El amor en tiempos de hambre

Capítulo 1

La Ciudad de México, en octubre de 2002, palpitaba bajo un cielo tejido de neón y sombras profundas. Los cláxones de los escarabajos verdes componían una sinfonía caótica, entrelazada con el eco lánguido de cumbia rebajada que se escapaba de un puesto de cassettes pirata en la esquina de Madero. El aroma a elotes asados y el murmullo de conversaciones flotaban en el aire fresco, como si la ciudad se resistiera a dormir. Edith Gutiérrez, recién llegada de Monterrey, caminaba con pasos rápidos por las calles adoquinadas del Centro Histórico, su rostro ensombrecido por una urgencia que le apretaba el pecho. Mechones desordenados caían sobre sus hombros, reflejo de un desasosiego que no la abandonaba. Había arrojado su Nokia 3310 al suelo en un arranque de pánico al correr hacia la terminal TAPO, desesperada por alcanzar el último camión a Puebla, donde la esperaba una misión que le quemaba el alma: interceptar una carta que ella misma había enviado, escrita en un arrebato de dolor profundo, llena de palabras hirientes que ahora lamentaba con todo su ser.

En la terminal, bajo las luces parpadeantes de la TAPO, Edith llegó jadeando al mostrador de salidas. El lugar estaba casi desierto, salvo por un empleado de camisa arrugada que la observó con cansancio.

—Un boleto a la ciudad de Puebla, por favor —dijo Edith, su voz entrecortada por el aliento agitado, mientras intentaba recomponerse.

El empleado negó con la cabeza, consultando un reloj de pared que parecía burlarse de ella.

—El último camión a Puebla salió hace diez minutos, señorita. El próximo es a las cinco de la mañana.

Edith sintió que el suelo se desmoronaba bajo sus pies.

—No puede ser… —musitó, rebuscando en su bolso, donde el vacío de su teléfono perdido la golpeó de nuevo.

Recordó el tropiezo en la banqueta de la entrada, el Nokia resbalando de su mano mientras intentaba llamar a su amiga en Puebla. Una maldición baja escapó de sus labios, sus manos temblando. Estaba sola, con apenas unas monedas, sin teléfono y con esa carta que debía interceptar antes de que destruyera lo poco que quedaba de su mundo. La había escrito en Monterrey, en un momento de rabia ciega, vertiendo todo el dolor de la traición en palabras afiladas como cuchillas, acompañadas del anillo de boda que ya no quería llevar. Ahora, arrepentida hasta las lágrimas, necesitaba llegar a Puebla para detener su llegada, para evitar que esas líneas dolientes sellaran el fin definitivo.

Una voz cálida rompió su espiral de pánico.

—¿Todo bien?

Adam Mireles, un músico callejero persuasivo, con una guitarra al hombro, se acercó con una sonrisa impregnada de confianza y un toque de picardía. Su diálogo fluido, encantador, tenía la facilidad de enamorar y tranquilizar a las personas, como si sus palabras fueran notas de una melodía que disipaba las tormentas internas. En su mano sostenía un Nokia con la pantalla agrietada, el mismo que Edith había perdido.

—Creo que esto es tuyo. Lo vi atorando la puerta de la entrada, vi que se te cayó cuando corrías como si te persiguiera el mismísimo diablo.

Edith lo miró, atrapada entre el alivio y la frustración, pero sobre todo insegura ante ese extraño. Le costó sacarle las palabras; su instinto la hacía retroceder, desconfiada de la amabilidad repentina en una ciudad que devoraba a los ingenuos.

—Gra... gracias —balbuceó finalmente, extendiendo la mano con cautela, sus ojos evitando los de él—. Pero está roto. Y no, no estoy bien.

Adam, notando su opresión —el temblor en sus hombros, la mirada evasiva—, no se alejó. En cambio, buscó formas sutiles de ganarse su confianza: una sonrisa genuina, un gesto paso atrás para no invadir su espacio, preguntas suaves que no presionaban. Su voz, con ese timbre persuasivo y fluido, tejía una red de calma alrededor de ella.

—Oye, no pareces de por aquí. Tienes ese acento que no se disfraza fácil. Si perdiste el último camión, no todo está perdido. Vamos, te ayudo a pensar un plan. Me invitaron a una tocada en un bar de la Roma esta noche. Podemos pasar por ahí, recaudar algo de dinero y buscarte otro transporte.

Edith vaciló, su perfeccionismo asomando como un escudo, pero las palabras de Adam, con esa facilidad para tranquilizar, comenzaron a erosionar su muro. Poco a poco, mientras caminaban, él persistió con anécdotas ligeras, chistes sobre la ciudad caótica, hasta que ella, exhausta de cargar sola el peso, confesó lo que la atormentaba.

—Todo está culminado para mí —dijo al fin, su voz quebrándose—. Envié esa carta desde Monterrey, estaba tan dolida... escribí cosas que no debí, palabras que van a destruir todo. Ahora estoy arrepentida, y si no llego a Puebla a tiempo para interceptarla, no quedará nada.

Adam alzó una ceja, divertido pero empático, su encanto natural envolviéndola como una manta en la noche fría.

—Vaya, tenemos a un pesimista por aquí, ¿eh? ¿Siempre eres tan gramática? Confía en mí —insistió, su voz cálida como el eco de una guitarra—. Conozco estas calles. Algo aparecerá.

Edith vaciló aún más, pero la sinceridad en sus ojos, combinada con esa persuasión innata que lo hacía tan enamorador, la desarmó. Asintió, y juntos se sumergieron en las venas palpitantes de la ciudad.

Edith no podía dejar de pensar en Daniel mientras seguía a Adam por la Alameda Central, donde los escarabajos verdes tocaban el cláxon y los vendedores de elotes llenaban el aire de humo dulce. Daniel, con su voz pausada y sus manos que siempre parecían saber dónde posarse, había sido su ancla en Madrid. Él la había encontrado en una librería, corrigiendo un manuscrito con un lápiz, frustrada por una frase mal construida.

—Eres demasiado dura contigo —le dijo entonces, y ella rió por primera vez en meses.

Pero en Puebla, la ciudad que los recibió tras su boda en Venecia en 1998, algo se rompió. Daniel viajaba constantemente, sus ausencias llenas de excusas que Edith quiso creer. Hasta que el mensaje en su teléfono —“Hotel Ancira, 8 p.m., no lo olvides”— destapó una verdad que ella no quiso nombrar: una aventura con una desconocida que se remontaba a España. La carta, escrita en Monterrey en un arrebato de furia, contenía no solo el anillo, sino palabras que Edith, sabía que cortarían como navajas. Ahora, el arrepentimiento la consumía; quería llegar a tiempo para arrebatarla del buzón, para salvar lo salvable o al menos cerrar el capítulo con dignidad.




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