El amor en tiempos de hambre

Capítulo 7

Lo que alguna vez fue un refugio de risas y charlas se había convertido en un lugar de silencios cargados, Mireles apenas si cruzaba el umbral del cuarto de Miguel, donde la culpa y la distancia pesaban como el aire húmedo que envolvía la Ciudad de México. Miguel solo lo buscaba cuando necesitaba un favor o un oído para desahogarse; de lo contrario, era Adam quien, con una mezcla de esperanza y resignación, tocaba su puerta, buscando el eco de una amistad que se desvanecía. Pero tras el incidente con Lupita, Adam percibió una intención velada en la ausencia de su amigo. No era solo indiferencia; era un reproche silencioso, una barrera que Miguel había erigido. Consciente de su propia culpa, Adam decidió no buscarlo, aferrándose a una terquedad serena que le dolía como una herida abierta, un recordatorio de lo frágil que era su lugar en el mundo.

Los días que siguieron fueron un desierto de soledad. Nadie lo visitaba, y la ciudad, con su bullicio incansable, parecía burlarse de su aislamiento. Adam sentía, más que nunca, que no era necesario para nadie, que su presencia era un susurro perdido en las calles abarrotadas de la colonia Doctores. Nadie lo quería, nadie lo necesitaba. Esa certeza lo aplastaba, y en su pecho crecía un vacío que ni los libros ni las caminatas por la Condesa podían llenar. Pero, en ese abandono, comprendió lo que Miguel, con todas sus fallas, había significado: un ancla en una ciudad que lo zarandeaba, un amigo que, pese a sus desplantes, había sido su único puente hacia la vida que soñaba. La decepción y las humillaciones no borraban el valor de esos momentos en que, entre risas y cervezas, había sentido que pertenecía.

Una semana transcurrió en ese silencio opresivo, bajo un cielo gris que lloraba sin cesar. Una tarde, mientras Adam intentaba concentrarse en sus apuntes en el escritorio de su cuarto, unos pasos rápidos resonaron en el pasillo. Reconoció al instante el ritmo desgarbado de Miguel. Antes de que pudiera prepararse, la puerta se abrió de golpe y volvió a cerrarse con un estruendo. Miguel irrumpió, sin aliento, con una sonrisa que iluminaba su rostro curtido. Agarró a Adam por los brazos y lo sacudió con entusiasmo.

—¡Qué onda! ¡Dichosos los ojos! Aprobé los exámenes, ¿sabes? ¡En ocho días me vas a decir señor licenciado!

—¡Felicidades!, —balbuceó Adam, desconcertado.

Había imaginado mil escenarios para este reencuentro —reproches, puños, un adiós definitivo—, pero no esta alegría desbordante. Miguel lo interrumpió, imparable.

—Nada de eso, ven a mi cuarto. Esto hay que celebrarlo como se merece. ¡Te cuento todo! Lupita está por llegar, vámonos.

El nombre de Lupita cayó como un relámpago. Adam sintió un nudo en el estómago, un miedo visceral a enfrentarla, a que su mirada lo desnudara y lo dejara, una vez más, como un niño avergonzado. Intentó excusarse.

—No puedo, Miguel, de veras. Tengo un montón de pendientes.

—¿Pendientes? —replicó Miguel, riendo—. ¿Qué pendientes, si tu compa ya es casi licenciado? ¡Vente, nos echamos una buena fiesta! No hay pretexto que valga.

Lo jaló del brazo, y Adam, demasiado débil para resistirse del brazo lastimado, se dejó llevar. En un parpadeo, estaba en el cuarto de Miguel. Lupita ya estaba ahí, sentada en el sofá, con el cabello rojizo aún húmedo por la lluvia. Al verlo, sus ojos se posaron en él, curiosos, envolviéndolo como una ola suave. Le tendió la mano en silencio, y su mirada, aunque cálida, tenía un matiz nuevo, como si lo viera por primera vez. Adam, paralizado, apenas correspondió el gesto, sintiendo que el aire se volvía denso, cargado de recuerdos que prefería enterrar.

Miguel, ajeno a la tensión, hablaba sin parar, su voz llena de una emoción que llenaba el cuarto.

—¿Qué tomamos? ¡Nada de tequila, hoy hay que hacer algo diferente! ¿Qué tal un té? Un té calientito, ¿les late?

Lupita y Adam asintieron, y se sentaron a la mesa, uno junto al otro. Pero Adam no podía hablar. Su mente giraba en torno a un solo pensamiento: ¿había sido un sueño aquella tarde en que su rabia y deseo se enredaron en una lucha torpe con Lupita? No se atrevía a mirarla, pero sentía su presencia como un peso que le robaba el aliento.

Miguel, en su papel de anfitrión, hacía ruido con tazas y platos, sirviendo el té con una alegría casi infantil.

—Nunca he sido de estudiar mucho, ustedes lo saben, —comenzó, relatando cómo un amigo, Carlos, lo había salvado en el examen.

Pero Adam no escuchaba. Las palabras de Miguel llegaban como un murmullo lejano, sin sentido. Solo sentía a Lupita a su lado, su cercanía como una corriente que lo atraía y lo asustaba. De pronto, algo lo sacó de su ensimismamiento. Un dedo rozó su mano, trazando con suavidad la cicatriz que los fierros habían dejado en su piel. Alzó la vista y se encontró con los ojos de Lupita, que lo miraban con una pregunta silenciosa, compasiva, casi tierna.

El calor subió a sus sienes, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Retiró la mano como si hubiera tocado fuego, pero Lupita, sin inmutarse, tomó su mano bajo la mesa, llevándola con suavidad a su rodilla. La sangre de Adam hervía, su mente un torbellino. Quería soltarse, pero sus músculos no obedecían. Miguel seguía hablando, su voz un eco distante, mientras Lupita apretaba su mano con una fuerza que dolía y seducía al mismo tiempo. Ella, con una naturalidad desconcertante, respondía a Miguel, riendo.

—¿Qué, no es para quedarse mudo que un vago como tú sea abogado? —dijo, mientras su cuerpo se acercaba más al de Adam, un calor suave que lo envolvía.

Adam, atrapado en esa danza de gestos ocultos, sentía que el mundo se desdibujaba. El reloj de péndulo en la sala vecina marcó las siete con un cucú lejano, devolviéndole la conciencia. Se levantó de un salto, tartamudeando una despedida. Estrechó una mano —no supo si la de Miguel o la de Lupita—, y una voz, probablemente la de ella, dijo “adiós”. Corrió a su cuarto, cerró la puerta y se dejó caer en la cama, el corazón latiendo como un tambor. Todo quedó claro: había traicionado a Miguel. No quería robarle a Lupita, pero la atracción que sentía por ella era una corriente imposible de ignorar. Su aroma, su risa, la salvaje energía de su cuerpo, todo ardía en su memoria. ¿Cómo podía seguir siendo amigo de Miguel, sabiendo que no resistiría volver a verla?




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