Al amanecer, el cielo de la ciudad seguía cubierto, pero la lluvia había cedido, dejando un silencio húmedo que envolvía las calles. Rómulo se levantó temprano, con el corazón latiendo al compás de una mezcla de nervios y esperanza. El examen de admisión en la UNAM era su puerta al futuro, el primer paso hacia el sueño de ser médico, de salvar vidas, de demostrarle a su familia —y a sí mismo— que podía conquistar lo imposible. Mientras se vestía, el canto del canario en el vestíbulo le arrancó una sonrisa. Era un recordatorio de que, incluso en la incertidumbre, había pequeños destellos de vida.
Caminó hacia Ciudad Universitaria bajo un cielo que parecía contener el aliento. Las calles de Doctores estaban vivas: vendedores ambulantes gritaban sus ofertas, el aroma de tamales y atole flotaba en el aire, y los estudiantes corrían hacia el metro con mochilas al hombro. Rómulo sintió un cosquilleo en el pecho, una chispa de pertenencia. La ciudad, que la noche anterior lo había recibido con indiferencia, ahora parecía abrirse, como si lo invitara a descubrir sus secretos.
En la UNAM, el campus era un hervidero de aspirantes, cada uno cargando su propia mezcla de miedo y determinación. Rómulo se unió a la fila, con los apuntes apretados contra el pecho, repasando en su mente fórmulas y conceptos. Fue entonces cuando la vio. La chica cruzaba el patio con paso decidido, su cabello castaño ondeando al viento, una carpeta bajo el brazo y una chispa de idealismo en la mirada. Hablaba con una amiga, su risa clara como un arroyo, y algo en Rómulo se detuvo. No era solo su belleza; era la forma en que parecía habitar el mundo, como si cada paso fuera una declaración de intenciones. Supo, sin necesidad de palabras, que ella era diferente, que sus vidas acababan de cruzarse en un instante que no olvidaría.
No se atrevió a hablarle ese día. La observó desde lejos, mientras ella se dirigía a la Facultad de Ciencias Políticas, y algo en su corazón se encendió. Durante los meses siguientes, la buscaría en cada rincón de la universidad: en las bibliotecas, en las cafeterías, en las plazas donde los estudiantes debatían con pasión. Escuchaba su voz en los pasillos, hablando de justicia, de cambiar el país, de un futuro donde todas las voces fueran escuchadas. Rómulo, con su sueño de curar cuerpos, se sentía pequeño ante su grandeza, pero también inspirado. Deseaba ser su amigo, cómplice de sus sueños, la mitad de un alma que al fin se encontraba en los márgenes de una ciudad que no dejaba de correr.
En un instante, sus ojos se encontrarían, y el corazón de Rómulo, sin pedir permiso, se rendiría ante ella. Pero el amor, como la ciudad, no seguía las reglas que Rómulo había imaginado. Sus sentimientos por Clarisa crecieron en silencio, un fuego que ardía sin consumirse, atrapado entre un pasado que aún dolía y un presente que prometía tanto como asustaba. La Ciudad de México, con su lluvia y sus calles caóticas, sería el lienzo donde aprendería que el amor, como el hambre de respuestas y de futuro, puede ser tan cruel como esperanzador, tan fugaz como eterno.
El cielo de la ciudad seguía cubierto, pero la lluvia había cedido, dejando un silencio húmedo que envolvía las calles como un velo. Rómulo se levantó temprano, con el corazón latiendo al compás de una mezcla de nervios y esperanza. El examen de admisión en la UNAM era su puerta al futuro, el primer paso hacia el sueño de ser médico, de salvar vidas, de demostrarle a su familia —y a sí mismo— que podía conquistar lo imposible. Mientras se vestía, el canto del canario en el vestíbulo le arrancó una sonrisa. Era un recordatorio de que, incluso en la incertidumbre, había pequeños destellos de vida.
Caminó hacia Ciudad Universitaria bajo un cielo que parecía contener el aliento. Las calles de Doctores estaban vivas: vendedores ambulantes gritaban sus ofertas, el aroma de tamales y atole flotaba en el aire, y los estudiantes corrían hacia el metro con mochilas al hombro. Rómulo sintió un cosquilleo en el pecho, una chispa de pertenencia. La ciudad, que la noche anterior lo había recibido con indiferencia, ahora parecía abrirse, como si lo invitara a descubrir sus secretos.
Había visitado a sus parientes en la ciudad, esperando encontrar un ancla en sus rostros familiares, pero la cena con ellos había sido un recordatorio cruel de su condición de forastero. Sus primos, de su misma edad, lo miraron con una mezcla de curiosidad y condescendencia, sus ojos deteniéndose en su chamarra gastada y sus botas polvorientas. Aunque nadie lo dijo en voz alta, Rómulo sintió el peso de sus juicios sobre su “elegancia pueblerina”. Se despidió con una sonrisa forzada y juró no volver. La ciudad lo empujaba hacia el único refugio que tenía: Miguel, su vecino de cuarto, un joven desparpajado que parecía navegar la vida con una facilidad que Rómulo envidiaba.
A sus diecisiete años, con un rostro que aún guardaba trazos de infancia, nadie creería que Rómulo aspiraba a ser médico. Una tarde, agotado de vagar por las calles abarrotadas, regresó al edificio y llamó a la puerta de Miguel. Lo encontró tirado en el sofá, con un libro abierto sobre el pecho.
—¿Qué tal si mañana viernes vamos a un café? —propuso Rómulo, con un destello de entusiasmo—. Dicen que hay lugares bohemios, donde músicos se juntan a tocar, a charlar… Suena bien, ¿no?
—¡Órale! —respondió Miguel, incorporándose con una sonrisa—. Ese lugar es pura vibra. Pero no me despiertes antes de las dos, ¿eh? Seguro nos quedamos hasta tarde, tocando y echando desmadre.
—Perfecto —dijo Rómulo, imaginando el calor de su guitarra y el murmullo de acordes mezclándose con voces desconocidas.
—Y, oye —añadió Miguel, guiñándole un ojo—, lleva tu guitarra. A lo mejor conoces a una poeta o cantante. Pero, ¿te animarías a hablarle a una chava?
Rómulo sintió un nudo en el estómago, pero sonrió.
—No soy tan tímido como crees —respondió, aunque en su interior dudaba.