El amor en tiempos de hambre

Capítulo 5

Miguel encendió la lámpara. Lupita, alta, con cabello rojo y ojos vivos, lo saludó con una sonrisa cálida. Su manera desenfadada, su “qué onda”, fue sincera. Adam, nervioso, sintió un destello de posibilidad. Tal vez la ciudad, con toda su indiferencia, también guardaba encuentros que podían cambiarlo todo.

—¿Qué te parece? —preguntó Miguel, con una chispa traviesa en los ojos.

—Es más guapo que tú —respondió Lupita, riendo—, pero qué lástima que sea tan calladito.

Adam se sonrojó y balbuceó algo. Lupita, con un salto juguetón, se acercó.

—¡Mira, se pone rojo si lo tocas! —dijo, divertida.

—Déjalo en paz —intervino Miguel, sonriendo—. No aguanta a las mujeres, es muy tímido, pero ya se le quitará.

—No estaría mal —dijo Lupita, tomando a Adam del brazo y sentándolo a su lado—. Ven, no muerdo.

—Señorita, yo… —tartamudeó Adam.

—¿Señorita? —interrumpió Lupita, riendo—. Nada de eso, llámame Lupita, por favor.

Miguel y Lupita estallaron en carcajadas. Adam, apenado, se unió a la risa para no sentirse más fuera de lugar.

—¿Sabes qué? —dijo Miguel—. Vamos a pedir un six de cervezas, a ver si así se te quita lo tímido. Anda, tráete unas frías.

—Claro —respondió Adam, más animado.

Salió casi corriendo a la tienda, regresó con las cervezas y vasos, y los tres se sentaron alrededor de la mesa. Con el paso de los minutos, la incomodidad inicial se desvaneció. Lupita, sentada junto a Adam, lo miraba con ojos coquetos, y él, poco a poco, se atrevía a sostenerle la mirada. La vitalidad de Lupita, su risa que llenaba el cuarto, despertó en Adam una energía desenfrenada. Sus ojos se detenían en su boca roja, que se abría al reír mostrando dientes blancos, y en sus piernas torneadas. De pronto, Lupita lo sorprendió mirándola.

—¿Te gustó? —dijo, riendo sin malicia—. ¡Tú también me gustas!

Adam, embriagado por el momento, se dejó llevar. El valor líquido de las cervezas fluía por sus venas, y empezó a hablar, a contar chistes. Miguel, sorprendido, exclamó:

—¡Órale! ¿Qué te pasó? ¡Así deberías ser siempre!

Lupita, riendo, añadió:

—Si traes otro six, ¿no te gustaría que te pague con un beso?”

Miguel fue por más cervezas, y el buen humor creció. Adam, aunque no bebía mucho, estaba de un ánimo radiante, bromeando sin vergüenza. Con el tercer six, Lupita comenzó a cantar, y permitió que Adam rozara sus labios con un dedo, en un gesto juguetón.

—¿Verdad que no hay problema, Miguel? —dijo ella—. ¡Es un buen chico!

—Claro, adelante —respondió Miguel, sonriendo—. Es solo un beso.

Antes de que Adam pudiera pensarlo, Lupita lo besó, un roce breve y húmedo. No fue placentero, por la incomodidad de que Miguel estuviera ahí, pero tampoco desagradable. Pasó como un relámpago, perdido en la confusa alegría que lo hacía tambalearse. Adam solo quería que esa ligera ebriedad, mezcla de deseo, cerveza y juventud, no terminara. Lupita, con las mejillas sonrojadas, miraba a Miguel con guiños y risas.

De repente, Miguel le dijo a Adam:

—¿Has visto las estrellas de noche?

Sin entender, Adam lo siguió hasta la puerta. En voz baja, Miguel añadió:

—Ya estuvo. Mejor vete, ya no te necesitamos.

Adam, desconcertado, comprendió y dio las buenas noches. Al día siguiente, no fue a su primera clase, algo inusual, pues se quedó dormido. El encuentro con Lupita, aunque fugaz, había encendido una chispa en su sangre. En silencio, se preguntaba si había sido un error, una mentira disfrazada de amistad. ¿Era su deseo de escapar de la soledad un anhelo más profundo, celosamente oculto?

Los días siguientes, sus pensamientos giraban en torno a Lupita. Recordaba su silueta en la penumbra, el cielo nocturno envolviéndolos. Desde esa tarde, lo sabía: deseaba a esa mujer, no necesariamente un amor, sino un roce, un instante de conexión. ¿No estaba todo lo desconocido y maravilloso que anhelaba ligado a las mujeres? Comenzó a observar con nuevos ojos a las que pasaban por la calle. La Ciudad de México, con su infinita diversidad, parecía un desfile de bellezas que hacían brillar sus ojos. Iba menos a clases y pasaba más tiempo vagando, como si buscara algo que no había perdido, esperando que la casualidad le trajera un encuentro inesperado.

Veía con envidia y deseo cómo las parejas se abrazaban, y su anhelo de tener su propia experiencia crecía. No quería nada extravagante, solo una mujer dulce, tierna, que llenara sus sentidos. Cada tarde, al pasar frente a las preparatorias, encontraba a chicas de quince o dieciséis años, regresando de clases, platicando en grupos, lanzando miradas curiosas y risitas. Sus rostros sonrientes, sus cuerpos esbeltos con faldas cortas, sus caderas balanceándose con una alegría casi infantil, lo cautivaban. Día tras día, las veía a lo lejos, y ellas comenzaron a notar su presencia. Cuando pasaba, se empujaban unas a otras, reían y lo miraban con ojos desafiantes. Adam, nervioso, apartaba la vista y aceleraba el paso.

Al notar que lo ponían nervioso, las chicas se volvieron más atrevidas. Sus risas y miradas lo seguían, pero él no se animaba a hablarles.

—Huele a problemas, —se decía, sintiéndose infantil en su timidez. ¿Por qué no podía ser fuerte, como la vida parecía exigirle? ¿Por qué no era como Miguel? Los recuerdos de su infancia lo asaltaban: las niñas que conoció, sus juegos inocentes. ¿Dónde estarían ahora? Seguramente conocían el amor, el deseo, algunas tendrían esposos e hijos. Todas habían dejado el pueblo, y él, el último en partir, seguía siendo un joven ruborizado en un cuarto frío, con la mirada baja, sin atreverse a enfrentar el mundo.

Una noche, mientras caminaba por las calles de la Roma, el bullicio de la ciudad lo envolvió: vendedores ambulantes, risas de parejas, el aroma de tacos al pastor desde un puesto. Adam se detuvo frente a un mural callejero, una explosión de colores que retrataba a una mujer con ojos fieros y flores en el cabello. Pensó en Clarisa, en Lupita, en las chicas de la preparatoria. Su corazón latía con una mezcla de deseo y miedo. Quería pertenecer, amar, vivir. Pero la ciudad, con su inmensidad, le recordaba lo pequeño que aún se sentía. Se sentó en una banca, mirando las estrellas que apenas se veían entre el resplandor de la ciudad, y se prometió a sí mismo que encontraría su lugar, aunque el camino fuera incierto.




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