El amor en tiempos de hambre

Capítulo 8

Veía con envidia y deseo cómo las parejas se abrazaban, y su anhelo de tener su propia experiencia crecía. No quería nada extravagante, solo una mujer dulce, tierna, que llenara sus sentidos. Cada tarde, al pasar frente a las preparatorias, encontraba a chicas de quince o dieciséis años, regresando de clases, platicando en grupos, lanzando miradas curiosas y risitas. Sus rostros sonrientes, sus cuerpos esbeltos con faldas cortas, sus caderas balanceándose con una alegría casi infantil, lo cautivaban. Día tras día, las veía a lo lejos, y ellas comenzaron a notar su presencia. Cuando pasaba, se empujaban unas a otras, reían y lo miraban con ojos desafiantes. Rómulo, nervioso, apartaba la vista y aceleraba el paso.

Al notar que lo ponían nervioso, las chicas se volvieron más atrevidas. Sus risas y miradas lo seguían, pero él no se animaba a hablarles.

—Huele a problemas —se decía, sintiéndose infantil en su timidez. ¿Por qué no podía ser fuerte, como la vida parecía exigirle? ¿Por qué no era como Miguel? Los recuerdos de su infancia lo asaltaban: las niñas que conoció, sus juegos inocentes. ¿Dónde estarían ahora? Seguramente conocían el amor, el deseo, algunas tendrían esposos e hijos. Todas habían dejado el pueblo, y él, el último en partir, seguía siendo un joven ruborizado en un cuarto frío, con la mirada baja, sin atreverse a enfrentar el mundo.

Una noche, mientras caminaba por las calles de la Roma, el bullicio de la ciudad lo envolvió: vendedores ambulantes, risas de parejas, el aroma de tacos al pastor desde un puesto. Rómulo se detuvo frente a un mural callejero, una explosión de colores que retrataba a una mujer con ojos fieros y flores en el cabello. Pensó en Clarisa, en Lupita, en las chicas de la preparatoria. Su corazón latía con una mezcla de deseo y miedo. Quería pertenecer, amar, vivir. Pero la ciudad, con su inmensidad, le recordaba lo pequeño que aún se sentía. Se sentó en una banca, mirando las estrellas que apenas se veían entre el resplandor de la ciudad, y se prometió a sí mismo que encontraría su lugar, aunque el camino fuera incierto.

A finales de noviembre, Rómulo regresó al cuarto de Miguel, aunque sus visitas se habían espaciado desde aquella tarde en que el deseo, mezclado con cerveza y juventud, lo había sacudido como un relámpago. El tiempo estaba revuelto; el frío de los últimos días había arreciado, y las nubes grises se agitaban en el cielo como un presagio. Una lluvia aguda y punzante comenzó a caer, golpeando los tejados y empañando las ventanas de la vieja casa en la colonia Doctores. El aire olía a tierra mojada, y el viento ululaba entre las rendijas, como un lamento que acompañaba la inquietud de Rómulo.

Miguel apenas murmuró un “qué onda” al verlo entrar, su habitual desenfado reemplazado por una brusquedad cortante. Siempre era así cuando algo lo carcomía por dentro. Caminaba de un lado a otro, inquieto, exhalando humo de su cigarro como un volcán a punto de estallar. De vez en cuando, lanzaba una mirada a Rómulo, como si quisiera preguntarle algo, pero callaba, atrapado en su propio torbellino.

—¡Qué vida de perro! —refunfuñó entre dientes, pateando el aire con un gesto de impotencia.

Rómulo permaneció sentado en un sillón desvencijado, con las manos cruzadas, sin atreverse a indagar. Conocía a Miguel: tarde o temprano, su rabia estallaría y las palabras brotarían como un río desbordado. Por ahora, solo observaba el vaivén de su amigo, el humo enroscándose en el aire, mientras afuera el viento aullaba y la lluvia tamborileaba con furia, como un eco de los tumultos que ambos cargaban en el pecho.

—¡Nomás esto me faltaba! —masculló Miguel, deteniendo su andar para golpear el aire con una regla, como si blandiera un sable imaginario.

Rómulo, con cautela, se aventuró a preguntar:

—¿Qué pasa, Miguel? ¿Qué tienes?

Miguel suspiró, dejó caer la regla y se desplomó en una silla, frotándose la frente.

—Tengo exámenes en ocho días, no debería estar tan preocupado. Pero si no los paso, se acabó. Tendría que repetir el semestre. ¡Se acabó el flujo de efectivo!

Rómulo asintió en silencio, con una leve sonrisa que no ocultaba la seriedad del asunto. No había palabras que pudieran aliviar el peso de esa confesión. Los dos se quedaron callados, cada uno sumido en sus pensamientos, mientras el viento afuera arreciaba, sacudiendo las ventanas y llenando el cuarto con un silbido melancólico. De pronto, un golpe en la puerta rompió el silencio. Lupita entró, con el cabello rojizo empapado, mechones cayendo sobre su rostro sonriente, como si la tormenta no pudiera apagar su chispa.

—¡Miren qué guapa estoy, toda mojada! —dijo, riendo, mientras se sacudía el agua de los brazos.

—Qué tal —respondió Rómulo, apenas audible, mientras Miguel apenas la miró.

Lupita, al notar el humor de Miguel, se acercó y le plantó un beso en la mejilla. Él la apartó con un gesto brusco.

—¡No me mojes, mensa! —dijo, con una media sonrisa que no alcanzaba sus ojos.

Ella rió y giró hacia Rómulo, con un brillo juguetón.

—¡Qué onda, pequeño! —dijo, quitándose la chamarra y arrojándola al sofá.

Un silencio incómodo se instaló. Rómulo sentía una punzada de inquietud. Desde aquella noche de risas y cervezas, cuando Lupita lo había besado en un impulso juguetón, no había vuelto a encontrar la misma naturalidad con ella. Su presencia lo agitaba, una mezcla de fascinación y temor ante su desenfado. La veía con ojos inquietos, recordando el calor de su risa, el roce de sus labios, pero también la incomodidad de saber que pertenecía a Miguel. Este, por su parte, seguía absorto, con la mente en sus exámenes, incapaz de salir de su mal humor. Lupita, al notar el ambiente tenso, frunció el ceño.

—Vaya, parece que llegué en mal momento —dijo, cruzándose de brazos—. ¡No dejé todo lo que tenía que hacer para verlos con cara de funeral!

Miguel suspiró, se puso de pie y tomó su chamarra.




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