Adam se quedó paralizado, sin saber qué responder. La mirada de Lupita, brillante y desafiante, lo atravesó, y un nudo se le formó en el estómago. Miguel y Lupita rieron, como si la situación fuera un juego.
—Sí —dijo Miguel, recuperando un poco su humor—. Claro que se pueden quedar. Adam es de confianza, ¿no? Ni parece hombre para esas cosas.
Las risas de ambos resonaron, pero para Adam fueron como latigazos. Sintió el desprecio en sus voces, la burla a su timidez, a su incapacidad para responder con la misma chispa. No podía unirse a la risa; algo dentro de él se revolvía, una rabia silenciosa contra su propia fragilidad. ¿Por qué no encontraba las palabras para defenderse? ¿Por qué siempre se sentía un paso atrás, como un eco de lo que quería ser?
—Está bien —dijo Miguel, poniéndose la chamarra—. Los dejo solos, a ver qué tal se portan. Vuelvo a las siete. Adam, no hagas tonterías, ¿eh? Y no aburras a Lupita. ¡Nos vemos!
Tomó a Lupita por la cintura, le dio un beso rápido y salió, dejando tras de sí el eco de la puerta al cerrarse. El silencio cayó como un velo pesado. Afuera, el viento y la lluvia danzaban un vals salvaje, mientras en el cuarto solo se oía el tic-tac del reloj de péndulo en la sala vecina. Adam permanecía sentado, con la mirada fija en el suelo, sintiendo los ojos de Lupita sobre él. Su sonrisa era un desafío, un escalofrío que le erizaba la piel y le robaba el aire. Ella, con las piernas cruzadas, se inclinó hacia él, rompiendo el silencio.
—Oye, pequeño, ¿tienes miedo? —preguntó, con una sonrisa que mezclaba curiosidad y burla.
Adam, sobresaltado, intentó responder con firmeza.
—¿Miedo? ¿De quién? ¿De ti?, —dijo, pero su voz sonó frágil, casi febril.
El silencio volvió, denso como la lluvia que golpeaba las ventanas. Lupita se levantó, se alisó la falda y se miró en un espejo pequeño, componiendo su cabello mojado con un gesto casi teatral. Luego, giró hacia él.
—La neta, Adam, eres un poco soso. Anda, cuéntame algo —dijo, sentándose a su lado, tan cerca que él pudo sentir el calor de su cuerpo.
El corazón de Adam latía desbocado. Quería sonar seguro, pero la cercanía de Lupita lo desarmaba.
—No se me ocurre nada, —murmuró, avergonzado.
—¿Nada? —insistió ella, riendo—. Todo el día andas con tus libros, algo habrás aprendido. O dime, ¿qué haces cuando no estás en clases? Te he visto caminando por el barrio, siempre solo, como si buscaras algo. ¿Andas tras una chava?
Adam negó con la cabeza, molesto.
—No hay ninguna chava. No es eso.
Lupita rió, divertida por su incomodidad.
—¡Mírate, te pusiste rojo! Sé que traes algo entre manos. ¿Cuándo me la presentas?
La paciencia de Adam se agotó.
—Eso no es asunto tuyo. Preocúpate por lo tuyo, —soltó, más brusco de lo que pretendía.
—Uy, pequeño, ¡qué carácter! —dijo Lupita, fingiendo susto—. Me das miedo.
—Y no me llames pequeño, no lo soporto, —replicó él, con la voz temblando de rabia.
—¿Por qué no? Miguel también te dice así —respondió ella, con una risa que lo encendió aún más.
—Es diferente —masculló Adam.
Lupita, disfrutando el juego, se inclinó más cerca.
—Pequeño, pequeño, pequeño, —repitió, con una chispa traviesa en los ojos.
Adam apretó los puños, la sangre subiéndole a la cabeza.
—¡Para, ya basta!, —exclamó, su voz resonando en el cuarto.
Lupita, sorprendida, dio un paso atrás, pero su sonrisa no se desvaneció. La rabia de Adam, alimentada por meses de sentirse menos, de ser el blanco de burlas, estalló. Se lanzó hacia ella, no con la intención de herirla, sino de silenciar las risas, de probar que no era el niño débil que todos veían. Quería castigar su burla, recuperar algo de su dignidad.
Lupita, ágil, lo tomó de las muñecas con una fuerza sorprendente, inmovilizándolo. Sus rostros quedaron a centímetros, el de Adam ardiente de impotencia, el de ella entre sorprendido y divertido. Lo sostuvo así, como a un chiquillo, mientras él forcejeaba inútilmente. El dolor en sus muñecas lo hizo ceder, y ella lo soltó con un empujón suave.
—Tranquilo, ya para —dijo, con una mezcla de firmeza y compasión.
Pero Adam, humillado por su derrota, volvió a lanzarse, ciego de furia. La tomó por la cintura, intentando derribarla, movido por una rabia que ya no entendía. Sus cuerpos se encontraron, pecho contra pecho, en una lucha torpe y desesperada. Él sentía el calor de Lupita, su aroma embriagador, que lo confundía y debilitaba. Sus manos se aferraban a sus caderas, su rostro rozaba su pecho, y por un instante, la rabia dio paso a algo más profundo, un deseo que lo desarmaba. Lupita, sorprendida pero aún en control, se resistía con una fuerza que parecía crecer. Sus risas se mezclaban con jadeos, y por un momento, pareció ceder, inclinando la cabeza hacia atrás con un suspiro que desconcertó a Adam.
—¡Pequeño, pequeño! —dijo, con una voz que temblaba entre burla y algo más.
Adam, aprovechando un descuido, tiró de su cabello, intentando derribarla. Lupita dejó escapar un grito de dolor y, con un empujón salvaje, lo apartó. Adam tropezó y cayó sobre unos fierros apilados en un rincón, un rasguño profundo abriéndose desde su mano hasta el brazo. Quedó tendido, aturdido, mientras la sangre goteaba al suelo. Lupita, temblando por la adrenalina pero preocupada, se acercó.
—¿Estás bien? —preguntó, su voz ahora suave, casi maternal.
Adam no respondió. Ella lo ayudó a levantarse, acariciándole el brazo con cuidado. Él mostró su mano herida, pero su mente estaba en otra parte. La rabia se mezclaba con la vergüenza, con la certeza de su propia fragilidad. No había vencido a Lupita, ni siquiera había sabido controlar sus impulsos. Tambaleándose, avanzó hacia la puerta, ignorando los intentos de ella por detenerlo.
—Déjame, —murmuró, con los ojos nublados por lágrimas que no dejó caer.
Llegó a su cuarto y se desplomó en la cama, el brazo herido colgando, la sangre goteando al suelo con un ritmo lento y sordo. No le importaba el dolor físico; lo que lo ahogaba era la tormenta en su interior. Un sollozo convulso estalló, salvaje y doloroso, que enterró en la almohada. Escuchaba a Lupita moverse en el cuarto de Miguel, sus pasos inquietos, hasta que todo quedó en silencio. Luego, el sonido de la puerta de la calle abriéndose y cerrándose pesadamente. La noche se alargó, interminable, como un espejo de su desasosiego.