El amor en tiempos de hambre

Capítulo 11

En un parpadeo, estaba en el cuarto de Miguel. Lupita ya estaba ahí, sentada en el sofá, con el cabello rojizo aún húmedo por la lluvia. Al verlo, sus ojos se posaron en él, curiosos, envolviéndolo como una ola suave. Le tendió la mano en silencio, y su mirada, aunque cálida, tenía un matiz nuevo, como si lo viera por primera vez. Rómulo, paralizado, apenas correspondió el gesto, sintiendo que el aire se volvía denso, cargado de recuerdos que prefería enterrar.

Miguel, ajeno a la tensión, hablaba sin parar, su voz llena de una emoción que llenaba el cuarto.

—¿Qué tomamos? ¡Nada de tequila, hoy hay que hacer algo diferente! ¿Qué tal un té? Un té calientito, ¿les late?

Lupita y Rómulo asintieron, y se sentaron a la mesa, uno junto al otro. Pero Rómulo no podía hablar. Su mente giraba en torno a un solo pensamiento: ¿había sido un sueño aquella tarde en que su rabia y deseo se enredaron en una lucha torpe con Lupita? No se atrevía a mirarla, pero sentía su presencia como un peso que le robaba el aliento.

Miguel, en su papel de anfitrión, hacía ruido con tazas y platos, sirviendo el té con una alegría casi infantil.

—Nunca he sido de estudiar mucho, ustedes lo saben —comenzó, relatando cómo un amigo, Carlos, lo había salvado en el examen.

Pero Rómulo no escuchaba. Las palabras de Miguel llegaban como un murmullo lejano, sin sentido. Solo sentía a Lupita a su lado, su cercanía como una corriente que lo atraía y lo asustaba. De pronto, algo lo sacó de su ensimismamiento. Un dedo rozó su mano, trazando con suavidad la cicatriz que los fierros habían dejado en su piel. Alzó la vista y se encontró con los ojos de Lupita, que lo miraban con una pregunta silenciosa, compasiva, casi tierna.

El calor subió a sus sienes, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Retiró la mano como si hubiera tocado fuego, pero Lupita, sin inmutarse, tomó su mano bajo la mesa, llevándola con suavidad a su rodilla. La sangre de Rómulo hervía, su mente un torbellino. Quería soltarse, pero sus músculos no obedecían. Miguel seguía hablando, su voz un eco distante, mientras Lupita apretaba su mano con una fuerza que dolía y seducía al mismo tiempo. Ella, con una naturalidad desconcertante, respondía a Miguel, riendo.

—¿Qué, no es para quedarse mudo que un vago como tú sea abogado? —dijo, mientras su cuerpo se acercaba más al de Rómulo, un calor suave que lo envolvía.

Rómulo, atrapado en esa danza de gestos ocultos, sentía que el mundo se desdibujaba. El reloj de péndulo en la sala vecina marcó las siete con un cucú lejano, devolviéndole la conciencia. Se levantó de un salto, tartamudeando una despedida. Estrechó una mano —no supo si la de Miguel o la de Lupita—, y una voz, probablemente la de ella, dijo “adiós”. Corrió a su cuarto, cerró la puerta y se dejó caer en la cama, el corazón latiendo como un tambor. Todo quedó claro: había traicionado a Miguel. No quería robarle a Lupita, pero la atracción que sentía por ella era una corriente imposible de ignorar. Su aroma, su risa, la salvaje energía de su cuerpo, todo ardía en su memoria. ¿Cómo podía seguir siendo amigo de Miguel, sabiendo que no resistiría volver a verla?

La tristeza lo envolvió, feroz y amarga. Perder a Miguel, su único amigo en la ciudad, era como perder una parte de sí mismo. Sabía que su amistad no era perfecta; Miguel lo había humillado, lo había tratado como un niño. Pero en una ciudad que lo excluía, esos momentos de camaradería habían sido su refugio. Ahora, todo se desmoronaba: su esperanza al llegar a la capital, su entusiasmo por estudiar, y ahora esta amistad rota por un deseo que no supo controlar.

Esa noche, escuchó risas desde el cuarto de Miguel. Primero suaves, luego más intensas, acompañadas de murmullos y besos. Rómulo, con el oído pegado a la pared, se preguntó si Lupita le habría contado todo, si era un juego cruel para probarlo. La repugnancia lo invadió: hacia Miguel, hacia Lupita, hacia sí mismo por haber caído en esa trampa. Se arrojó a la cama, apretando las almohadas contra los oídos para no escuchar más, pero el sentimiento lo ahogaba, una mezcla de rabia y autodesprecio que lo hacía sentirse pequeño, inútil, perdido.

En esos días de tormenta interior, Rómulo escribió una carta. No era para nadie en particular, sino para la vida misma, un desahogo que quemaba en su pecho.

A ti, vida:

No te he dado las gracias por dejarme llegar a los dieciocho. Los días aquí han sido duros, como si el mundo me pusiera a prueba. Cuando despierto, me digo que ya soy mayor, pero no lo siento. Las palabras que soñaba —felicidad, libertad, juventud— se han vuelto una burla. Esta ciudad es distinta a todo lo que imaginé, un laberinto de luces que me deslumbra y me excluye. No tengo a nadie con quien hablar, nadie que me escuche. A veces sigo a la gente por la calle, solo para sentir el eco de sus voces, para recordar cómo suenan las palabras.

Mi amistad con Miguel se acabó. Pasó algo que no entiendo del todo, algo que me duele y me avergüenza. Lupita fue como un relámpago, una chispa que me quemó. Pero hay más, algo que me pesa confesar: he dejado la carrera. Hace semanas que no voy a clases, mis libros se llenan de polvo. No sé por qué, pero no puedo seguir. Me siento apagado, sin rumbo, como si nada aquí tuviera sentido. Esta ciudad me ahoga, me hunde en un pantano del que no sé salir.

Tal vez soy demasiado joven, demasiado débil. No tengo la fuerza que otros parecen llevar en la sangre. Me siento como un niño entre hombres que saben lo que quieren. Solo sé que necesito volver a Quimichis, a mi familia, a mi hermana Laura, a mi madre que siempre tiene una palabra para levantarme. Quiero trabajar, aunque sea pescando, como mi padre. Sé que será una derrota, que en el pueblo me verán como un fracasado, pero no puedo seguir aquí. Nadie sabe lo que he soportado, y nadie me desprecia más de lo que yo mismo me desprecio. Soy un extraño en esta ciudad, un eco que no encuentra su lugar.




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