Una tarde, agotado de vagar por las calles, regresó al edificio y tocó la puerta de Miguel. Lo encontró tirado en el sofá, con un libro abierto.
—¿Qué tal si mañana viernes vamos a un bar? —propuso Rómulo, con entusiasmo.
—¡Estaría bien! —respondió Miguel. Y añadió, guiñándole un ojo: —Oye, ¿no quieres que te presente a una amiga? A lo mejor mañana se arma, pero, ¿te animas a hablarle?
Rómulo sintió un nudo en el estómago, pero sonrió.
—No estoy tan perdido como crees —dijo, aunque dudaba.
Esa noche, no durmió bien. Las palabras de Miguel lo hacían sentirse débil, como un niño que no encajaba en la ciudad. Decidió probarse a sí mismo, demostrar su fuerza. Al día siguiente, hizo una tontería. En la fonda donde comía, unos estudiantes robustos hablaban de ofensas. Al pasar por su mesa, tiró una silla a propósito y siguió caminando. Una voz cortante lo detuvo:
—¿Puedes tener más cuidado?
—¡No molestes! —respondió Rómulo, girándose con fingida valentía.
Escuchó risas y un “¡Qué menso!” que apagó su orgullo. Contó la historia a Miguel, omitiendo el insulto y su acto intencional, esperando aprobación. Pero Miguel, serio, dijo:
—¿Cómo se te ocurre meterte con ese vato? Es un roble, te va a deshacer.
Rómulo no tuvo miedo, pero la reacción de Miguel lo descolocó.
—Voy a arreglarlo —dijo Miguel, y horas después regresó:
—Todo está bien, se arregló de buenas.
Rómulo, furioso, sintió que le robaban su oportunidad de mostrarse fuerte.
—No me haces ningún favor —replicó, conteniendo lágrimas.
Miguel, molesto, le dijo:
—¡Cálmate! No siempre voy a sacarte del apuro.
Rómulo salió, con la decepción quemándole el pecho. ¿Así sería su vida en la Ciudad de México, el sueño de su infancia? Atrapado en un cuarto frío, escapando a clases, comiendo en fondas, vagando por calles ruidosas hasta volver a su soledad.
Una tarde, regresó temprano de la universidad y tocó la puerta de Miguel. No hubo respuesta, pero abrió, pensando que estaba vacío. Una figura se levantó del sillón junto a la ventana. Rómulo quiso salir, apenado, pero Miguel lo jaló adentro.
—Este vato le tiene miedo a las mujeres —bromeó Miguel, riendo—. Lupita, él es Rómulo.
—No veo nada —dijo una voz alegre desde la penumbra.
Miguel encendió la lámpara. Lupita, alta, con cabello rojo y ojos vivos, lo saludó con una sonrisa cálida. Su manera desenfadada, su “qué onda”, fue sincera. Rómulo, nervioso, sintió un destello de posibilidad. Tal vez la ciudad, con toda su indiferencia, también guardaba encuentros que podían cambiarlo todo.
—¿Qué te parece? —preguntó Miguel, con una chispa traviesa en los ojos.
—Es más guapo que tú —respondió Lupita, riendo—, pero qué lástima que sea tan calladito.
Rómulo se sonrojó y balbuceó algo. Lupita, con un salto juguetón, se acercó.
—¡Mira, se pone rojo si lo tocas! —dijo, divertida.
—Déjalo en paz —intervino Miguel, sonriendo—. No aguanta a las mujeres, es muy tímido, pero ya se le quitará.
—No estaría mal —dijo Lupita, tomando a Rómulo del brazo y sentándolo a su lado—. Ven, no muerdo.
—Señorita, yo… —tartamudeó Rómulo.
—¿Señorita? —interrumpió Lupita, riendo—. Nada de eso, llámame Lupita, por favor.
Miguel y Lupita estallaron en carcajadas. Rómulo, apenado, se unió a la risa para no sentirse más fuera de lugar.
—¿Sabes qué? —dijo Miguel—. Vamos a pedir un six de cervezas, a ver si así se te quita lo tímido. Anda, tráete unas frías.
—Claro —respondió Rómulo, más animado.
Salió casi corriendo a la tienda, regresó con las cervezas y vasos, y los tres se sentaron alrededor de la mesa. Con el paso de los minutos, la incomodidad inicial se desvaneció. Lupita, sentada junto a Rómulo, lo miraba con ojos coquetos, y él, poco a poco, se atrevía a sostenerle la mirada. La vitalidad de Lupita, su risa que llenaba el cuarto, despertó en Rómulo una energía desenfrenada. Sus ojos se detenían en su boca roja, que se abría al reír mostrando dientes blancos, y en sus piernas torneadas. De pronto, Lupita lo sorprendió mirándola.
—¿Te gustó? —dijo, riendo sin malicia—. ¡Tú también me gustas!
Rómulo, embriagado por el momento, se dejó llevar. El valor líquido de las cervezas fluía por sus venas, y empezó a hablar, a contar chistes. Miguel, sorprendido, exclamó:
—¡Órale! ¿Qué te pasó? ¡Así deberías ser siempre!
Lupita, riendo, añadió:
—Si traes otro six, ¿no te gustaría que te pague con un beso?
Miguel fue por más cervezas, y el buen humor creció. Rómulo, aunque no bebía mucho, estaba de un ánimo radiante, bromeando sin vergüenza. Con el tercer six, Lupita comenzó a cantar, y permitió que Rómulo rozara sus labios con un dedo, en un gesto juguetón.
—¿Verdad que no hay problema, Miguel? —dijo ella—. ¡Es un buen chico!
—Claro, adelante —respondió Miguel, sonriendo—. Es solo un beso.
Antes de que Rómulo pudiera pensarlo, Lupita lo besó, un roce breve y húmedo. No fue placentero, por la incomodidad de que Miguel estuviera ahí, pero tampoco desagradable. Pasó como un relámpago, perdido en la confusa alegría que lo hacía tambalearse. Rómulo solo quería que esa ligera ebriedad, mezcla de deseo, cerveza y juventud, no terminara. Lupita, con las mejillas sonrojadas, miraba a Miguel con guiños y risas.
De repente, Miguel le dijo a Rómulo:
—¿Has visto las estrellas de noche?
Sin entender, Rómulo lo siguió hasta la puerta. En voz baja, Miguel añadió:
—Ya estuvo. Mejor vete, ya no te necesitamos.
Rómulo, desconcertado, comprendió y dio las buenas noches. Al día siguiente, no fue a su primera clase, algo inusual, pues se quedó dormido. El encuentro con Lupita, aunque fugaz, había encendido una chispa en su sangre. En silencio, se preguntaba si había sido un error, una mentira disfrazada de amistad. ¿Era su deseo de escapar de la soledad un anhelo más profundo, celosamente oculto?