Se limitaba a vegetar, observando el mundo sin interés. Una vez, intentó reaccionar, volver a la realidad. Caminó hasta el hospital nuevo, atraído por un impulso vago. El patio, amplio y sereno, estaba flanqueado por árboles que mecían sus retoños, indiferentes a los dramas que se tejían en los pasillos. Se sentó en una banca, queriendo olvidar. Los pacientes, con batas azules, salían al sol con pasos vacilantes, rostros sin sonrisas, entregados a una resignación que Adam reconocía. Había olvidado por qué estaba ahí; solo sentía las horas pasar, lentas, como un reproche. Cuando los doctores salieron a hablar con los familiares, sus voces firmes lo sobresaltaron. ¿No estaba él, sentado en esa banca, más enfermo que aquellos pacientes, consumido por una muerte silenciosa?
Las noches eran peores. Un fuego oscuro ardía en su interior, una mezcla de rabia y autodesprecio. Para llenar el vacío, buscaba compañía en mujeres que despreciaba por tener que pagarlas, un acto que lo dejaba más hueco. Pasaba horas en cafés, mirando a desconocidos, pero todo lo hacía sin deseo, empujado por un miedo a la soledad absoluta. Su rostro, reflejado en los espejos, le devolvía una expresión parca, labios apretados que parecían haber olvidado sonreír. Intentó reaccionar un par de veces, pero siempre caía, aplastado por el peso de su aislamiento, regresando a un letargo que lo mantenía a flote, pero sin vida.
Una noche, al volver tarde a la pensión, se dio cuenta de que había perdido la llave. Llamó a la puerta, temiendo que Miguel abriera, que lo enfrentara con una mirada acusadora. Pero fueron los pasos arrastrados de la casera los que se acercaron. Cuando la puerta se abrió, la luz de una lámpara iluminó su rostro. Adam se estremeció: sus párpados estaban hinchados, rojos de llanto, y su boca dibujaba una mueca de aflicción. Algo grave había pasado.
—¿Qué pasa, señora? —preguntó, con genuina preocupación.
Ella lo miró, los ojos vidriosos.
—¿No sabe, joven? Mi hija… tiene hepatitis, está muy grave.
Las lágrimas rodaron por sus mejillas, un llanto contenido que estremeció a Adam.
No sabía nada. Ni que la casera tuviera una hija. Recordó, vagamente, la silueta de una niña delgada en el corredor oscuro, una figura que había tomado por un espejismo. La culpa lo golpeó. ¿Cómo había vivido meses bajo el mismo techo, separado por una pared, sin notar el sufrimiento a su lado? Intentó consolarla, torpe pero sincero.
—Todo va a estar bien, señora. Tal vez pueda ayudar… No sé mucho, apenas voy empezando la carrera, pero…
Las palabras encendieron una chispa. Sintió el impulso de retomar sus estudios, de abrir los libros y encontrar un propósito. La casera, con un sollozo, lo llevó al cuarto de la niña, una habitación estrecha y oscura en el patio. El aire estaba cargado, y la penumbra envolvía todo, salvo un rincón donde una lámpara amarilla derramaba un resplandor débil. La niña, Ana, yacía en la cama, atrapada en un sueño inquieto. Sus mejillas ardían por la fiebre, un brazo delgado colgaba olvidado, y sus labios, contraídos, apenas dejaban escapar una respiración trabajosa. Su rostro era hermoso, pero la enfermedad se revelaba en cada jadeo.
La casera, entre sollozos, relató:
—Hoy vino el doctor, pero no dijo nada nuevo. Llevo tres noches sin dormir. Trabajo en la tienda de día, la dejo con la vecina, pero no mejora…
Su voz se quebró, y la desesperación llenó el cuarto.
Un sentimiento nuevo despertó en Adam, puro como un manantial. Por primera vez, sintió que podía ser útil.
—Señora, no puede seguir así, —dijo con firmeza.
—Se va a enfermar. Váyase a descansar, yo me quedo con ella esta noche.
Ella lo miró, incrédula.
—¿Usted, joven? No, no puedo…
—Es mi deber, —respondió Adam, con una convicción que lo sorprendió.
Las palabras salieron con orgullo, como si hubiera encontrado el sentido de su vida perdida.
La mujer, agotada, cedió. Sus ojos, pesados de cansancio, se llenaron de gratitud. Se retiró, dejando a Adam solo con Ana. El silencio era denso, roto por la respiración irregular de la niña y la lluvia lejana. Adam se sentó junto a la cama, mirando a esa desconocida que le había devuelto la esperanza. Tomó su mano pálida, la colocó sobre la colcha, y reflexionó, con culpa, sobre el tiempo que había desperdiciado, ajeno al dolor que lo rodeaba. Prometió empezar de nuevo, reconstruir su vida.
Imágenes de triunfo cruzaron su mente. Se vio como médico, salvando vidas. De pronto, Ana se agitó, abrió los ojos, grandes y febriles, brillando como un universo. Lo miró, confundida, y Adam secó su frente sudorosa y le ofreció agua. Ella bebió, recostándose luego, sus ojos fijos en él, agradecidos aunque apenas conscientes. Esa mirada lo envolvió como un abrazo. Ana cerró los ojos, su respiración más calma, y Adam sintió su corazón latir con una dicha desconocida. Alguien confiaba en él, y esa confianza lo anclaba al mundo.
Por la mañana, el médico llegó. Adam se presentó como estudiante y preguntó si Ana estaba fuera de peligro.
—Creo que sí, —dijo el doctor—. Ha superado la crisis. Los niños son fuertes, tienen ganas de vivir.
Adam observó cada movimiento del médico, sintiendo el poder de la profesión que había abandonado. Supo que debía actuar, ser útil.
Tomó el cuidado de Ana como una misión. Pasaba las noches vigilando su fiebre, los días leyéndole cuentos, llevándole flores del mercado, prometiéndole que pronto estaría corriendo bajo el sol. Ana comenzó a hablar, con una voz débil pero curiosa, haciendo preguntas que Adam respondía con gusto. Esas charlas lo liberaban. A veces, se sorprendía riendo, y Ana, pálida entre las almohadas, esbozaba una sonrisa que iluminaba el cuarto. Sus ojos lo seguían con gratitud, y Adam sentía que pertenecía a algo más grande.
Lupita, Miguel, los días de deseo y traición, se desvanecían como un sueño febril. Ana, con su ternura frágil, era un faro. Una tarde, mientras Adam dormía en una silla, Ana se inclinó y besó su mejilla. El roce, suave como un suspiro, lo despertó, y al verla sonreír, algo en él sanó.