Por la mañana, el médico llegó. Rómulo se presentó como estudiante y preguntó, con el aliento contenido, si Ana estaba fuera de peligro.
—Creo que sí —dijo el doctor, con cautela profesional—. Ha superado la crisis. Los niños son fuertes, tienen ganas de vivir.
Rómulo observó cada movimiento del médico, sintiendo el poder de la profesión que había abandonado como un llamado irrevocable. Supo, en ese instante, que debía actuar, ser útil.
Tomó el cuidado de Ana como una misión sagrada. Pasaba las noches vigilando su fiebre, midiendo cada respiro; los días leyéndole cuentos de libros prestados, llevándole flores silvestres del mercado, prometiéndole que pronto estaría corriendo bajo el sol. Ana comenzó a hablar, con una voz débil pero curiosa, haciendo preguntas que Rómulo respondía con gusto, redescubriendo en esas charlas su propia capacidad de alegría. A veces, se sorprendía riendo con ella, y Ana, pálida entre las almohadas, esbozaba una sonrisa que iluminaba el cuarto como un rayo de sol en la tormenta. Sus ojos lo seguían con gratitud infantil, y Rómulo sentía que pertenecía a algo más grande que su dolor.
Lupita, Miguel, los días de deseo y traición, se desvanecían como un sueño febril y lejano. Ana, con su ternura frágil, era un faro en la oscuridad. Una tarde, mientras Rómulo dormía agotado en una silla, Ana se inclinó con esfuerzo y besó su mejilla. El roce, suave como un suspiro, lo despertó, y al verla sonreír —una sonrisa verdadera, luminosa—, algo en él sanó, como una grieta que comienza a cerrarse.
Ana parecía haber crecido durante su enfermedad, despojándose de la inocencia infantil con una madurez prematura. Su madre, antes distante, ahora charlaba con Rómulo con calidez, compartiendo anécdotas de la niña que él devoraba con avidez. Él se arrepentía de haber pasado de largo, indiferente al mundo, pero esa deuda se transformaba en gratitud profunda. La vida se abría paso, frágil pero tenaz, y Rómulo solo quería retomar sus estudios, saborear el éxito que Ana representaba, un éxito hecho de pequeñas victorias cotidianas.
Pero una llamada rompió esa calma frágil. Era la casera, con la voz quebrada en sollozos: Ana estaba mareada, sus pies pesaban como plomo, un aro apretaba su cabeza. Rómulo corrió a la pensión, el corazón en la garganta. Encontró a Ana en un escritorio improvisado, pálida como la cera, con un cuaderno abierto ante ella. Quería escribir su diario, pero sus manos temblorosas dejaron caer la pluma. Sobre el escritorio, recortes de columnas de Germán Dehesa citaban a Amado Nervo: “Vida, nada te debo, vida, estamos en paz”. Ana había trazado esas palabras en rojo y negro, con caligrafía curva e infantil, como un deseo secreto de que su vida corta resplandeciera. Una salpicadura de tinta roja manchaba su mano, un presagio que heló la sangre de Rómulo. Paralizado, la vio cerrar los ojos lentamente, su cuerpo cediendo al agotamiento final. La fiebre había regresado con furia, y en un instante, Ana se fue.
El mundo se volvió borroso, como visto a través de lágrimas que no caían. Rómulo sintió que todo —la dicha efímera, la desdicha eterna, las personas que pasan, la soledad que queda— era un sueño cruel. ¿Qué significaba morir tan joven? Quería despedirse de la niña que le había mostrado la felicidad verdadera, pero solo podía contemplarla, inmóvil, con una sonrisa apenas esbozada en los labios, como si durmiera un sueño profundo y sereno. Un pájaro en el patio trinó, primero con cautela, luego con una melodía vibrante, como un canto de primavera desafiando el invierno. Por un momento, Rómulo imaginó que era la voz de Ana, despidiéndose con alegría. Pero el canto se desvaneció, y el silencio llenó la habitación como un manto pesado.
Los recuerdos lo asaltaron en fragmentos rotos: la sonrisa de Ana iluminando el cuarto oscuro, la madre llorando en silencio, la primera noche en la pensión cuando la lluvia lo arrullaba y él lloraba su propio abandono. Todo regresaba, un mosaico quebrado. La habitación, en penumbra, le parecía la misma de su llegada, cuando era un joven perdido, soñando con conquistar el mundo que ahora lo había conquistado a él.
El duelo por Ana dejó a Rómulo en un limbo de dolor y reflexión infinita. La casera, destrozada hasta el alma, apenas hablaba, y él, sin saber cómo consolarla, la acompañaba en un silencio compartido que dolía menos que las palabras. La pensión, antes un refugio precario, se sentía ahora como una tumba fría. Caminaba por la colonia Doctores, pero el bullicio de la ciudad le parecía lejano, amortiguado, como si estuviera atrapado en un sueño del que no despertaba. En El Péndulo, hojeaba libros sin leerlos, buscando en las páginas un eco de lo que había perdido, un consuelo que no llegaba.
Una tarde, en el Zócalo, frente a la catedral que se alzaba imponente bajo un cielo plomizo, pensó en Ana, en su diario inconcluso, en su sonrisa frágil que había iluminado sus días más oscuros. Recordó a Clarisa, cuyo rechazo lo había empujado a buscarse a sí mismo; a Miguel, cuya amistad le había dado momentos de pertenencia efímera; a Lupita, un relámpago de deseo que lo había quemado. Y pensó en sí mismo, un joven de Quimichis que había llegado a la capital con sueños grandes y un corazón vulnerable. La muerte de Ana era un recordatorio cruel de lo efímera que era la vida, de la urgencia de darle sentido antes de que se escapara como arena entre los dedos.
Escribió a su hermana Laura, con mano temblorosa pero decidida:
Querida Lau,
la ciudad me ha roto en pedazos, pero también me ha enseñado a levantarme. Perdí a una niña que me dio esperanza cuando más la necesitaba, y con ella, una parte de mí que no sé si recuperaré. Pero no me rindo. Voy a ser médico, por ella, por todos los que necesitan una mano extendida en la oscuridad. Gracias por estar ahí, siempre.
Enviar la carta fue un compromiso solemne con la vida que Ana le había recordado, un voto de no desperdiciar más el tiempo.