Abrió la ventana de su cuarto, rompió la carta que había escrito a la vida y dejó que los pedazos se esparcieran en la oscuridad. Los fragmentos de papel, cargados de su dolor, revolotearon hacia el patio como hojas secas, tragados por la noche. Había aprendido, en los días amargos que siguieron a su ruptura con Miguel, que hundirse en silencio era más digno que pedir ayuda. La Ciudad de México, con su indiferencia implacable, parecía recordarle que todo lo frágil estaba destinado a perecer. El cielo, cubierto por un manto negro, ocultaba las estrellas; el viento aullaba, y las nubes corrían veloces, como si huyeran de un destino cruel. Rómulo apenas reconocía esa ciudad que lo había acogido con promesas y ahora lo miraba con desdén, un extraño en sus calles.
Un hastío profundo lo envolvía, una insatisfacción que apagaba cualquier chispa de alegría. Su vida se había reducido a un letargo sin rumbo. Apenas salía a las calles de la colonia Doctores, donde antes buscaba un lugar en el mundo. Ahora, se sentaba en parques olvidados, frecuentados por ancianos que arrastraban sus pasos con resignación. Llevaba un libro, pero no lo abría; sus ojos se perdían en el murmullo de la ciudad, añorando la placidez de Quimichis, los días en que la vida no pesaba tanto. La carrera de Medicina, que alguna vez lo llenó de sueños, yacía abandonada, un eco de un Rómulo que ya no encontraba.
Se limitaba a vegetar, observando el mundo sin interés, como un fantasma en las calles de Doctores. Una vez, intentó reaccionar, volver a la realidad. Caminó hasta el hospital nuevo, atraído por un impulso vago. El patio, amplio y sereno, estaba flanqueado por árboles que mecían sus retoños, indiferentes a los dramas que se tejían en los pasillos. Se sentó en una banca, queriendo olvidar. Los pacientes, con batas azules, salían al sol con pasos vacilantes, rostros sin sonrisas, entregados a una resignación que Adam reconocía en su propio reflejo. Había olvidado por qué estaba ahí; solo sentía las horas pasar, lentas, como un reproche. Cuando los doctores salieron a hablar con los familiares, sus voces firmes lo sobresaltaron. ¿No estaba él, sentado en esa banca, más enfermo que aquellos pacientes, consumido por una muerte silenciosa del alma?
Las noches eran peores. Un fuego oscuro ardía en su interior, una mezcla de rabia y autodesprecio que lo consumía sin llama visible. Para llenar el vacío, buscaba compañía en mujeres que despreciaba por tener que pagarlas, un acto que lo dejaba más hueco, más lejano de sí mismo. Pasaba horas en cafés, mirando a desconocidos con ojos apagados, pero todo lo hacía sin deseo verdadero, empujado solo por el miedo a la soledad absoluta. Su rostro, reflejado en los espejos empañados de las fondas o en los charcos de las calles, le devolvía una expresión parca, labios apretados que parecían haber olvidado cómo sonreír. Intentó reaccionar un par de veces, levantarse con un propósito fugaz, pero siempre caía de nuevo, aplastado por el peso de su aislamiento, regresando a un letargo que lo mantenía a flote, pero sin vida.
Una noche, al volver tarde a la pensión, se dio cuenta de que había perdido la llave. Llamó a la puerta con golpes débiles, temiendo que Miguel abriera y lo enfrentara con una mirada acusadora que confirmara el fin de todo. Pero fueron los pasos arrastrados de la casera los que se acercaron desde el interior. Cuando la puerta se abrió, la luz amarillenta de una lámpara iluminó su rostro. Rómulo se estremeció: sus párpados estaban hinchados, rojos de llanto reciente, y su boca dibujaba una mueca de aflicción profunda. Algo grave había pasado.
—¿Qué pasa, señora? —preguntó, con genuina preocupación que lo sorprendió a sí mismo.
Ella lo miró, los ojos vidriosos y perdidos.
—¿No sabe, joven? Mi hija… tiene hepatitis, está muy grave.
Las lágrimas rodaron por sus mejillas arrugadas, un llanto contenido que finalmente se desbordaba y estremeció a Rómulo hasta el hueso.
No sabía nada. Ni siquiera que la casera tuviera una hija. Recordó, vagamente, la silueta de una niña delgada que a veces cruzaba el corredor oscuro, una figura que había tomado por un espejismo en sus días de ensimismamiento. La culpa lo golpeó como un puñetazo sordo. ¿Cómo había vivido meses bajo el mismo techo, separado por una simple pared, sin notar el sufrimiento que latía al lado? Intentó consolarla, torpe pero sincero.
—Todo va a estar bien, señora. Tal vez pueda ayudar… No sé mucho, apenas voy empezando la carrera, pero…
Las palabras encendieron una chispa en su interior apagado. Sintió el impulso de retomar sus estudios, de abrir los libros polvorientos y encontrar un propósito que lo sacara del abismo. La casera, con un sollozo ahogado, lo llevó al cuarto de la niña, una habitación estrecha y oscura en el patio trasero. El aire estaba cargado de olor a enfermedad y humedad, y la penumbra envolvía todo, salvo un rincón donde una lámpara amarilla derramaba un resplandor débil y tembloroso. La niña, Ana, yacía en la cama, atrapada en un sueño inquieto. Sus mejillas ardían por la fiebre, un brazo delgado colgaba olvidado al borde del colchón, y sus labios, contraídos, apenas dejaban escapar una respiración trabajosa y entrecortada. Su rostro era hermoso, casi etéreo, pero la enfermedad se revelaba en cada jadeo, en cada sombra que la fiebre proyectaba.
La casera, entre sollozos que le quebraban la voz, relató:
—Hoy vino el doctor, pero no dijo nada nuevo. Llevo tres noches sin dormir. Trabajo en la tienda de día, la dejo con la vecina, pero no mejora… nada mejora.
Su voz se quebró por completo, y la desesperación llenó el cuarto como un humo invisible.
Un sentimiento nuevo despertó en Rómulo, puro como un manantial en medio del desierto. Por primera vez en meses, sintió que podía ser útil, que su existencia tenía un sentido más allá de su propio dolor.
—Señora, no puede seguir así —dijo con firmeza inesperada—. Se va a enfermar usted también. Váyase a descansar, yo me quedo con ella esta noche.