Los días que siguieron fueron un remolino de introspección para Rómulo. La herida en su brazo sanaba lentamente, dejando una cicatriz que le recordaba su impulsividad, pero la herida en su orgullo era más profunda. La Ciudad de México, con su bullicio incansable, parecía burlarse de su fragilidad. Caminaba por las calles de la Roma y la Condesa, donde las luces de los cafés y el aroma de los puestos de comida llenaban el aire, pero se sentía más solo que nunca. En El Péndulo, su refugio, hojeaba libros sin leerlos, buscando en las páginas un eco de su propia confusión. Músicos seguían tocando, pero sus notas, antes cálidas, ahora le parecían lejanas, como un recuerdo de una vida que no le pertenecía.
Una tarde, mientras vagaba por el Zócalo, se detuvo frente a la catedral, su silueta imponente recortada contra un cielo que prometía más lluvia. Pensó en Clarisa, en su sonrisa serena, en su rechazo que había sido un regalo disfrazado de dolor. Pensó en Lupita, en el fuego de su risa, en el deseo que había encendido en él y que no supo manejar. Y pensó en sí mismo, un joven de Quimichis que había llegado a la capital con sueños grandes y un corazón frágil. ¿Quién era Rómulo Mireles? ¿El estudiante de Medicina que memorizaba libros? ¿El tímido que se sonrojaba ante una mirada coqueta? ¿El impulsivo que dejaba que la rabia lo dominara?
Decidió escribirle a su hermana Laura, en Quimichis. En una carta temblorosa, le contó de la ciudad, de sus luces y sombras, de cómo a veces se sentía perdido, pero también de cómo cada día aprendía algo nuevo sobre sí mismo.
—Aquí todo es grande, Lau —escribió—, hasta los errores. Pero creo que estoy empezando a entender quién quiero ser.
Enviar la carta fue como soltar un peso, un acto de fe en que el tiempo le daría respuestas.
En la Facultad de Medicina, Rómulo se refugió en sus estudios con una intensidad renovada. Las rondas hospitalarias, el olor a desinfectante, los rostros de los pacientes que confiaban en él, le recordaban que había un propósito más grande que sus tormentas internas. Una noche, mientras estudiaba en la biblioteca, una compañera, Sofía, se sentó a su lado. Era callada, con ojos atentos y una sonrisa tímida que le recordó a su propia vulnerabilidad. Hablaron de clases, de la presión de los exámenes, y por primera vez en semanas, Rómulo sintió que no necesitaba probar nada. La conversación fluyó, sencilla pero honesta, y cuando se despidieron, Sofía le dijo:
—Oye, Rómulo, eres más interesante de lo que crees.
Esas palabras, dichas sin pretensión, se clavaron en su pecho como una semilla de esperanza.
Las tardes en los cafés volvieron a ser un refugio, aunque ahora sin Clarisa, que se había mudado a otro ritmo, inmersa en sus estudios de Ciencias Políticas. Rómulo tocaba la guitarra solo, dejando que las notas de “La Llorona” o “Cielito Lindo” hablaran por él. A veces, cerraba los ojos y veía a Lupita, a Miguel, a las chicas de la preparatoria que lo hacían sonrojar. Pero ya no sentía rabia, solo una extraña gratitud. Cada encuentro, cada error, lo había acercado un poco más a sí mismo.
Una noche, mientras caminaba por Coyoacán, el aire fresco de diciembre le despejó la mente. Las luces navideñas parpadeaban en las calles, y el aroma de ponche y tamales flotaba en el aire. Rómulo se detuvo frente a un puesto de libros usados, donde un poemario de Jaime Sabines llamó su atención. Lo compró y, sentado en una banca, leyó bajo la luz de un farol: “No es que muera de amor, muero de ti”. Las palabras resonaron en su alma, no como una herida, sino como un recordatorio de que el amor, en todas sus formas, era un maestro severo pero generoso. Cerró el libro, miró al cielo estrellado y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió sin esfuerzo. La ciudad, con sus promesas y sus retos, seguía allí, esperándolo.
Rómulo esperaba que Miguel por fin irrumpiera en su cuarto, exigiendo explicaciones. Estaba seguro de que Lupita le habría contado todo, aunque no sabía si lo pintaría como un agresor o como un ridículo. Pasó la noche ensayando respuestas, imaginando cómo enfrentarlo, incluso cómo defenderse si las cosas llegaran a los golpes. Una cosa era clara: la amistad con Miguel estaba rota. Pero los días pasaron, y Miguel no apareció. Ni él ni Lupita volvieron a cruzarse en su camino, como si la tormenta de aquella tarde los hubiera borrado de su vida.
Los días que siguieron fueron un desierto de soledad. Nadie lo visitaba, y la ciudad, con su bullicio incansable, parecía burlarse de su aislamiento. Rómulo sentía, más que nunca, que no era necesario para nadie, que su presencia era un susurro perdido en las calles abarrotadas de la colonia Doctores. Nadie lo quería, nadie lo necesitaba. Esa certeza lo aplastaba, y en su pecho crecía un vacío que ni los libros ni las caminatas por la Condesa podían llenar. Pero, en ese abandono, comprendió lo que Miguel, con todas sus fallas, había significado: un ancla en una ciudad que lo zarandeaba, un amigo que, pese a sus desplantes, había sido su único puente hacia la vida que soñaba. La decepción y las humillaciones no borraban el valor de esos momentos en que, entre risas y cervezas, había sentido que pertenecía.
Una semana transcurrió en ese silencio opresivo, bajo un cielo gris que lloraba sin cesar. Una tarde, mientras Rómulo intentaba concentrarse en sus apuntes en el escritorio de su cuarto, unos pasos rápidos resonaron en el pasillo. Reconoció al instante el ritmo desgarbado de Miguel. Antes de que pudiera prepararse, la puerta se abrió de golpe y volvió a cerrarse con un estruendo. Miguel irrumpió, sin aliento, con una sonrisa que iluminaba su rostro curtido. Agarró a Rómulo por los brazos y lo sacudió con entusiasmo.
—¡Qué onda! ¡Dichosos los ojos! Aprobé los exámenes, ¿sabes? ¡En ocho días me vas a decir señor licenciado!
—¡Felicidades! —balbuceó Rómulo, desconcertado.
Había imaginado mil escenarios para este reencuentro —reproches, puños, un adiós definitivo—, pero no esta alegría desbordante. Miguel lo interrumpió, imparable.