetón en los ojos.
Adam alzó una ceja, esbozando una sonrisa irónica.
—Tal vez, —respondió con desdén, aunque sabía que Clarisa, su musa de siempre, seguía siendo un faro imposible de ignorar.
La vida en la ciudad seguía su curso. Adam se sumergió en la Facultad de Medicina, donde cada clase y ronda hospitalaria era un paso hacia el hombre que quería ser. Pero las noches en los cafés y las caminatas por la Condesa, con sus calles arboladas y casas de colores, le recordaban que el corazón también necesitaba un refugio. Una tarde, mientras estudiaban en la biblioteca de la facultad, Clarisa le confesó que había cambiado su rumbo: ya no quería ser médico, sino que había encontrado su pasión en Ciencias Políticas, en la idea de transformar el mundo con ideas y palabras. Adam la escuchó, admirado por su claridad, pero con un nudo en el pecho. Cada paso que ella daba hacia su futuro parecía alejarla un poco más.